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Antonio Penedo Picos

1. De la continuidad a los saltos: introduciendo el sujeto digital
Que los lenguajes electrónicos provocarán irreversiblemente el surgimiento de una nueva sociedad es algo que apenas merece ya ser enunciado. Pero que el cambio consista en la sustitución de un modelo comunicativo oralescrito por otro audiovisual no es sino un falso debate que aún no está bien emplazado. Si algo va a ocasionar la nueva era digital es la preeminencia definitiva de los procedimientos verbales como competencias inexcusables que deberá manejar el sujeto tecnologizado de un futuro que es (ya) presente.
Pensemos, si no, en la progresión de unidades de medida para cifrar nuestra evolución como especie: millones de años para el estadio homínido; ya sólo cientos de miles para su conversión en homo sapiens; finalmente apenas decenas de miles para la culminación en homo sapiens sapiens hasta llegar al disparadero de la aceleración filogenética que fue el paleolítico y después la revolución neolítica. ¿Qué ha pasado para sustituir una dinámica gradualista por otra saltacionista? Estamos ante uno de los casos que Stephen Jay Gould llamaría «puntuado», porque entre la larga fase A (millones) y las más desproporcionadamente breves C, D, E y F (a cada cual más veloz) no hay casi solución de continuidad. La primera aún se vincula con la lentitud de millones y millones de años por la cual pasamos de seres anfibios y reptiles a mamíferos; pero casi de repente (a efectos de cronología biogenética) nos volvimos seres humanos. ¿Qué debió de haber pasado? Pues precisamente que pasamos de unas habilidades sólo audiovisuales a otras verbales, en su vertiente oral y paraescrita. Es el surgimiento del lenguaje, la invención de la morfología y la sintaxis y la capacidad de ensamblar tales piezas en amplios párrafos lo que propició la por entonces nueva sociedad humana. Fue, en resumidas cuentas, la capacidad simbólica del cerebro lo que turboanimó a nuestra anatomía a expansionarse por la naturaleza y saber cómo apropiársela. Lo que explica el nacimiento de la especie humana no es la capacidad de ver u oír el entorno sino de poder pronunciarlo. Fue el paso de una protocultura audiovisual a otra oralescrita e icónica la que nos ha traído hasta aquí. No hay sentencia más desatinada que la que dice que una imagen vale más que mil palabras. Si tal cosa ocurre es porque hay primero mil palabras para darle toda su significación y porque, en todo caso, es siempre el bucle de retroalimentación signo- imagen lo que guía nuestra evolución.
Observemos que la última unidad de medición ya no es ‘decenas de miles’ sino «décadas» (muy pocas, por cierto) y que en ellas se está decidiendo el nuevo sujeto de la era digital. Nos encontramos, y esto es cierto, ante un nuevo estadio en la evolución de la humanidad cuyas posibilidades apenas podemos entrever. Pero aún no existe tal sujeto: cualquiera de nosotros es todavía un individuo semiohíbrido. Las nuevas tecnologías y sus nuevos códigos de comunicación no son nada sin los precedentes y es en este punto donde conviene volver a insistir para deshacer (por cancelación) el pretendido debate entre lo clásico y lo audiovisual. Si éste puede avanzar es porque está siendo tutelado por aquél y porque la persona que lo transita ha sido educada en las codificaciones anteriores: no hay oposición ni sustitución, sino transitividad e integración. Todavía los modelos escolares y universitarios, las consignas sociales y las dinámicas grupales deben su rección a parámetros no-digitales y esta pervivencia es la que facilita la digitalización de la sociedad. El futuro que se está diseñando no es nada sin la presencia en quienes lo traman de todo aquello que pareciera que hay que abandonar. Cuanto más se progresa en la epifanía electrónica más se infiltra en la red lo (aún no) pretérito.
