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En medio de una cruel pandemia, cuando habría sido tan fácil que el miedo y el egoísmo nos dominaran, vemos cómo millones de personas desde las grandes ciudades y hasta los territorios más recónditos, demuestran que el encuentro, la solidaridad y la cooperación siguen siendo la principal vía para reconstruir el futuro de la sociedad.
Sin embargo, también venimos constatando cómo la pandemia de la COVID-19, más allá de su gravísimo impacto en la salud global y de haber provocado una crisis económica y una emergencia social sin precedentes; ha sido un acelerador de nacionalismos, autoritarismos y populismos, que ha puesto en jaque al multilateralismo tradicional. Desde Estados Unidos a la India, pasando por Brasil, Hungría, Polonia, Rusia, Turquía o China, las respuestas se han construido situando las prioridades nacionales en el centro y relegando a la cooperación y al multilateralismo al olvido.
La buena noticia es que esta tendencia ha encontrado una fuerte resistencia entre las autoridades locales, a quienes podemos considerar como los nuevos actores emergentes del sistema internacional. En el mundo marcado por la COVID-19, la denominada diplomacia municipal, o acción internacional de las ciudades, ha mostrado un gran dinamismo, convirtiéndose en el engranaje de una solidaridad —interesada y necesaria— expresada en forma de transferencia de soluciones y conocimiento. Este activismo está siendo, a la vez, fundamental para el surgimiento de nuevos liderazgos, que serán clave para descifrar la salida del escenario de complejidad en el que nos encontramos.
En este sentido, es necesario recordar que esta pandemia de magnitud sin precedentes en la historia reciente, pone de manifiesto la alta vulnerabilidad del ser humano y el nivel de interdependencias existente entre los que habitamos el planeta. A la crisis sanitaria, se suma un marco de incertidumbre que afecta a todos los rubros de la vida. El virus ha sido amplificador o detonador de muchas otras pandemias: crisis económicas, sociales, medioambientales, culturales y políticas; muchas de ellas también sin precedentes. Algunas ya estaban aquí, pero rehusábamos verlas.
En esta coyuntura de instituciones multilaterales diezmadas y desprestigiadas, la COVID-19 ha hecho que primen las agendas domésticas, las retóricas proteccionistas, de cierre y aislamiento, cuando no el negacionismo. El control de fronteras y de la movilidad, la seguridad y el proteccionismo económico han recobrado vigor, situando el rol de los gobiernos nacionales en primera línea, en detrimento de los mecanismos supranacionales y de integración en todas las regiones del mundo.
En el mundo marcado por la COVID-19, la denominada diplomacia municipal, o acción internacional de las ciudades, ha mostrado un gran dinamismo, convirtiéndose en el engranaje de una solidaridad —interesada y necesaria— expresada en forma de transferencia de soluciones y conocimiento.
Como contrapunto, las autoridades que gobiernan algunas de las principales ciudades del mundo han apostado por las relaciones internacionales como eje articulador de sus esfuerzos por definir soluciones efectivas a los desafíos planteados por la pandemia. La de la COVID-19 ha sido una crisis eminentemente urbana y los desafíos que han tenido que abordar las ciudades, sus gobiernos y los actores que operan en ellas, han sido críticos para la ciudadanía. Compartir soluciones ha sido clave para abordar cuestiones tan relevantes como la movilidad, la gestión del espacio público, el teletrabajo, la educación a distancia o la atención a los sectores de la sociedad más desfavorecidos y vulnerables. Más allá del intercambio, la diplomacia entre las ciudades se convirtió rápidamente en un instrumento de inteligencia y mapeo de acciones efectivas, acelerando las respuestas desde el nivel local y aprendiendo juntos a base de aciertos y errores. Esta realidad nos invita a repensar y resignificar el concepto de territorio. Las ciudades —grandes e intermedias— como centros de concentración demográfica, son la clave: mientras que la crisis sanitaria ha potenciado muchas de las patologías y carencias de la vida humana que ya conocíamos, las urbes se perfilan hoy como el elemento transformador que devuelva el timón de mando al territorio. El territorio se vuelve hoy la materia prima del nuevo tejido con el que se reconstruirá el futuro, debido a que cada vez más será imposible concebir un territorio aislado, incomunicado o impermeable a lo que pase en el «resto del mundo». La premisa no es otra que la llegada de un nuevo paradigma: el mundo del mañana será el mundo de los territorios globales.
Y uno de los instrumentos más potentes para hacer que esa transformación ocurra de forma positiva es la cooperación. Desde hace décadas, la cooperación entre ciudades y territorios venía demostrando que juntos, unidas, las sociedades somos realmente capaces de enfrentar amenazas y encontrar respuestas a problemas a partir del intercambio de experiencias y conocimiento. La cooperación ha sido sin duda uno de los elementos más valiosos de nuestra humanidad para alcanzar el progreso junto al espíritu de colaboración, sabiduría, creatividad, generosidad y unidad que potencia sinergias entre cientos de millones de personas.
