Un escenario internacional más multipolar pero no más democrático: el (des)orden geopolítico de un mundo en reconfiguración

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Idoia Villanueva
Oct, 2022
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Cuando hablamos de reordenamiento geopolítico nos referimos, en realidad, al colapso del orden internacional surgido tras la caída del muro de Berlín. Si bien la estructura institucional internacional comenzó a edificarse a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial —pongamos las Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional (FMI)—, el fin de la Guerra Fría trajo la hegemonía unipolar estadounidense y su modelo económico neoliberal. Esta hegemonía ha estado sostenida durante décadas por una combinación de lo que Joseph Nye llamó poder duro y poder blando: esto es, a través de intervenciones militares, pero también de relaciones económicas de dependencia y dominación sobre las naciones del denominado Sur global. Asimismo, la extensión del paradigma liberal y su concepto de democracia han sido herramientas necesarias para impulsar diferentes procesos de acumulación —de capital y recursos— en estas naciones, pero también para la creación de un bloque de alianzas que legitimara y reprodujera esta hegemonía —particularmente la alianza transatlántica—.

Ese orden quedaba reflejado tanto en la distribución de poder dentro de las instituciones de gobernanza multilateral como en la selectiva aplicación del derecho internacional, generalmente en favor de los intereses del denominado Norte global. Ejemplo de ello son las escasas iniciativas de rendición de cuentas de los países que conforman el llamado bloque occidental por sus acciones contra el derecho internacional y los derechos humanos. Por tanto, si bien el discurso histórico hegemónico habla de la construcción de este sistema como una victoria de las ideas de la democracia liberal capitalista, existe un elemento de importancia clave para entender la situación de colapso de este sistema en la actualidad, y es la falta de concesiones ideológicas a parte de la población mundial, que vio sus ideas políticas y formas de vida silenciadas en aras de una idea única de democracia y bienestar. De esta forma, la construcción de la paz post-Guerra Fría nunca consideró la necesidad de integrar principios básicos tan reclamados por el movimiento de los no alineados como la no injerencia, especialmente en la capacidad de construir sus propios sistemas democráticos y de organización económica más allá de la idea de democracia liberal capitalista.

Foto_ Alpha Penguin_ CC BY 2.0

Aunque vigente, ese orden se ha visto fuertemente cuestionado por la emergencia en los últimos años de nuevos actores con capacidad de incidir —o competir por una parte de la hegemonía— en un escenario internacional cada vez más multipolar —y no precisamente más democrático—. El resultado es un desorden geopolítico en un sistema-mundo en el que conviven varias arquitecturas del orden unipolar anterior con la emergencia de nuevas potencias mundiales y centros de poder regionales en disputa en muchas zonas del mundo.

El caso más claro es el del ascenso de China, en camino de convertirse en primera economía mundial en los próximos años y, siguiendo la misma senda, también reducir la brecha en potencia tecnológica y militar. Ello ha generado una confrontación entre Estados Unidos (EE.UU.) y China que hoy es estructurante del orden internacional. Pero el apuntalamiento de China como potencia se expresa mucho más allá de estos ámbitos. Así, a grandes proyectos de carácter principalmente económico como la Nueva Ruta de la Seda, se le unen objetivos culturales y diplomáticos, con un liderazgo cada vez más relevante a partir de mediaciones de paz exitosas, como la realizada entre Arabia Saudí y Yemen, o la proposición de otras mediaciones necesarias como en la guerra de Ucrania. Hoy vemos claramente cómo EE.UU. presiona todos los elementos que retardan este crecimiento, principalmente a través de la guerra tecnológica y comercial, pero también de la desestabilización de territorios.

Una de las claves del colapso del sistema liberal capitalista es la falta de concesiones ideológicas a parte de la población mundial, que vio sus ideas políticas y formas de vida silenciadas en aras de una idea única de democracia y bienestar.

Por otro lado, el sistema institucional de gobernanza multilateral encabezado por Naciones Unidas, cuestionado y paralizado por los enfrentamientos desde hace años, ha sido dejado de lado por una creciente hiper bilateralización estatal, por la rivalidad entre EE.UU. y China y por el desplazamiento del derecho internacional y los derechos humanos. El resultado es un sistema de gobernanza multilateral aún menos democrático que afecta a cuestiones tan fundamentales como la resolución dialogada de conflictos o la provisión de bienes públicos globales —lo que impacta de lleno en las posibilidades de desarrollo y de reducción de la pobreza y la desigualdad entre países—.