Y ocurre que las cosas se complicarán todavía más cuando se alcance ese posible estadio evolutivo a que nos conducirán las nuevas tecnologías. Será entonces cuando el protagonismo de la entidad llamada ‘párrafo’ decidirá quién está sintonizado o no con la nueva realidad. Será entonces cuando lo verbal se desentrañe como lo verdaderamente transfuturo o por mejor decir omniactual. Lo que ocurrirá entonces es que al fin se comprenderá que sin capacidad interpretativa de los fenómenos mediante los signos no podrá haber comunidad. O dicho más brevemente: la comunidad digital no podrá ser agramatical. Hemos evolucionado como seres humanos porque nuestro cerebro computó el mundo mediante signos y cuanto más aprendió a hacerlo explosionando sus sinapsis más aceleró el espacio y el tiempo de sus genes. Sin lenguaje no somos humanos y no va a haber ningún mundo transhumano que no sea un mundo sígnico. El disparadero electrónico no nos va a apartar de la gramática sino que la va a radicalizar. Un sujeto sin gramática no podrá ser un sujeto digital.
2. La prevalencia analógica en un doble paréntesis histórico
Décadas, según se ve, es la última unidad del proceso evolutivo. Todavía hasta la Segunda Guerra Mundial había escandalosas bolsas de analfabetismo en las tierras de Europa y todavía importantes colectivos tenían sólo disponible la opción audiovisual de comprensión del mundo. La superación de la posguerra se salda con una escolarización masiva de las personas, la instauración del Estado del bienestar y la democratización de los signos: ésas son las causas analógicas que permiten nuestra era digital. Volvemos a repetirlo: el gran salto biológico de la especie humana, respecto a todas sus anteriores fases homínidas, ocurrió por la incorporación del lenguaje a nuestro organismo; el último gran paso digital que apenas estamos pergeñando ha ocurrido por la democratización global de aquel proceso en su consolidación grafemática. Sin el dominio de la gramática no puede haber progresión audiovisual. Las nuevas demandas tecnológicas son la resultante de un nuevo tipo de población que podemos enmarcar en dos propuestas parentéticas y una incisión entre ellas.
El primer paréntesis se abre en 1945 y se cierra en 1989 y puede resumirse con esta etiqueta: experimentación y cierre del modelo de representación parlamentaria del capitalismo contemporáneo. Durante esas décadas se ensayó la creencia de que era posible un acceso colectivo al poder, un control del mismo por vía electoral y una suerte de fe laica en que había una comunión entre representante y representado. Tal modelo acabó con la caída del Muro de Berlín, en tanto su derribo supuso el fin de toda posibilidad de que el modelo del bloque opuesto amenazase alguna vez con ser praxis política y/o económica en Occidente. Pues bien, ocurrió que al caer una de las dos piezas de la antinomia que mantenía definido el sistema (capitalismo vs. comunismo) la otra dejó de ser una opción parcial y empezó a circular con un nuevo nombre: sentido común. Desde 1989 los criterios de gobernabilidad (y control de la misma) en Europa, así como las directrices socioeconómicas a las que se emparejaban empezaron a dejar de percibirse como construcciones culturales y pasaron a suplantar la realidad. Surgió así la década de los noventa cuya consigna máxima, fomentada por la empresa y la banca (y consentida si no abiertamente aplaudida por los gobiernos) fue la de la «desregularización» y «autogestión» de los mercados.
No es sólo que la desregulación y autogestión de los mercados emprendida en los años noventa haya provocado tantos desniveles de crecimiento en el planeta y que haya introducido la pobreza en los foros donde decía ejercer su maestría, sino que para todos y cada uno de nosotros la realidad a que nos ha llevado no podrá ser organizada con sus concepciones de lo humano y lo real.
