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Joost Smiers

Pero podría ser peor. Hace algunos años, en el lugar y el momento equivocados, un joven director de orquesta francés se cruzó con un motor de arranque sin silenciador que acabó con su futuro musical en apenas un estallido. Sus oídos reventaron, literalmente. Ya no puede tolerar las orquestas, ni siquiera la música de cámara. Su capacidad de diferenciación auditiva ha desaparecido; ya no distingue timbres ni armónicos, y los oboes y los clarinetes le hacen daño a sus oídos.
Como pueden apreciar, esta reflexión trata del sonido, ya sea fuerte, suave, deseado o indeseable; pero en tanto a que análisis, se refiere especialmente al uso del espacio público: ¿Quién lo llena de sonido? ¿A quién se le permite hacerlo? ¿Qué tipo de sonido es? ¿A quién le gusta y a quién le molesta? ¿A quién le enferma, incluso? No son cuestiones insignificantes, pero apenas reciben atención, algo en parte comprensible: el sonido es de una complejidad casi intangible. Comparado con él, todo el revuelo en torno al tabaquismo es pan comido: favorece el desarrollo de cáncer de pulmón y otras dolencias, y puede afectar a no-fumadores incluso hasta el punto de desarrollar las mismas, eso más allá de que no guste su olor. Simplemente es así. Y sin embargo, qué difícil era, y sigue siendo, llamar la atención públicamente sobre ello y hacer algo al respecto.
Como decíamos, la belleza de los oídos es en parte que estén siempre abiertos y, por lo tanto, siempre puedan advertir de un peligro potencial. La contrapartida de este «regalo» de la naturaleza supone que sea prácticamente imposible cerrarle la puerta a sonidos indeseados, o más literalmente, cerrarles los oídos. Un exceso de sonido innecesario y no solicitado es fácilmente comparable con un allanamiento de morada. Penetra en ti y no puedes hacer nada al respecto, a menos que recurras a medidas extraordinarias como tapones auditivos, ventanas de varios paneles o incluso una mudanza. Esto hace aún más difícil lidiar con el sonido en la esfera pública, en los espacios públicos, en la calle o en los centros comerciales (cómo de públicos son éstos es, por supuesto, discutible). Obviamente, nadie puede esperar que se susurre discretamente en la calle. Y, por supuesto, cada sociedad tiene sus propios sonidos, que la caracterizan. Pero, ¿qué se incluye en esa lista y qué no es estrictamente necesario? ¿Cómo cambia con el tiempo la percepción del sonido? Distintas opiniones e intereses pueden chocar en torno a este tema, y de hecho lo hacen con frecuencia. Eso es lo que hace de él una cuestión simultáneamente tan interesante como provocadora. Primero porque no es una prioridad en la agenda social, y segundo porque el número de fuentes de ruido —que pueden provocar alergias o molestias— es casi infinito. Se pueden apreciar de forma diferente, o incluso de forma incontestable, pero esto no tiene por qué ser así.
La belleza de los oídos es en parte que estén siempre abiertos y, por lo tanto, siempre puedan advertir de un peligro potencial. La contrapartida de este «regalo» de la naturaleza supone que sea prácticamente imposible cerrarle la puerta a sonidos indeseados.
¿Entonces, qué tipo de sonidos nos envuelven en el espacio público? Afortunadamente, no tendrán que oír todo lo que voy a enumerar al mismo tiempo. Una fuente importante de ruido —y probablemente molesta— es el tráfico. Pensamos en coches, autobuses, tranvías, scooters, motos sin silenciador y aviones comerciales, pero también en circuitos de carreras, pistas de tierra, aceras y asfaltos, y también en cosas como los límites de velocidad máxima. En segunda posición (tal vez la primera en términos de producción de sonido) y siguiendo de cerca a los anteriores, se encuentra el área inmediata que rodea su residencia: los vecinos con sus peleas, pisotones, gritos, ira, sopladores de hojas, cortadoras de césped, televisiones, o fiestas en el patio o en la terraza con barbacoas y bebidas. Los gritos de los niños en los patios de los colegios y los parques infantiles también pueden contribuir. Y tampoco podemos olvidar a los artistas callejeros, a los jóvenes que merodean por las noches, a las fuentes, a las casas y residencias de estudiantes, a los grupos de turistas, a las maletas con ruedas camino de un Airbnb, a las sirenas e incluso a un único refugio de animales. Naturalmente, las diferencias culturales influyen en lo que es o no es un sonido aceptable. Sin duda, el ruido ambiental incluye también lo que yo llamo ruido de vagabundeo: personas, generalmente hombres, que gritan en la calle o desde las barcas en el canal por la noche, para disgusto de sus congéneres, que tratan de conciliar el sueño. ¿Es también el caso de las campanas de las iglesias, las campanadas del reloj o la oración comunitaria amplificada?
Como venimos viendo, lo que es agradable y excitante para uno puede ser molesto para otro: la vida nocturna. Hay cafés tranquilos, pero también los hay en los que se arremolina el sonido de las voces y la música, junto a animadas terrazas. Luego están los festivales, esos fantásticos lugares, con bajos capaces de vibrar a kilómetros de distancia, con el estruendo de la construcción de los escenarios, pruebas de sonido y festivaleros que no se irán a casa tranquilamente. Las bandas de música y las de concierto tienen que ensayar, por supuesto, y eso tampoco es un ejercicio silencioso. ¿Hay silencio en la playa? Desde luego no bajo la gran franja de sombrillas que se extiende kilómetros y kilómetros. Por último, se habla bastante de los fuegos artificiales, pero no tanto del ensordecedor ruido de los instrumentos de viento o percusión por los que los músicos de orquesta sufren daños auditivos.
