Una nueva imaginación política: la creación de utopías realistas (parte II)

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Patricio Cabello | Andrés Lomeña

Dic, 2021
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Nuevos fantasmas arrecian contra el mundo globalizado: la guerra, la inflación y la crisis de suministros son nuevas irritaciones epidérmicas de un sistema que falla en su interior. Si hay algo que parece atar a todos estos eventos es la compleja relación entre la energía necesaria para sobrevivir, y la energía que amenaza con destruir el planeta. Para la profesora de economía política Helen Thompson la raíz de la insegura y conflictiva realidad que vivimos está en el petróleo, fuente de energía que explica satisfactoriamente las fricciones que se dan entre política interior, geopolítica y economía. La seguridad y la dependencia energéticas componen la vieja balanza del mundo que ahora se muestra en su cruda desnudez. Según Thompson, fenómenos como la ostpolitik se explican mejor no a partir de la política misma, sino a partir de los nuevos yacimientos que encontró la URSS. Hemos narrado innumerables veces la historia humana y sus desequilibrios de poder sin contar la biografía no humana de aquellos recursos que han condicionado todos los pasos decisivos de las naciones, sus alianzas y sus desencuentros. Ha llegado ese momento.

El petróleo no será el único protagonista de las próximas décadas, sobre todo si se cumplen los pronósticos de los climatólogos en torno al calentamiento global. Los emigrantes ambientales serán solo una anécdota entre las guerras por el agua o las olas de calor que, como ya anticipó el escritor de ciencia-ficción Kim Stanley Robinson, cambiarán su naturaleza, volviéndose mucho más letales y persistentes. De esto el Norte global parecía saber muy poco, hasta ahora. La suave y húmeda brisa, the wind that shakes the barley, que recorría los verdes campos del old country, ahora responden con amarillos y desvitalizados pastizales, como una postal del efecto bumerang del que nos habló Ulrich Beck hace ya más de dos décadas.

Foto_ Tuncay_ CC BY 2.0

En esta coyuntura, no cabe abrazar el desaliento, sino mirar el mundo en toda su complejidad, incluyendo a los actores no humanos en la ecuación (algo que claramente deberíamos haber aprendido con la pandemia de COVID-19). Asimismo, se debe incorporar no ya el consabido contexto histórico a los conflictos bélicos, sino una historia contextualizada a largo plazo, la famosa longue durée, que no puede ser un mero recurso retórico, sino una pieza fundamental para explicar el mundo, como sostiene la historiadora Jo Guldi. Así entenderemos que las luchas por la tierra (revoluciones campesinas, reivindicaciones en torno a la propiedad privada y la vivienda) no distan tanto de la inminente emergencia climática, que es una nueva lucha por La Tierra.

¿Cómo enfrentar entonces estos tiempos sin desesperanza? Para asimilar los largos periodos y los conflictos que tienen lugar en esos grandes islotes de tiempo, necesitamos infraestructuras, concretamente, infraestructuras de la información. La ciencia, los medios de comunicación o la política han de ser elementos coadyuvantes de una nueva ingeniería de la información; consideremos, a modo de ejemplo, el anuncio de DeepMind, la inteligencia artificial de Google, sobre el libre acceso (si es que finalmente es libre, y también gratuito) que otorgará a los investigadores para que analicen las estructuras en 3D recién halladas de casi todas las proteínas del universo. Este hito investigador es una herramienta de construcción de significado y tiene un potencial enorme. Paralelamente, otros sectores de la sociedad necesitan también infraestructuras de la información que sean rigurosas y abiertas. Los medios de comunicación, pese a su supervivencia en el entorno digital, han creado nuevos cercamientos sin haber abordado adecuadamente la falta de credibilidad y la pérdida de confianza que sufren por parte de la ciudadanía (lamentablemente, la posverdad y las fake news sigue siendo noticia). Por último, la política necesita nuevos vehículos de comunicación, una nueva pedagogía, una reformulación de la esfera pública que no reduzca la deliberación pública a las cenizas de la confrontación polarizada y el maniqueísmo.

La política necesita nuevos vehículos de comunicación, una nueva pedagogía, una reformulación de la esfera pública que no reduzca la deliberación pública a las cenizas de la confrontación polarizada y el maniqueísmo.

Todas estas tensiones se retroalimentan y las averías de una parte del sistema se trasladan a otras partes del sistema. Cuando el fallo sistémico es casi total, se llega a conclusiones profundamente reaccionarias, las cuales se han popularizado a través de autores como Jason Brennan y su defensa de una «epistocracia» (el poder de los que saben). Sabemos que las malas soluciones ni siquiera son novedosas: la epistocracia de Brennan se asemeja a una versión estilizada y contemporánea de los valores antidemocráticos de Platón. Insinuar la posibilidad de un voto cualitativo en función del conocimiento es abrir la puerta a una corrupción moral y epistémica, eso por no hablar de fascismo disfrazado de un pueril elitismo pragmático. Lo que ha ocurrido recientemente en Chile con el referéndum para aprobar o rechazar la nueva constitución redactada por 155 personas elegidas popularmente, está muy cerca de esta pesadilla. La propuesta constitucional propone definir un horizonte de derechos, hasta ahora negados y transformados en espacios para la expansión del mercado de la salud, la educación y los ahorros previsionales. Entonces, no solo los usuales defensores de la «libertad» de mercado, sino además intelectuales vinculados supuestamente a sectores progresistas, han salido desde sus sarcófagos para instalar, con enrevesados argumentos, y con el apoyo de todos los medios de comunicación masiva, una imagen apocalíptica del cambio social, donde todas las pesadillas de la clase media se hacen realidad, es decir, la abolición del derecho a la propiedad, la dictadura de los ecologistas y el desabastecimiento.