El segundo paréntesis se abre en mayo de 1968 y se cierra en septiembre de 2001 y su definición todavía es más sencilla: límites de la posmodernidad. Tras la refundación del sistema a principios de los cincuenta y su verificación en los sesenta se evidenció —ya antes de que estos acabasen— que las nuevas generaciones no se reconocían en el modelo y que querían conculcar la referencia. Porque eso ha sido la posmodernidad: una reflexión sobre el fenómeno y su referencia y la sospecha radical en cualquier confianza que viniese mediatizada por la cultura. Tal proceso de metavida se acabó bruscamente con la herida simbólica (y bien carnal también) del atentado a las Torres Gemelas, en que la globalización nos estalló en la cara y nos hizo saber que ese etnocentrismo que la posmodernidad había desenmascarado efectivamente ya no regía a solas los destinos del mundo. Se abrió algo nuevo cuyo nombre todavía está por poner.
Queda entonces la incisión entre estas dos secuencias (capitalismo y posmodernidad) de una tercera fecha cuyo alcance apenas comienza: 1995. En ese año se democratizó la posibilidad de Internet y es con esta fecha con la que queremos reescribir la tonalidad de los paréntesis anteriores mediante esta tesis: Las fechas 1989 y 2001 son los términos de llegada de unos modelos de crecimiento y desarrollo que nos han traído hasta aquí pero que ya no pueden prolongar más su rendimiento. De todos es sabido el descrédito que tienen actualmente nuestros regímenes parlamentarios y la desvinculación creciente entre ciudadano y político; de todos también es sabido que ya no podemos ir más allá en la sospecha de la sospecha sobre que sea o deje de ser la realidad. El doble cierre de paréntesis que proponemos es también la doble culminación de dos fases que quizás hubiesen dejado los solares de Occidente en una situación agónica de no ser por esa cuña del nacimiento de Internet y que ha permitido la expansión de la sociedad y cultura digitales. La vía electrónica ha sido la que ha venido a redimir (si queremos introducir cierta mentalidad salvífica) el colapso a que quizás hubiesen llegado nuestras sociedades tras el doble proyecto puesto en marcha tras la Segunda Guerra Mundial. Si no hubiesen nacido las páginas web, los blogs, las redes sociales, los chats y el email, si los canales electrónicos no hubiesen permitido una comunicación potencialmente masiva entre ciudadanos no sabemos cómo hubiésemos desbloqueado esa falta de diálogo por cansancio y desconfianza en los medios clásicos de circulación de ideas y de acciones. Lo que queremos afirmar es que el ciberespacio ha asumido ya parte de las funciones de regulación, gestión e intervención sociales que hasta ahora desempeñaba la vía parlamentaria, la municipal y en general la gubernamental del tipo que sea. Lo que también queremos afirmar es que ese recelo tan posmoderno hacia la realidad y que nunca se quiso que nos condujese al nihilismo se ha oxigenado mediante los lenguajes electrónicos permitiendo que la sospecha se convierta en seguimiento, la suspicacia en propuesta y la desjerarquización en libertarismo digital.
Es el año 1995 el que reorganiza la dimensión agónica de los paréntesis que cierran el ensayismo de la segunda parte del siglo XX. Menos mal que el mundo de lo virtual vino en nuestro socorro para hacer más transitable el real. Pues bien, lo que queríamos sostener desde el principio es que si se ha dado la feliz posibilidad de salir de ambos paréntesis es porque la realidad analógica que se fraguó en ellos posibilitó la transmutación de la misma cuando se dio el momento. Y es aquí donde volvemos a insistir en el falso debate de una cultura y modelo digital que creyese que puede prescindir de una cultura y modelo analógico. Si está pudiendo producirse el relevo de generaciones y pautas es porque primero hubo una óptima resolución de los que ya empiezan a dejarnos definitivamente. Si pese a todas las objeciones que podamos hacerle a las propuestas iniciadas en 1945 y 1968 respectivamente no reconocemos que gracias al rendimiento de ambas una y otra pueden ser transvaloradas es que no estamos evaluando adecuadamente nuestra evolución. Lo que se produjo en las décadas que comprenden la segunda mitad del siglo pasado es ni más ni menos que la distribución (más o menos) igualitaria del signo lingüístico a todas las capas de la sociedad. La segunda mitad del XX es la consolidación de lo que Yuri Lotman llamaría la semiosfera, es decir, la inserción del ser humano en una esfera de signos y códigos culturales que le garantizan y expanden su supervivencia. Volvemos por tanto a la tesis inicial: no es la cultura digital y los lenguajes electrónicos los que sustituirán la cultura analógica y los lenguajes verbales, sino que éstos –que permitieron salir de la limitación del inicial estadio audiovisual de la humanidad- ahora, nuevamente, tutelarán el nuevo horizonte con que se abre el nuevo milenio tras 2001.