Desde el inicio de la pandemia, los encuentros digitales entre los alcaldes y autoridades de Buenos Aires con Bogotá, de Belo Horizonte con Quito o de Montevideo con Ciudad de México, y de todos ellos con París, Barcelona, Seúl o Montreal, por poner algunos ejemplos, han sido constantes. La actividad bilateral entre ciudades se ha visto complementada por el dinamismo de algunas de las redes de ciudades y territorios que operan a nivel regional y temático, como son ICLEI (Gobiernos Locales por la Sostenibilidad) América del Sur, Mercociudades o la Alianza Eurolatinoamericana de cooperación entre ciudades (ALLAs). Quienes, junto con aliados globales como Ciudades y Gobiernos Locales (CGLU) o la organización mundial Metrópolis, han impulsado iniciativas tan relevantes como la plataforma Ciudades para la Salud Global, en la que más de 100 autoridades municipales de 34 países han compartido más de 650 proyectos concretos sobre cómo hacer frente a la COVID-19.
La diplomacia contemporánea emerge como un instrumento que ya no es exclusivo del estado-nación: los gobiernos locales asumen un nuevo protagonismo. Las funciones tradicionales de la diplomacia, a saber, representación, negociación y comunicación, se aplican a la acción internacional de ciudades y regiones en defensa de sus intereses. Y la cooperación es, por lo tanto, una manera potente de aplicación de la diplomacia de las ciudades para hacer frente a los viejos desafíos que siguen por resolver, y frente al contexto pandémico vigente.
La eficacia de esta cooperación ha hecho que la mirada de las ciudades vaya más allá de la respuesta sanitaria y se prepare para anticipar las respuestas al escenario de crisis socioeconómica en el que la pandemia ha sumido a todo el mundo.
Más allá del intercambio, la diplomacia entre las ciudades se convirtió rápidamente en un instrumento de inteligencia y mapeo de acciones efectivas, acelerando las respuestas desde el nivel local y aprendiendo juntos a base de aciertos y errores.
Abordar la complejidad de dichos desafíos de manera aislada no es una opción viable. Cuando cooperamos somos capaces de dar lo mejor de nuestra humanidad compartida. La pandemia ha dejado clara la importancia de tejer alianzas entre ciudades y de avanzar en una lógica colaborativa con otros actores transnacionales, gubernamentales o privados. Plataformas como la Red de Ciudades Resilientes o la red de ciudades por el cambio climático C40, que reúnen a ciudades con organizaciones internacionales, fundaciones filantrópicas, empresas, organizaciones de la sociedad civil o universidades y centros de investigación, están mostrando una eficacia relevante poniendo soluciones e innovaciones al alcance de las autoridades locales.
Vemos todos los días cómo, a pesar de la amenaza de la enfermedad, los confinamientos y las consecuencias de esta crisis, surgen a nivel comunitario preciadas expresiones de solidaridad. La solidaridad de hoy no es solo aquella que se construye alrededor del estado, de lo público, que nos protege de los riesgos, la enfermedad o el desempleo. La solidaridad que vivimos también es la interpersonal, en la familia, entre vecinos, entre amigos y, cada vez más, entre territorios; a través del asociacionismo, el mutualismo y el cooperativismo, que permiten movilizarse para asegurar las necesidades básicas de los más débiles.
Y lo vemos en la escena local desde el mosaico ciudadano compuesto por las redes de apoyo mutuo, redes vecinales, asociaciones de barrio que se organizan y dan respuesta a las urgencias inmediatas del cuidado, atendiendo las necesidades básicas y de alimento de los más vulnerables, atendiendo a los mayores, a las personas que viven en soledad, o compartiendo producciones culturales y artísticas a través de las redes sociales para hacer más llevadera esta situación.
Desde esta misma lógica, teniendo en cuenta otros efectos de la pandemia, también las ciudades han tomado el protagonismo en promover y reforzar respuestas inspiradoras a los conflictos urbanos para hacer frente a la profunda lacra que significan las violencias urbanas en términos de pérdida de vidas humanas. Este ejemplo lo encontramos a través del Foro mundial sobre ciudades y territorios de paz, donde actualmente, con el liderazgo de la Ciudad de México, se está promoviendo una llamada a todas las ciudades del mundo para compartir esfuerzos conjuntos en la elaboración de políticas que mejoren la convivencia y que aborden directamente la violencia para reducirla.