Ciertamente, la regeneración de la democracia rema contra la corriente; si esta quiere sobrevivir a las injerencias y al asalto (vía lawfare, o por los medios convencionales) de los populismos, ha de reafirmarse en sus principios básicos y abrazar otros afines, como el cosmopolitismo, una idea tan maltratada como la de pacifismo. Hay que rescatar a nuestro léxico (democracia, igualdad, libertad) de sus enemigos, que empobrecen, simplifican, traicionan y vilipendian su sentido, transformando estos pilares fundamentales en artefactos ideológicos.

El presente número de metapolis recoge estas interrogantes, presentándose como una suerte de relato coral sobre los tiempos en los que vivimos, buscando encontrar algunas alternativas, prefigurando o imaginando caminos para la transformación social y la construcción de una nueva democracia.

David Bollier abre este número con una discusión en torno al procomún, uno de esos términos que, como acabamos de mencionar, se han adulterado para beneficio de las élites. Nuevos mundos posibles están en camino de la mano de los bienes comunes y de lo que Bollier denomina un pluriverso de movimientos sociales en busca de alternativas. Las iniciativas devuelven autonomía e independencia a las comunidades: sistemas alimentarios gestionados de otra forma (permacultura, agroecología), creación de espacios públicos, incluso monedas alternativas (que no criptomonedas). Las posibilidades son muchas y todas tienen en común la riqueza de los cuidados, pues ese ha de ser el eje vertebrador de nuestra sociedad: los cuidados. En la línea de lo que ha planteado la economista italiana Mariana Mazzucato, Bollier confía en reconsiderar el valor de las cosas, pues hay elementos de la sociedad que han sido desprovistos de su valor simplemente porque no suponen un alto beneficio económico. El autor nos recuerda la tragedia de los comunes y cómo la economista Elinor Ostrom supo redefinir el problema para no darle unas connotaciones exclusivamente hobbesianas. Por último, Bollier integra los sistemas vivos y la economía del don dentro de su noción de gobernanza, donde es imprescindible la cultura del procomún. La cultura necesita ser cultivada, apoyada, cuidada y también transmitida, como se pretende hacer desde Metápolis.

Foto_ Drew Selby_ CC BY 2.0

Sofía Coca propone un fortalecimiento de la mediación cultural. La plataforma con la que fomenta estos encuentros busca una recodificación de las relaciones sociales, lo que no es incompatible con encontrar un lenguaje común. La mediación es un ejercicio de traducción, y la traducción es imprescindible, siempre y cuando no nos dejemos llevar por el demonio de la automatización y los algoritmos, que suelen venderse como sustitutos hipereficaces de unas profesiones supuestamente superfluas y caducas. Esta mediación cultural tiene fines sociales y gracias a ello se han sabido entender los cambios más importantes del orbe digital. El viejo mantra «se puede hacer cultura libre con software privativo» se ha visto que, en última instancia, es falso. Aquí resuena, una vez más, la sentencia de Audre Lorde: «Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo». La idea de la mediación cultural funciona como un foro abierto de coparticipación y la gran ventaja es que el conocimiento y el aprendizaje dejan de ser unidireccionales. La mediación cultural requiere también de un cuidado constante.

Romualdo Dias renueva el potencial de la imaginación utópica para expandir nuestros horizontes políticos. Solo en la medida en que se sueña, o solo cuando se practica un cierto salto metafísico hacia una imaginación separada del realismo fáctico, el cambio se vuelve posible. Ese cambio puede ser cultural, al modo sesentayochista, o tecnológico (con todas las implicaciones que ello conlleva), o político y social. En cualquiera de los casos, existe una fuerza emancipadora que nace en la trascendencia, en el afuera, y solo entonces se puede proceder a la materialización de la experiencia, o, dicho de otro modo, a la inmanencia. Ciertamente habrá reservas conceptuales por parte de quienes crean en la serendipia o en la preeminencia de lo material, pero los sistemas cognitivos (y los sistemas de pensamiento, los ideales, e incluso las ideologías) marcan una dirección clara y definen un proyecto que pierde relevancia cuando se abandona la utopía por ingenua o por inviable. La esperanza utópica es la de una esencia imposible que se torna realidad. La utopía es, por tanto, una alquimia política que nos enseña lo que a menudo pensamos que no puede ser aprendido. Por eso Romualdo conecta la idea de utopía con la educación, imprescindible en el proceso del despertar de la conciencia a una inmanencia ampliada, es decir, un realismo que se expande hacia lo posible pero aún inexistente.