3. Evolución humana y bondad domótica
Lo que ha pasado en la segunda mitad del XX es que se ha expandido como nunca en la historia una «habitabilidad» de la existencia que justo cuando entró en declive (porque su autofascinación la hizo escorarse a lo económico-sólo-económico y la bonanza de su regulación la hizo desentenderse de toda voz crítica) ha podido ser desencallada por el nuevo sujeto que emerge de ella.
Las secuencias antropológicas son las siguientes: trama signobiológica, trama tecnológica y trama cibercultural, en una sociedad de la información (por introducir el marchamo tan analizado por Manuel Castells) que se la va a jugar en un nuevo-viejo entorno y que no es otro sino el cerebral. A todas las fechas hasta ahora dichas podemos incorporar la última (y más aparatosa) y que ratifica las tesis que venimos sosteniendo. La fecha es la de octubre de 2008 y que marcando un desplome de los mercados bursátiles como nunca se había visto tras el crack de 1929 evidencia algo de una trascendencia inusitada: la nueva era digital no puede funcionar con los parámetros socioeconómicos que la han propiciado. No es ya sólo (que también) la reflexión ética de cómo deba ser distribuida la riqueza en el mundo, sino que la persona que aparentemente cae del lado de los beneficios tampoco podrá sobrevivir con las consignas que le han permitido beneficiarse tanto de la situación. Queremos decir que no es sólo que la desregulación y autogestión de los mercados emprendida en los años noventa haya provocado tantos desniveles de crecimiento en el planeta y que haya introducido la pobreza en los foros donde decía ejercer su maestría, sino que para todos y cada uno de nosotros la realidad a que nos ha llevado no podrá ser organizada con sus concepciones de lo humano y lo real.
Por más paradójico que resulte sostendremos que el modelo de crecimiento y desarrollo de los años noventa ha permitido, pese a todo, el nacimiento de una nueva experiencia, la «bondad domótica», cuyo mantenimiento no podrá perpetuarse con los medios con que se ha conseguido. Si volvemos otra vez a la revisión de nuestra filogenia veremos que lo que nos convirtió en humanos fue la posibilidad de hacer instrumentos y que tal posibilidad se aceleró cuando también se inventó el instrumento entre los instrumentos, el signo verbal. El proyecto, por aquel entonces (hablamos de hace treinta o cuarenta mil años atrás) era imponerse a la crudeza de lo natural. La selección natural actuaba en los más elementales índices de subsistencia corporal: sobrevivir a las inclemencias del medio, remontar epidemias y plagas y devorar sin ser devorado. Desde estas premisas ya sabemos que Charles Darwin construyó su teoría de la evolución de las especies y es absolutamente comprensible que su atención se focalizase en la subsistencia de lo somático y sus transformaciones. La capacidad cerebral debía atender a la subsistencia de lo corporal y lo sígnico debía ponerse al servicio de lo somático. Pero en la era digital el razonamiento se invierte: hemos llegado a tal comodidad del vivir, a tal «bondad domótica» y bienestar orgánico que ahora es lo corpóreo lo que posibilita (más bien demanda) una nueva fase de lo mental que aún no hemos previsto bien. Pudiera parecer (quizá hasta ahora ha sido cierto) que el auge de los lenguajes electrónicos se ha efectuado para permitir transacciones comerciales, legislaciones gubernamentales y, en general, organizaciones del tejido socioeconómico. Pero justo porque lo hemos conseguido serán los lenguajes electrónicos los que tengan que llevarnos más lejos del estadio en que ahora estamos, en tanto la domesticación de nuestros entornos va a evidenciar la precariedad del entorno que más nos rige y sobre el que aún no hemos reflexionado bien: nos referimos al entorno cerebral.Si la evolución se aceleró es porque cuando de verdad los humanos nos desarrollamos es cuando sabemos poner en marcha los cien billones de sinapsis de que son