La respuesta a la COVID-19 nos deja una lección clara: habremos de adoptar el principio de convivencia como nuevo paradigma de gestión urbana. Defender lo público y trabajar por lo común es quizás la lección más importante del momento. Tenemos la oportunidad de redefinir modelos de vida que van más allá de lo productivo. Repensar la ciudad situando la emergencia social y la obligada transición ecológica, es a la vez un desafío y una oportunidad para las ciudades. Avanzar hacia modelos de múltiples centralidades está en la base, por ejemplo, del Plan de Ordenación Territorial que está impulsando Bogotá para aplicar la innovadora ciudad de los 15 minutos desarrollada en París; o la experiencia transformadora de «supermanzanas» de Barcelona para incrementar el espacio verde y peatonal en el entramado urbano. Apostar por la densidad, asegurar el acceso a los servicios básicos, a la vivienda, a la salud, a la educación y al trabajo, y hacerlo con sistemas de movilidad que primen al peatón y a los vehículos no contaminantes y en espacios públicos amigables y seguros; se ha convertido hoy en el modelo prioritario a seguir para muchas ciudades, que hasta hace pocos meses se situaban exactamente en las antípodas de este modelo de urbanización.
Por tanto, las ciudades son conscientes de que deben establecer nuevos caminos en la reconstrucción tras la pandemia, teniendo en cuenta que muchas amenazas a la seguridad humana no son fenómenos aislados geográficamente, sino que rebasan las fronteras nacionales alcanzando dimensiones internacionales.
Por tanto, tenemos una oportunidad para consolidar una nueva manera de gestión del territorio. Los gobiernos locales están tomando el relevo en la gestión de la pandemia, pero se necesita más financiación y nuevos sistemas de gobernanza. Estamos entrando en una espiral sin precedentes de aumento del gasto público y reducción de ingresos, que significa un enorme aumento del déficit público e incremento de la deuda. Por ende, la respuesta ha de ser una fiscalidad progresiva que permita reducir las desigualdades generadas y no perder la senda de la transición ecológica iniciada por las ciudades. Hoy vivimos en un mundo más rico, pero también más desigual que nunca. Se están negando los derechos sociales y económicos a demasiadas personas en todo el mundo, incluidos los 800 millones que aún viven en la pobreza extrema —y los más de 400 millones que se suman a este grupo por los efectos de la COVID-19, como señala la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Las ciudades, en un contexto de escasez de recursos, tendrán que priorizar el gasto para garantizar la continuidad de los servicios públicos durante la crisis y reanudar rápidamente el funcionamiento regular de la economía una vez que la COVID-19 esté bajo control. Sin apoyo financiero adecuado, dirigido a preservar y crear empleos y restaurar la producción, en un marco de transición ecológica; será difícil no retroceder en los niveles de bienestar alcanzados. Además, no podremos avanzar sin afrontar con claridad el tema de la distribución de la riqueza en un contexto de escasez de recursos y shock de la economía y del empleo.
Por tanto, las ciudades son conscientes de que deben establecer nuevos caminos en la reconstrucción tras la pandemia, teniendo en cuenta que muchas amenazas a la seguridad humana no son fenómenos aislados geográficamente, sino que rebasan las fronteras nacionales alcanzando dimensiones internacionales. Incorporar la dimensión internacional a la gestión local a través de la coherencia de políticas es una manera de mitigar los efectos de la crisis, acelerar y legitimar la toma de decisiones, incorporar saberes de otros y favorecer la inteligencia colectiva; aumentando la eficiencia y ajustando los servicios públicos a directrices globales. La propuesta trata, por tanto, de luchar contra las desigualdades sociales, abordando la digitalización y el uso de tecnologías en las ciudades, mejorando la convivencia urbana, apostando por la resiliencia y la transición ecológica, entre tantos otros temas y posibilidades de acción desde lo local.
El multilateralismo de los estados-nación, tan importante para lograr la paz y la cooperación entre países después de las dos guerras mundiales del siglo XX, pierde hoy vigencia. La pandemia ha demostrado que la diplomacia tradicional, la de la geopolítica y los intereses nacionales, no ha sido capaz de otorgar respuestas inmediatas y eficaces a las necesidades de los vecinos, de las familias, los jóvenes, niños, niñas y adultos mayores, que requieren resolver su día a día sin demora. Además, esta gran crisis se produce en un mundo digital y de datos, de big data, donde los grupos más vulnerables —los migrantes, la gente hacinada, la gente mayor en las residencias, gente sin acceso internet…— quedan fuera del radar de las políticas nacionales. Son los gobiernos locales los que pueden pensar y atender a los grupos y gente vulnerable.
La cercanía del gobierno local, su anclaje territorial y su conocimiento de las necesidades apremiantes de la población le proporcionan una ventaja comparativa sin parangón. Esta característica, junto al desarrollo de estrategias de internacionalización bien definidas —estrategias basadas en alianzas robustas y diversas, que sitúan el conocimiento, la experiencia y la innovación social en el centro—, abre el camino a una nueva generación de liderazgos locales que serán clave para el futuro. Y, en este sentido, las grandes ciudades y sus responsables políticos —que ya vienen colaborando con sus homólogos de todo el mundo—, han de incorporar en esta cooperación a ciudades medias y pequeñas de su entorno.
La pandemia y su impacto urbano abre así la puerta al mundo de las ciudades, creando, quizás, el germen de un futuro orden global. Esto implica escuchar globalmente la voz de las ciudades y de los gobiernos locales en la búsqueda de soluciones, para repensar cómo vivimos.
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