Apelar a la alegría sincera puede parecer, una vez más, naíf, aunque la esperanza como principio irrenunciable es parte necesaria de la utopía y la utopía es parte de la realidad más prosaica.

Antonio Penedo emprende un viaje fascinante por el otrora ciberespacio para dar con una poética digital que dé cuenta de todas las transformaciones económicas, sociales y políticas que se han producido en las últimas décadas. La empresa no es fácil, máxime cuando el autor intenta integrar argumentos darwinistas y se asoma al vértigo del transhumanismo. Aún está por ver qué cursos seguirá la tecnociencia, la genética y el mejoramiento humano, pero los límites y los avisos de incendios se han puesto aquí en forma de una necesaria alfabetización digital, expresión con la que no se alude a aprender a usar un determinado programa, sino el desarrollo de prácticas digitales activas comprensión y síntesis, transmisión y generación de alternativas. El software que necesitamos es el de los sistemas de signos, una nueva gramática: las formas comunicativas siguen siendo determinantes, aunque creamos haber ido más allá de la aldea global de McLuhan y su idea central de que el medio es el mensaje. El ejercicio semiótico de los progresistas tiene que empezar por una comprensión profunda de las tecnologías que modifican lo que entendemos por conocimiento, comunicación, democracia y vida. No hace falta comulgar con los cyborgs de Donna Haraway para vislumbrar la vorágine en la que estamos inmersos como consecuencia de las numerosas innovaciones tecnológicas.

Mariano Gómez Aranda se atreve a describir cómo la pandemia cambiará el imaginario político del futuro. Para asomarse al futuro, primero hay que acercarse al pasado y Gómez Aranda recuerda la epidemia de Peste Negra para tratar de sacar conclusiones con perspectiva histórica. El texto analiza en profundidad las consideraciones de pensadores de la época como Ibn al-Jatib. El influjo de la teología se mezcló con el conocimiento médico y científico. En el siglo XXI, bien podríamos pensar que nuestras sociedades seculares no han incurrido en errores como los que se narran del siglo XIV. Sin embargo, el negacionismo del virus guarda relación con ciertos postulados religiosos que no han sabido encajar las observaciones y advertencias de los epidemiólogos. En definitiva, tenemos que aprender que las sociedades, incluso las que se consideran laicas o avanzadas, no se han librado del todo de algunas miradas obtusas en contra de la ciencia. Dadas las reflexiones filosóficas de este artículo, se puede decir que quizás el coronavirus sea, después de todo, un problema escolástico donde se pretende armonizar, por difícil que parezca, la razón de la ciencia más vanguardista con la fe religiosa anclada en tiempos precientíficos. De ser así, el regreso imprevisto de la escolástica presagia la vuelta de más problemas que habían periclitado.

Judith Butler y Jean Wyllys culminan este número con un artículo sobre la disidencia solidaria. Este tipo particular de disidencia entronca directamente con la última etapa de Butler, que se ha ocupado del poder de la no violencia. Los autores tienen muy presente el autoritarismo ultraliberal que se ha hecho fuerte en distintos países, así como de la ultraderecha reaccionaria que ve en el movimiento LGTBQ una amenaza para la familia y el nacionalismo. Se pone especial énfasis en los acontecimientos de Brasil, pero también en la acción de individuos que podrían ser tildados de anarco-reaccionarios, como Elon Musk, dispuestos a apoyar golpes de Estado en países dependientes para crear un terreno fértil para sus negocios. Las élites políticas están tratando de derogar algunas leyes para conseguir la restauración del statu quo. Se persigue con fuerza la disidencia política y sexual. El armario vuelve a ser un lugar de encierro y vergüenza. El feminismo inclusivo que se promueve tiene claro que se ocupa del sexo, pero también de la raza o de las fronteras nacionales. El feminismo, al fin y al cabo, defiende a los colectivos más vulnerables. El ejercicio de una ontología excluyente (mujeres trans, etcétera) rompe con los principios de ese feminismo igualitario e integrador. La unidad es el único programa político posible: marxistas, progresistas, feministas, queers, todas esas fuerzas navegan en el mismo barco… o han de hacerlo, porque de lo contrario zozobrarán. Esta llamada desde el feminismo no constituye simplemente una voz disidente para hablar de un núcleo cerrado de temáticas, muchas veces caricaturizadas, sino para relevar la necesidad de centrarnos en cuestiones fundamentales que atañen a los más vulnerados: vivienda, la salud, el trabajo y la seguridad alimentaria.

Foto_ A0chan_ CC BY 2.0

Como conclusión a la selección de este número, sostenemos que el clima de pesimismo generalizado no puede ser paralizante ni debe enterrar los momentos de júbilo que conlleva la transformación real hacia un mundo mejor. Apelar a la alegría sincera puede parecer, una vez más, naíf, aunque la esperanza como principio irrenunciable es parte necesaria de la utopía y la utopía es parte de la realidad más prosaica. Estos seis artículos de metapolis buscan transportarnos hacia ese horizonte de lo posible, demostrando que pese a la inercia de las fuerzas que buscan impedirlo, todavía podemos construir una nueva imaginación política.

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