capaces nuestras neuronas. No son los brazos y las piernas quienes nos han llevado muy lejos sino el pensar qué podemos hacer o no con nuestros brazos y nuestras piernas. Ahora ya no podemos ir mucho más lejos con nuestro organismo porque el planeta entero está al servicio de nuestro organismo: es la mente la que va a implosionar en la era digital. Y podrá hacerlo porque sabe procesar analógicamente. Aún no se ha caído en la cuenta de qué va a pasar con tantos millones de personas cuya esperanza de vida será de cien años. Nos enfrentamos ante una longevidad de los cuerpos que no tiene aparejada ninguna longevidad de los códigos parangonable. Nos enfrentamos a lo que podríamos considerar como la rotación 40/60, es decir, que llegados a los cuarenta años la persona no estará en el fin de ningún apogeo sino en el inicio de un nuevo macrociclo no previsto de sesenta años. La plenitud de la vida no se alcanzará hasta los cincuenta años y la «adulescencia» se prolongará hasta el final de la treintena. Para tal sorpresa biológica no hay discursos verificados que nos ayuden a dar sentido a nuestras vidas. Como decía Hans Blumenberg, la gente quiere vivir más pero no se pregunta para qué. Pues bien, no será la bondad domótica que decíamos la que de razón a nuestras vidas, sino que al gozar de bondad domótica nuestras vidas deberán encontrar(se) una razón.
Las nuevas tecnologías y el entorno ultradomesticado en que viven millones de seres humanos propiciará que puedan entregarse como nunca a sus pensamientos y a sus sentimientos: ¿Sabrán cómo han de hacerlo? Cuando recurran a los lenguajes electrónicos, ¿sabrán qué quieren codificar y descodificar? Ésta es la clave principal de una poética para la era digital: si la longevidad va a ser de cien años; si los modelos parlamentarios se han mostrado insuficientes para gestionar nuestra sociedad; si los grandes discursos están cuestionados; si pese a todo la comodidad orgánica ha triunfado; si, por encima de todo, la capacidad para acceder y modularse con la información es lo que dará el índice de nuestra libertad… ¿Estamos analógicamente preparados para el mundo digital? ¿Estamos verbalmente facultados para una ciudadanía electrónica? Y la dimensión de la brecha no caerá, como muchos creen, del lado nuevo de la ribera, sino del puerto desde el que se zarpe para navegar. Resulta tan claro que la transformación de lo real se va a producir por tales y cuales medios que no parece caerse en la cuenta de tales hechos requiere un sujeto ajustado con dichos procedimientos. La brecha que abrirá la vía digital no será por el manejo o no de soportes, interfaces y canales, sino por la capacidad para recodificarse con los mensajes transferidos en ellos. El problema será semiótico, no informático. Estamos experimentando una nueva mutación genética de parte de nuestro cerebro porque a él le corresponderá tener previstas las rutas neuronales suficientes para dar cabida a tanto nuevo dato.
Ya sabemos que es más que discutible si la evolución camina hacia estadios mejores o peores, pero lo que debiera estar claro es que marcha hacia la emergencia de novedades complejas. Pues bien, pareciera que aquellos sujetos que tengan poder adquisitivo para procurarse tal o cual opción tecnológica y estén facultados para activarla serán los nuevos actores del cambio: no necesariamente. El nacimiento de nuevos modos de riqueza promueve también el nacimiento de nuevos tipos de pobreza. Y la pobreza que está por venir, la que está aquí ya, es una pobreza que podríamos llamar «pobreza semiótica», entendida como la que padecerán aquellas personas incapaces de entender qué está pasando en su entorno vital. Y tal incapacidad no dependerá necesariamente de los índices de renta o de bienes inmuebles y bancarios, sino de la dificultad para saber qué mensajes hay que procesar y cuales no, cómo han de integrarse en unidades mayores de comprensión y, sobre todo, qué proacción han de desencadenar en nosotros.