Pero además, el sistema internacional también se ha visto afectado en este tiempo por la sucesión de crisis globales, que no solo han roto con la eterna promesa de bienestar que está en el centro del contrato social de las democracias liberales, sino que se han llevado por delante todas las certezas, han reabierto fracturas y han generado nuevas tensiones. La crisis financiera de 2008 trajo consigo la crisis del propio modelo neoliberal; la crisis de un sistema que desde los años 80 solo ha servido para enriquecer aún más a las élites económicas y destruir todo atisbo de justicia social y ecológica. Posteriormente, la pandemia de la Covid-19 evidenció nuestra dependencia de la importación de recursos estratégicos y la fragilidad de nuestros sistemas de respuesta, poniendo sobre la mesa la necesidad de dotarnos de nuevos instrumentos y sistemas de cuidado. Más tarde, la guerra en Ucrania ha sacudido el tablero geopolítico, volviendo a traer la amenaza de las armas nucleares al centro de las relaciones internacionales, promoviendo el rearme y la militarización frente a la diplomacia y afianzando dos bloques geopolíticos diferenciados que nos retrotraen al orden bipolar.

Todo ello, en un contexto de emergencia climática y de limitación de recursos esenciales que pone en peligro la supervivencia en los próximos años. Los desastres ambientales ya están teniendo un profundo impacto en la degradación de hábitats naturales en todo el mundo, la expulsión de poblaciones y el aumento de la desigualdad. A ello se suma la multiplicación de conflictos por recursos como el agua, el litio o las materias raras y su impacto en la militarización de territorios y en el aumento de las violaciones de derechos humanos. Pero además, la necesidad de acometer la transición energética nos emplaza, no solo a acelerar la descarbonización de nuestras economías —y hacerlo de manera socialmente justa—, sino también a implementar políticas globales que cuestionen los intereses que sostienen el actual modelo de desarrollo y recuperen la soberanía de los pueblos sobre sus recursos. Lo que es evidente es que solo unos pocos podrán subsistir bajo el modelo actual de crecimiento de las economías neoliberales y extractivas.

En este nuevo mapa de actores hay que destacar el rol de grandes corporaciones o incluso de individuos concretos que acumulan más capital y recursos que muchos Estados, pero que no están sujetos a las mismas normas y sistemas de rendición de cuentas que, aunque con ciertas limitaciones, existen para los Estados. Muchas de estas corporaciones comercian con productos nuevos que están demostrando su importancia en la economía global, como los datos personales de los usuarios de redes sociales. Otros lo hacen con bienes y servicios bien conocidos, como la vivienda (por ejemplo, Blackrock y otros fondos de inversión), el armamento (Lockheed, Airbus, Dassault o Rheinmetall) o incluso con mercenarios (Grupo Wagner). Y otras, lo hacen directamente con productos extraídos ilegalmente o expoliados de territorios ocupados como pueden ser el Sáhara Occidental o Palestina. Todo ello las convierte en un actor con gran capacidad de incidencia en las relaciones internacionales y en la geopolítica global.

La concentración empresarial de capitales y mercados hace que acaparen ya tanto poder que en algunos países ponen en riesgo a las propias democracias, mientras que en otros impiden que millones de personas tengan cualquier posibilidad de vida digna. Por eso urge establecer normas vinculantes para las grandes empresas y capitales y acabar con una de sus herramientas más útiles: los paraísos fiscales.


La Unión Europea ante la nueva era geopolítica

En este escenario de descomposición de la hegemonía estadounidense y de la idea de democracia global, la Unión Europea (UE) se encuentra en un momento existencial en el que debe decidir qué papel quiere jugar en ese nuevo orden hacia el que camina el mundo: si erigirse como un actor global, que pugne por esa democracia global y soberana, o permanecer como actor subalterno y reducida a pasto de superpotencias.

La guerra en Ucrania ha puesto de manifiesto el seguidismo y la dependencia europea respecto a intereses que nada tienen que ver con los europeos.

