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Durante el otoño de 2020, en un momento en que las precauciones más vacilantes inundaban los periódicos y las universidades anunciaban medidas apresuradas para hacer digitales sus seminarios de historia, pasé una semana de vértigo reescribiendo mis planes docentes sobre el Imperio Británico para acabar investigando la historia de las enfermedades.
A lo largo y ancho del Imperio británico, las epidemias más temidas fueron las de la malaria y el cólera. Y ambas plagas tienen lecciones morales que darle al lector contemporáneo sobre la naturaleza de la enfermedad. Parte de aquello de lo que pueden hablarnos es la importancia de las infraestructuras compartidas del pasado. Ambas enfermedades se habían desvanecido de la faz de Europa para finales del siglo XIX. Ambas, sin embargo, perduran hoy en Asia y América Latina, revelando dónde se invirtió —y dónde no—.
Muchos lectores sabrán cómo el cólera inspiró a los europeos a reconstruir sus ciudades. Las epidemias de cólera impulsaron la creación de sistemas municipales de saneamiento y de provisión de agua pero, en lo que a la instalación de los mismos se refiere, en las capitales coloniales europeas —como Delhi o Madrás— la austeridad se impuso a la salud. Como consecuencia, el cólera sigue hoy presente en toda India. Sobra decir que tanto los viajeros europeos como las élites indias están vacunados.
La lección que el caso del cólera nos provee radica en la importancia de invertir en infraestructura cuando una emergencia arrecia. En resumen: cuanto estemos dispuestos a invertir hoy en llegar a toda la población, determinará si en diez años miraremos a la pandemia de la COVID-19 como a un recuerdo lejano, o si por el contrario pasará a ser, como tantas otras epidemias, una enfermedad de gente pobre, endémica a ciertas naciones y países, «más allá de nuestro control».
La historia de la lucha contra la malaria cuenta una historia similar sobre enfermedad y pobreza. Durante buena parte del siglo XIX la malaria era, en pocas palabras, todo aquello que podía curarse con quinina, un derivado de la corteza de la cinchona. Así pues, bajo el término ‘malaria’ se integraba todo un abanico de otras fiebres. Tras el advenimiento de la bacteriología moderna en la última década del siglo, aprendimos a identificar propiamente a la malaria y a asociarla con el mosquito que la transmite, lo que llevó a campañas de erradicación basadas en la desecación de ciénagas y el uso de pesticidas.
Pero identificar la enfermedad no resolvería el problema de la malaria en la mayoría de lugares. Supuso proponer una solución, pero no una que el mundo pudiese permitirse. El coste de luchar contra mosquitos en todo el planeta era pasmoso, especialmente en zonas empobrecidas por el colonialismo europeo. La malaria todavía arrasa comunidades enteras en grandes secciones de África o India a día de hoy. En África hubo 219 millones de casos de esta infección solo en 2017.
Así, la malaria fue erradicada del sur de los Estados Unidos (EE.UU.) —porque lo habitaba gente blanca y rica— y en Panamá —porque había ingenieros estadounidenses construyendo el canal—, pero no de India —demasiada extensión, demasiada pobreza, demasiada «otredad»—. En su encuesta sobre pandemias globales, el historiador William J. Hays sugirió que las enfermedades epidémicas eran un síntoma de pobreza. A cualquiera a quien la sociedad excluya de formación y sustento, también excluye de curas. Porque cualquier tipo de cura es cara elevada a escala global. La tesis de Hays refuerza algo apuntado por varios periodistas al hilo de la expansión de la COVID-19 en cárceles, albergues para personas sin hogar y centros de detención fronterizos: las divisiones ya marcadas, aquellos a los que ya hemos excluido, esas serán las poblaciones que más sufrirán en un episodio pandémico.
Pero las pandemias pueden también ser un tiempo para la solidaridad y la unión, y de hecho también para la innovación tecnológica y política, para apoyar la cooperación y la colaboración. Es de destacar que la preocupación por la comunidad y por la recopilación independiente de datos detuvo la epidemia de cólera mucho antes de que la ciencia entendiese del todo en qué consistía la propia enfermedad. Antes de la bacteriología y la virología modernas, el famoso mapa de John Snow sobre el brote de cólera en su comunidad le llevó a arrancar la manija de una fuente del Soho en la calle Broadwick, que sospechaba era la fuente de agua contaminada que estaba envenenando a sus vecinos.
En Gran Bretaña y EE. UU., las epidemias de cólera impulsaron la inversión comunitaria en saneamiento en barrios ricos tanto como en barrios pobres, llegando incluso, con el tiempo, a invertir en sistemas de suministro para todos. Fue precisamente por el cólera —una enfermedad que se extendía de barrios pobres a ricos por igual, sin discriminar— que ciudades como Londres y París empezaron a invertir en sistemas de saneamiento únicos para toda su extensión urbana, y no mucho después en sistemas universales de suministro de agua potable.
Pero el coronavirus se extiende de formas que desafían estas medidas de prevención para ciudades decimonónicas. La distancia de dos a tres metros que exige el distanciamiento social supone que cualquier espacio público —desde el parque hasta la clase, pasando por el dormitorio o incluso la playa— es potencialmente tóxico. El Wi-Fi de nuestros hogares y la cobertura de nuestros teléfonos se han convertido en los equivalentes modernos de esas estructuras de saneamiento: como el aire y el agua limpios, mantienen a familias enteras a salvo de la enfermedad, protegiendo a algunas comunidades, pero no a otras.
Y hay dos lecciones posibles a extraer de esta epidemia: una gira en torno a los probables resultados de la recopilación independiente de datos, y la otra en torno a la importancia de la tecnología a la hora de proveer de seguridad a tantas poblaciones como sea posible.