4. Una brecha que no es solo digital
La era digital requerirá como nunca sujetos de párrafo articulado, coherente y ensamblado, en unidades secuenciadas y no sólo yuxtapuestas, capaces de comprensión oral y escrita y de posibilidad de volcado de las mismas en la red. Los nuevos lenguajes electrónicos marcarán aún más la diferencia de aquellas personas que sólo tienen un nivel de subsistencia sígnica y aquellas otras que gozan de creatividad sígnica. Porque el cierre de los paréntesis antes mencionados (fin de un modelo de gestión económico y político así como de un modelo de valores socioculturales) ha sido reactivado por la incisión de Internet en 1995 y la globalización de la semiosfera que ello supone. Serán (son ya) los lenguajes electrónicos y desde ellos desde donde se van a construir paradigmas de sociedad más interconectados y más reacios al control jerárquico. Pero para que tal opción pueda pervivir debemos tener sujetos plenamente alfabetizados y activamente gramaticales, con capacidad de comprensión y síntesis, transmisión y generación de alternativas. Se comprenderá la relevancia que los modelos educativos tienen en tal coyuntura. Y aquí nos encontramos con la verdadera brecha entre los mundos del ayer y los del mañana. Hay tanta preocupación por controlar la brecha digital que no se percibe la fisura analógica que está provocando el cibermundo. Lo que queremos decir es que la enseñanza primaria y secundaria, así como también la del bachillerato y la universidad basan su actualización en la dotación de medios nuevos y la conexión entre saberes y mercado de trabajo, cuando lo primero que debieran administrar es la relación entre pautas de docencia y foros de ciudadanía. Lo que más se está primando es la especialización de las personas para que puedan cubrir las demandas laborales de una sociedad de la investigación y del desarrollo. Pero no parece percibirse que si bien los trabajadores pueden ser especializados, el ciudadano del futuro será todo menos sectorial.
La brecha que se está fraguando consiste en escindir como nunca al sujeto laboral de la persona real. Al primero se le pide (realmente se le exige) un conocimiento en profundidad de sólo la materia en que sea productivo mientras que al segundo nadie parece demandarle (aconsejarle, sería aquí el caso) nada. Periódicamente oímos las cifras de la Organización Mundial de la Salud sobre el aumento de enfermedades mentales no ya sólo en el mundo civilizado sino en el planeta en general. ¿Creemos que es sólo el umbral económico el que determina los porcentajes? ¿Y si empezamos a pensar que puede también ser lo contrario? Y es aquí donde vuelve a entrar la preminencia de los lenguajes electrónicos y la naciente cibercultura digital. Lo que va a pasar en las próximas décadas es que dicha expansión de mensajes y foros someterá a nuestros cerebros a tal apelación límbica que sólo quienes sepan autopropiciarse un drenaje sígnico podrán vivir eficazmente en el nuevo mundo. La evolución humana se aceleró por el desarrollo mental y la evolución humana puede entrar en recesión por la inhabilidad mental. El nuevo darwinismo ya no va ser el de un ser vivo que tenga que poner en juego su capacidad muscular y ósea sino que consiga controlar en todo momento sus procesos cerebrales. El entorno no será de animales predadores o hambrunas y enfermedades sino de medios y más medios de comunicación entrando en nuestras vidas desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Sólo se solucionará la pretendida brecha digital desde un buen adiestramiento analógico.
Ésta es la clave principal de una poética para la era digital: si la longevidad va a ser de cien años; si los modelos parlamentarios se han mostrado insuficientes para gestionar nuestra sociedad; si los grandes discursos están cuestionados; si pese a todo la comodidad orgánica ha triunfado; si, por encima de todo, la capacidad para acceder y modularse con la información es lo que dará el índice de nuestra libertad… ¿Estamos analógicamente preparados para el mundo digital?