Esta encrucijada no es nueva. La Unión Europea lleva años arrastrando una profunda crisis de identidad y una falta acuciante de visión geopolítica. La crisis financiera y las políticas de austeridad que favorecieron la reacción autoritaria, la crisis del Brexit o las últimas crisis multidimensionales golpearon duramente la idea de proyecto comunitario y los valores fundacionales europeos. Durante esos años se reforzó progresivamente el grupo de países de Visegrado y, en general, el eje de partidos y gobiernos reaccionarios y de extrema derecha. Tras la victoria de Giorgia Meloni en las elecciones italianas, ya tenemos a un gobierno postfascista al frente de uno de los países fundadores de la UE. Gobierno normalizado siempre y cuando esté dispuesto a aceptar la doctrina liberal y reforzar la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sin cuestionar las posiciones atlantistas.

Hacia 2019, parecía que la UE comenzaba a despertar: todavía recordamos al Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad, el español Josep Borrell, asumiendo el cargo en 2019 y afirmando ser consciente de los retos globales y de la necesidad de una UE «más geopolítica». O al presidente francés, Emmanuel Macron, aludiendo ese mismo año al estado «de muerte cerebral» de la OTAN, en lo que parecía un intento de sepultar la organización transatlántica en favor de una hoja de ruta propia para la construcción de una autonomía estratégica europea.

Muchos cambios se han precipitado desde entonces. Las consecuencias económicas, sociales y sanitarias de la pandemia del coronavirus trajeron una nueva crisis multidimensional a la UE, tan solo una década después de la gran crisis económica de 2008. Pareciera que la UE ha dejado ya morir al neoliberalismo más ortodoxo con los Fondos Next Generation EU, lanzados en el contexto de pandemia y sostenidos en el tiempo por la guerra de Ucrania. Los acuerdos alcanzados en respuesta a la crisis derivada de la Covid-19 fueron sin duda históricos, y han supuesto un caudal de fondos para la transición energética o la digitalización. Aun así, los fondos operan en base a una lógica neoliberal: el Estado recibe el dinero y lo transfiere a una serie de empresas, sin directrices o planificación económica claras. Abandonando la oportunidad de desarrollar autonomía con soberanía energética, alimentaria y tecnológica, enraizada en los territorios, y convirtiéndolos en un nuevo negocio de acumulación.

Por otro lado, tenemos la respuesta de la UE ante la guerra de Ucrania. Tras la invasión de Putin sobre Ucrania en febrero de 2022, nos encontramos con una guerra a las puertas de Europa que la UE nunca quiso ni previó, siendo aliada militar de EE.UU. a la vez que dependiente energéticamente de Rusia. Después de la población ucraniana, la ciudadanía europea es la que se ha visto más afectada por los efectos de la guerra, con la inflación y el aumento de los precios de la energía y de los alimentos. Además, sufre desde la primera línea la amenaza nuclear. Frente a ello, la UE se ha replegado, ha renunciado a ser un actor con voz propia, a defender los intereses de su ciudadanía y del orden por construir. Simulando estar hoy más unida, pero no más integrada; siendo más dependiente de EE.UU. que antes, tanto en términos de seguridad por la revitalización de la OTAN, como en términos de importación del gas estadounidense, como en la imposición de las prioridades de inversión en cada país.

La guerra en Ucrania ha puesto de manifiesto el seguidismo y la dependencia europea respecto a intereses que nada tienen que ver con los europeos. En un acto de tremenda irresponsabilidad, la UE ha adoptado un concepto estratégico de seguridad europea que pone en la diana a China, al mismo tiempo que varios gobiernos de Estados miembros liberalizan sectores y venden recursos estratégicos a empresas extranjeras, incluyendo compañías chinas. Este es el caso de la venta de la gestión de las principales estaciones de tren y puertos estratégicos de España por parte del último gobierno del Partido Popular a la compañía china COSCO.

Pero también ha puesto en evidencia la manera en que la UE, que siempre se ha relatado a sí misma como un agente de promoción y salvaguarda de los derechos humanos, hace una utilización interesada de los derechos humanos, lo cual ha erosionado aún más la legitimidad de la UE.