Una primera lección posible de historia es que las enfermedades se combaten mediante la recopilación de datos tanto o más de lo que se combaten con medicina. A la hora de enfrentarnos a la pandemia de COVID-19, necesitamos datos en cuanto a cómo se expande —quizás incluso antes que la ciencia médica—. Nuestro conocimiento en este momento pone de manifiesto cómo la enfermedad se moviliza mediante vectores de transmisión a modo de carreteras o tráfico «aéreo». Corea del Sur ha utilizado datos de registros de teléfonos móviles para rastrear a personas contagiadas ¿Cuánto más podríamos aprender de esos datos, de un esfuerzo voluntario para compartir y recolectar información sobre quién se infectó, dónde y cómo? Por supuesto, para que tal recolección de datos se diese, necesitaríamos varias cosas, incluyendo, como mínimo, más análisis y más infraestructura para recopilar la información.
La segunda lección que las enfermedades del pasado pueden darnos es que la tecnología de retransmisión ha sido clave a la hora de luchar contra epidemias, y que a través de ellas siempre surgen nuevos compromisos tecnológicos. Si la tecnología sanitaria del cólera fueron los alcantarillados, la tecnología sanitaria de la COVID-19 es la que nos conecta y permite a todos teletrabajar. La infraestructura para videollamadas masivas, las herramientas para colaborar en documentos compartidos, la banda ancha, y todas esas valiosísimas fuentes compartidas de datos que permiten a individuos, compañías y gobiernos obtener resultados e innovar en plena emergencia.
La lección de la malaria es que las comunidades que hoy queden aisladas de infraestructuras clave, se quedarán necesariamente atrás mañana. Hoy día no pocos activistas hacen llamamientos a la liberación anticipada de presos en cárceles y centros de detención; otros han empezado a buscar que los presos tengan acceso a internet ¿Qué pasaría si nuestras comunidades empezasen a entender el WiFi como una forma de higiene básica que incluso prisioneros e inmigrantes retenidos merecen? Invertir en infraestructura común supone necesariamente una resiliencia mayor en tiempos de crisis. Hay grandes oportunidades en ideas como esa para proveedores de telecomunicaciones o de alojamiento de repositorios de datos. Hay margen para que puedan proponer nuevas visiones para una ciudad conectada —y segura—, e incluso para vender esa visión a comunidades capaces de permitirse inversiones valientes en pos de la resiliencia colectiva.
Consideremos lo que supondría tratar conjuntos anónimos de datos sobre interacciones online, herramientas de vídeo y bandas anchas como recursos compartidos en tiempos de crisis. Algunas comunidades podrían empezar a exigir conexiones WiFi para toda su área urbana como un servicio público —apoyándose en la red municipal de fibra óptica—. Esto es algo que algunas ciudades con visión de futuro como Chattanooga ya empezaron a implementar hace una década. Hoy por hoy las ciudades con iniciativas como aquella están mejor posicionadas que la mayor parte de las grandes áreas metropolitanas a la hora de garantizar el trabajo y la enseñanza. Mientras, en muchas otras ciudades a lo largo y ancho de EE. UU., las familias más pobres continúan dependiendo de bibliotecas públicas solo para conectarse a internet. Bibliotecas que se encuentran cerradas.
De manera similar, las comunidades que han construido repositorios de datos —incluyendo registros digitalizados y adecuadamente anonimizados de llamadas administrativas, clases, gestión municipal y teleconsulta médica— pueden analizarlos hoy para detectar patrones y descubrimientos que puedan dar pie a más innovaciones, incluso durante una pandemia. Tratando los datos como una forma de infraestructura compartida y de vida comunitaria, y no como un coto exclusivo para unos pocos monopolios; estas comunidades plantearán la posibilidad de un mundo en que universidades e incluso estudiantes de instituto puedan generar sus propios descubrimientos para con la transmisión de la enfermedad. O incluso para con la pertinencia de unas u otras prácticas en un mundo caracterizado por las formas online de aprendizaje, gestión, medicina e interacción social.
Como han demostrado las alertas del FBI sobre fallos de seguridad en la aplicación Zoom, la inversión colectiva en formas de tecnología que permitan a más gente teletrabajar resulta crucial. En un mundo en que cada vez más y más gente necesita de esta forma de trabajo, favorecer una infraestructura que mejore la conectividad es la mejor de las opciones.
En fin, aquellos que dejemos atrás hoy, quedarán atrás por mucho tiempo. Como hemos comentado, mientras Londres y París lograron todos esos avances en el crepúsculo del siglo XIX, el agua limpia está fuera del alcance de grandes porciones de nuestro mundo, en Asia, África y América Latina. Y este solo hecho contribuye, sin atisbo de duda, a la expansión de la COVID-19 en sus comunidades, tanto como ha contribuido a imposibilitar la trazabilidad de muchas otras enfermedades a lo largo del tiempo.
Antes o después, no pocas ciudades y naciones de este mundo, enfrentando la epidemia, se preguntarán por la pertinencia de determinados servicios —desde el alcantarillado y el agua potable hasta una banda ancha pública—. Conviene recordar que el fracaso a la hora de garantizar esa misma infraestructura dejará a muchos ante el riesgo de diversos desafíos. La pregunta, en fin, a la hora de proveer a comunidades pobres, prisiones, barriadas o centros de internamiento; no deberá ser «¿podemos permitírnoslo?», sino «¿cuál será el precio de expulsar a estas comunidades?¿cuánto podrían esos individuos haber contribuido a nuestro mundo (no ya en un año, sino en una vida) si los hubiésemos incluido en nuestros planes?» La infraestructura siempre es cara. Solo cuando su coste se calcula en ciudades, regiones y vidas, es que empiezan a parecer inversiones verdaderamente sabias.
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