Por supuesto todo lo anteriormente descrito rige para los habitantes del primer y segundo mundos. Los países civilizados y las sociedades emergentes tendrán que ajustar su educación con su producción y ambas con la información sobre ellas. Pero también sabemos que el Tercer Mundo es más tercero que nunca porque no sólo no podrá sincronizarse con los dos anteriores sino que será exterminado por la dinámica imparable del proceso. Es aquí donde hay que insertar la pieza que falta —y que ya nunca deberá desvincularse— de cualquier reflexión sobre los lenguajes electrónicos: la nueva bioética del tercer milenio. Sin un discurso y sus acciones concretas en espacio y tiempo reales en que el sujeto digital se sienta involucrado en la gestión global del planeta desde criterios de solidaridad y participación no será posible ningún futuro ni siquiera a medio plazo. Agradezcamos otra vez a la fecha de 1995 la capacidad de desbloquear lo que ya no se podía hacer mediante los ejes 1945-1989 ni 1968-2001. No parece que el foro parlamentario ni grupal entendido como entonces hayan querido, podido o sabido dar cuenta de los desajustes entre sociedades en nuestro planeta. Si algo define las últimas décadas del siglo XX es una espiral asociacionista y alterorganizativa como nunca se ha visto en la historia de la humanidad. Y ni que decir tiene que sin la existencia de la tecnología digital y los lenguajes electrónicos jamás hubiesen podido coordinarse con la velocidad y eficacia con que en general lo han hecho. Quién iba a decir que el cibermundo fuese el mundo que cambiase realmente nuestro mundo. Nos encontramos ante una alianza entre tecnología y ética que no se había experimentado hasta ahora, si reconocemos que las dos revoluciones industriales del siglo XIX pivotaron antes sobre la dominación y el capital que sobre la solidaridad y el reparto. Pero volvemos a repetirlo: si el nuevo tecnomundo puede actuar como lo hace es porque la velocidad de transmisión de las consignas viene estimulada por el entrenamiento ético de tantos siglos de sujetos logosígnicos que ahora al fin pueden diseminarse exponencialmente por la Red.
5. La poética para la era digital en los tiempos de crisis
Con permiso de Voltaire y aun a riesgo de ser cándidos juguemos a ser Leibniz e imaginemos el mejor de los mundos posibles: cada vez más millones de seres humanos cuya longevidad aumenta de generación en generación y en un escenario de clima cálido que se desertifica cada vez más mientras es expoliado en sus recursos naturales. Convivirán la dificultad de autorregeneración con la demanda de expansión y convivirá también la posibilidad domótica de la vida con la perplejidad por el sentido de la misma. Quizá después de todo no hemos pecado de tanta inocencia a la vez que hemos esquivado la inminencia apocalíptica. He aquí la última clave que se deberá articular mediante procedimientos electrónicos en la nueva semiosfera digital: participación mediante la información. Mientras vivimos el idilio de las opciones habremos de ir sabiendo que hay una que ya no podemos clicar, una que no está prevista en el sistema: «no saber», «no actuar». Lo que parece que ya no esperamos por vía parlamentaria, lo que parece que ya no creemos por vía teológica aparecerá reseteado por vía informática en programas actualizados de biofilia y cooperación. La poética para la era digital convertirá el dominio de lo virtual inocuo en transformación de lo real trascendente. Éste va a ser de verdad el paso de la sociedad sólida a la sociedad líquida y no la resolución que actualmente diagnostica Zygmund Bauman. No se trata de restarle credibilidad a sus dictámenes, pero la parcialidad de individuo asustado con que los teje no ayuda en nada a generar soluciones imaginativas a los nuevos colectivos de la era digital. Pensar que lo líquido es inconsistente por contraste con lo sólido afirmativo es olvidar que éste último también puede ser entendido como inamovible y autoritario mientras aquél puede ser reformulado como maleable y adaptativo. Lo líquido puede ser también lo libertario y puede ser también lo comprensivo, lo dúctil y flexible. Tendría razón nuestro sociólogo si la desmantelación de la sociedad del bienestar sólo va a acabar en un relativismo desmembrado sin criterio ni razón. La lucidez con que analiza muchos males de nuestro presente no se empareja con la capacidad de ver ningún futuro ni con el mínimo alarde de todo analista en el intento de prever bondades futuras tras la crisis de un sistema. Nos encontramos ante una encrucijada innegociable: el cambio climático y la refundación del sistema económico. Pero tales cosas no son buenas ni malas noticias, evangelio o disangelio aún. Todo depende de cómo vertebremos el nuevo esqueleto del nuevo homo sapiens sapiens a quien habría ya que adjuntarle el membrete digitalis. La inminencia del cambio atmosférico mira por dónde coincide con la inminencia también del cambio semiosférico. Habrá que sincronizar definitivamente ambos y tal gesta, si queremos recuperar un léxico y emotividad épicas en tiempos seglares, sólo podrá hacerse por vía tecnocodificada.