La guerra también ha evidenciado cómo la dependencia de recursos energéticos puede impactar en nuestras sociedades. Por tanto, avanzar en la autonomía estratégica real de Europa se ha convertido en un camino ineludible: no solo en términos de seguridad y defensa —lo cual pasa por una redefinición propia de nuestros intereses y conceptos estratégicos de seguridad, no ligados a los intereses de otros actores—, sino en términos de soberanía sobre todos los sectores estratégicos, como el energético, el tecnológico o el alimentario.

Movimientos sociales como el feminista, el ecologista o el antirracista tienen el suficiente potencial transformador para ser considerados actores que deben ser respetados y escuchados.

Y para ello, hace falta una reflexión mucho mayor en torno a la necesidad de reindustrializar Europa, acabar con la dependencia de recursos, relocalizando los sectores estratégicos e incrementando nuestra capacidad productiva y de procesamiento de materiales. EE.UU. ya ha aprobado su Green Deal y está planificando su economía para mejorar sus infraestructuras y reindustrializar el país (en bienes de consumo y en High-Tech) mientras invierte en la producción, almacenamiento y distribución de energía verde. La Administración Biden ha anunciado la aprobación de la Inflation Reduction Act, un paquete de medidas proteccionistas para ofrecer miles de millones de dólares en subvenciones a empresas punteras en desarrollo tecnológico, energías verdes, baterías y otros sectores estratégicos (a las que solo pueden acceder empresas que produzcan en territorio estadounidense), lo cual en Europa se ha leído como una invitación a la fuga de empresas, que serán más competitivas al trasladar su producción a los Estados Unidos. Ante ello, la UE no puede sino apostar por su autonomía económica usando los Fondos Europeos con claras directrices de planificación económica tal y como lo ha hecho EEUU.


Conclusiones

Nos encontramos en un momento clave de redefinición del orden internacional, con enormes retos globales que hacen de la cooperación y de las normas un camino ineludible para evitar la configuración de un mundo en el que impere la ley del más fuerte. Entre esos desafíos, destacan principalmente la reforma del sistema de gobernanza multilateral, el refuerzo de las normas del derecho internacional y de los mecanismos de derechos humanos, la construcción de nuevos sistemas de respuesta ante las crisis y para la resolución pacífica de conflictos; o la aceleración de una transición energética justa, que no suponga un nuevo negocio para las grandes empresas a costa de la supervivencia de pueblos enteros.

Ante ese reordenamiento internacional, existen otros actores que pugnan por una posición al margen de cualquier modelo imperialista, y que buscan también garantizar su soberanía y autonomía estratégicas con independencia. Hablamos de la potencialidad de América Latina o de África como actores globales, con fuerzas que se esfuerzan en su interior por afianzar la democracia, el derecho internacional y los derechos humanos.

La Unión Europea, por su parte, tiene que despertar de una vez y erigirse como un actor independiente con voz propia. Debe ser capaz de romper con los viejos esquemas de alianzas que ponen en riesgo nuestros propios intereses y valores, y actuar en favor de una verdadera autonomía estratégica, que sirva para definir y defender los intereses de nuestros pueblos.

El cumplimiento del derecho internacional, el multilateralismo, la defensa de derechos humanos, la paz, la desmilitarización y la desnuclearización son intereses estratégicos para Europa y para el mundo. Ése es el valor que la UE como actor geopolítico puede aportar: la defensa comprometida de un orden internacional justo y democrático.

Por último, necesitamos seguir articulando los movimientos progresistas de manera transnacional. Los movimientos que integran a las derechas internacionales se están reforzando y es necesario crear, desde las bases, tanto resistencia como respuesta al modelo de sociedad que proponen. Históricamente, las relaciones internacionales se han asentado sobre el modelo de poder westfaliano, pero es necesario asegurar la configuración, representación y organización de los intereses de los pueblos. En este sentido, movimientos sociales como el feminismo, el ecologismo o el antirracismo tienen el suficiente potencial transformador para ser considerados un actor que debe ser respetado y escuchado, desde la necesaria interseccionalidad, horizontalidad y equidad sobre la diversidad de propuestas y experiencias que están incluidas en estos movimientos.

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