De un orden completamente diferente son los diversos ruidos de la industria, el comercio y la agricultura: perforaciones, pulverizaciones, martillos neumáticos, silbidos de sirenas, los sonidos de suministro y retirada de mercancías de fábricas y granjas, la entrega de paquetes, los tractores, el zumbido de los ventiladores, los motores diésel de los barcos y los trabajadores de la carretera y la construcción con sus radios a todo volumen. La transición energética está muy bien, pero esos aerogeneradores, ¡no en mi patio! ¿Y por qué hay que escuchar hilos musicales en tiendas, centros comerciales, salas de espera y estaciones?
En resumen, lo que presento es un desafío. Para afrontarlo, quizás puede ayudar, en cierta medida, determinar qué sonido es inevitable para una sociedad funcional, y cuál es absolutamente innecesario. No podemos prescindir de las actividades industriales, pero ¿es realmente necesario que la música en los festivales esté tan alta? Sé que incluso discutir este tema es como maldecir en la iglesia para algunos. Aun así, voy a intentarlo, partiendo del planteamiento de que el ruido no solicitado y no necesariamente imprescindible es una forma de intrusión.
El gran reto, por supuesto, es cómo suavizar el sonido de esas actividades consideradas necesarias para nuestra sociedad. Hay mucho que explorar en este ámbito, y de hecho ya se está haciendo. Por ejemplo, ProRail, la empresa holandesa de infraestructuras ferroviarias, ha anunciado que para 2025 casi todos sus trenes de mercancías circularán de forma mucho más silenciosa. En el puerto de Rotterdam se está experimentando para que los barcos amarrados en el muelle reciban energía eléctrica de la costa —shore power— eliminando así la necesidad de hacer funcionar continuamente sus motores diésel. Esto será una bendición para los residentes locales, que se verán libres de esa contaminación acústica.
Entonces, cuando hablamos de ruido en el espacio público, ¿a qué nos referimos? En primer lugar, hay conflictos entre intereses divergentes cuando se trata de llenar el espacio público de sonido. Mientras tanto, es inequívocamente claro y fáctico que el sonido no deseado —no importa si es fuerte o suave— puede causar tensión y conducir a la enfermedad. Incluso pueden producirse daños auditivos por un sonido fuerte aunque fuera deseado, como puede ocurrir durante un festival, por ejemplo.
Como el espacio público nos pertenece colectivamente, no es justo que algunos lo ocupen en exceso en términos de sonido, obligando a otros a permanecer expuestos a ello.
He de añadir que mi investigación siempre se ha centrado en el espacio público. Es algo que todos compartimos, desde las calles, las plazas, los parques, los prados o las reservas naturales, hasta el mar y el aire que ocupamos junto con los peces y las aves que ahora debemos intentar salvar. Nadie puede sustraerse a estos espacios públicos: es donde se hacen las compras, se va al trabajo, se visita a la familia, a los enamorados y a los amigos, se ven películas y, por supuesto, se acude a restaurantes o cafés para comer y disfrutar de todo tipo de comidas y bebidas deliciosas en buena o útil compañía. Incluso si te quedas en casa, seguramente tengas vecinos.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no todo suena al mismo tiempo. Y hay personas a las que no les gustan los ambientes tranquilos, que siempre necesitan ruido. Al mismo tiempo, puede ser que si viven cerca de un centro de distribución, no puedan soportar adecuadamente, por ejemplo, el ruido de los camiones y su constante carga y descarga.
Se puede hacer mucho más de lo que se ha imaginado hasta ahora para reducir el ruido en los espacios públicos. Hace falta una combinación de conciencia y voluntad política para lograr un equilibrio más o menos correcto entre excitación y tranquilidad.
Es reconfortante ver que las personas y las empresas, que llenan el espacio público con su sonido de forma excesiva, pueden darse cuenta de que también es posible un mundo más tranquilo y hacen lo necesario para reducirlo. Pero, por supuesto, no siempre funciona así. De ahí que a nuestros gobiernos se les planteen dos grandes retos. En primer lugar, deben asumir que el ruido en el espacio público es algo que hay que considerar. Es un hecho que afecta profundamente a la salud pública y al bienestar de los ciudadanos. En segundo lugar, se puede hacer mucho más de lo que se ha imaginado hasta ahora para reducir el ruido en los espacios públicos. Hace falta una combinación de conciencia y voluntad política para lograr un equilibrio más o menos correcto entre excitación y tranquilidad.
No he defendido deliberadamente la implantación universal del silencio en el espacio público. Eso sería ir demasiado lejos; además, no es ni factible ni deseable. Sin embargo, en última instancia, hay que dar la oportunidad de disfrutar del silencio a quienes lo deseen. Lo más importante es que la calma y el descanso estén disponibles en nuestros entornos vitales. No un silencio sepulcral, pero tampoco nada demasiado ruidoso, compatible con los inevitables altibajos del sonido.
La cuestión principal es proteger el dominio público y evitar que los que hacen ruido se lleven una parte demasiado grande del pastel, causando molestias a los demás.
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