Estamos en crisis, sin duda, en la mayor crisis que ha experimentado la humanidad en los últimos siglos y a punto de despegar a la mayor revolución acontecida desde la prehistoria. Pero no olvidemos que crisis es el sustantivo del verbo griego «krinein» que en verdad quiere decir juzgar, evaluar y decidir. ¿Qué hay que elegir y qué tienen que ver los lenguajes electrónicos en ello? Habrá que elegir como se pasa de la sociedad sólida del dogma a la sociedad líquida del convenio; de la comunidad de la coerción a la sociedad del acuerdo. ¿Cómo se podrá ejecutar tal comando? Mediante una buena fórmula analógica que mande copia a todas las terminales digitales.
Las nuevas tecnologías tendrán todo el papel que quieran en la articulación de las futuras sociedades laicas. Habrá que hacer compatible, por cierto, la espiritualidad particular de cada individuo (si la hubiere) con el establecimiento de un ágora no teológica donde nunca jamás un credo concreto circunde las conciencias de los ciudadanos. Habrá que ver cómo pasamos de las antiguas teogonías antropomórficas a las nuevas cosmogonías científicas de las ciencias actuales. Lo que antes se llamaba pneuma o spiritus ahora vendrá manifestado mediante los bytes y los bytes de nuestro ordenador. El rostro siempre velado de lo divino se conectará con la interfaz de nuestra pantalla y el tetragrámmaton de Su Nombre se volcará en nuestro software.
La fecha de 2001 como finalización de la posmodernidad no quiere decir en ningún momento triunfo indiscutido de la misma. Todo lo contrario. En los próximos años convendrá reevaluar aquellos años como de necesaria impugnación de lo anticuado y como diseminación incontrolable de experimentalismos antropológicos. Pero ya no estamos en la posmodernidad. Queda ahora saber, tras el interregno comprendido entre 2001 y 2009 cómo va a ser de verdad una sociedad donde la economía de mercado no puede ser, aunque lo pretenda, la rectora de nuestro sentido existencial. Gracias a la crisis de finales de 2009 se han desenmascarado dos cosas: la desregulación no genera riqueza infinita y los mercados no saben autogestionarse. Nos encontramos en una nueva rotación que ha encontrado desprevenidos a muchos, pero que no nos ha hecho sentir así a otros. Hace tiempo que hemos sabido dónde va a radicar la riqueza del tercer milenio: en la posesión e intercambio de información; en la consecución y asimilación de signos. Porque hace tiempo (y gracias a la relevancia de la informática, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías) que nos hemos apercibido de lo que de verdad hay todavía que desarrollar: el cerebro y cómo puede éste procesar en función de lo bien configurada que tenga su mente. La siguiente frontera será psíquica y está dentro de nosotros. Ella será la que se extrovierta y ocasione consecuencias físicas, en nuestra sociedad y en nuestro planeta.
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