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Wadah Khanfar

Los periodos de destrucción e instauración de nuevos órdenes en la historia de nuestro mundo tienden a desencadenarse a partir de los mismos tipos de acontecimiento. De entre estos, la guerra es quizás el fenómeno más trascendental, pero otro igualmente formidable es la pandemia: una plaga o enfermedad de alcance y consecuencias globales. Desde la Peste de Justiniano (541-542 d.C.) hasta la peste negra (1346-1351 d.C.), las plagas y las pandemias han desempeñado un papel capaz de alterar el curso de la historia y el devenir de asuntos mundiales; incluso de transformar el paisaje de ciudades enteras. Es muy probable que, al volver la vista atrás, los futuros historiadores vean al virus del COVID-19 como un momento decisivo en la historia.
El impacto en la salud de la pandemia de la COVID-19 se contendrá con el tiempo, y la humanidad lo superará como ya lo hizo en anteriores epidemias, plagas y guerras. Su impacto social, político y económico, sin embargo, perdurará durante años, tal vez décadas, preparando el terreno para una sociedad global reconfigurada.
La pandemia de la COVID-19 es una meta-crisis. No es una crisis sanitaria; no es solo una crisis política o económica, social, de seguridad o mundial; es todo ello en conjunto. Como tal, esta meta-crisis tendrá repercusiones en todos los aspectos de la vida humana, en todo el mundo. Las crisis mundiales han moldeado nuestros sistemas políticos y económicos con el paso de los siglos, porque impulsan el discurrir de la historia mediante tres grandes fenómenos. En primer lugar, la necesidad impulsa a los seres humanos a adoptar soluciones excepcionales para hacer frente a peligros inminentes, proveyendo a sociedades e individuos de la energía necesaria para pasar de los usos habituales a los desconocidos, no solo en cuanto a su comportamiento, sino también en términos de pensamiento y de creencias. En segundo lugar, las crisis son capaces de derribar jerarquías sociales, políticas y económicas, posibilitando la instauración de sistemas alternativos, nuevos y prometedores. En tercer lugar, las crisis aceleran cambios en los equilibrios de poder: pueden consolidar orientaciones estratégicas, incluso si son intrínsecamente frágiles, pero también debilitar otras, sin importar cuán viables o cuán sólidas sean.
Llegados a tal punto de inflexión, es posible ir más allá de un mero reajuste del equilibrio de poder. Naturalmente, esta vez, en lugar del pasado, estaremos escribiendo la historia del futuro. En lugar de archivos, nuestra propia imaginación será el punto de referencia. En tanto que fenómenos excepcionales, estas crisis mundiales aceleran el curso de la Historia, acentuando tendencias preexistentes y produciendo resultados extraordinarios. Es en esto último en lo que nos centraremos: aunque nuestra imaginación sea siempre sensible a la historia y sus procesos, en esta ocasión conviene dirigirla hacia el futuro.
Contexto histórico para comprender una meta-crisis
El orden mundial que hoy se ve sacudido por la amenaza de la pandemia de la COVID-19 nació en la Segunda Guerra Mundial, que vería el colapso del Imperio Británico y la pérdida de sus colonias, derrocado por el naciente «Imperio Americano.» Antes de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos había optado por el aislamiento internacional, permaneciendo geográficamente alejado del conflicto en Europa. De hecho, antes de la guerra, su ejército era apenas el decimocuarto del mundo en tamaño. Sin embargo, después de cinco años de conflicto, el número de soldados estadounidenses creció hasta alcanzar los once millones de combatientes. Estados Unidos pasó a contar entonces con la mayor fuerza militar conocida por la humanidad, lo que le permitió desempeñar un papel crucial en la guerra. Su hegemonía culminó con la invención de las armas nucleares, que se usaron contra la población civil de Nagasaki e Hiroshima sin compasión ninguna.
De la mano de la superioridad militar estadounidense vinieron el dominio diplomático y económico, y el botín de la posguerra no fue de poco interés: se fundaron las Naciones Unidas con sede en Nueva York; respaldado por el oro, el dólar se convirtió en divisa mundial, como resultado del Acuerdo de Bretton Woods; y el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial tendrían también su sede en Washington, D.C.
Al sumirse el viejo continente en una crisis económica abrumadora, Estados Unidos intervino a través del Plan Marshall, para reconstruir Europa occidental. Y este dinero no fue pura caridad: ganaron la delantera, mientras que Europa perdía su liderazgo histórico, relegada a vivir a la sombra del poderío estadounidense.
Además, tras la Segunda Guerra Mundial, la ideología de «Occidente» enfrentado al Socialismo condujo a una frenética carrera armamentística nuclear, capaz de destruir la tierra varias veces. La Guerra Fría extendió el círculo vicioso de polarización entre ambos bandos hasta abarcar el mundo entero. Así nació la Doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada, basada en la amenaza nuclear recíproca entre las dos grandes potencias. Las revoluciones del Tercer Mundo, que aspiraban al paraíso socialista prometido, estallaron. Así, América brindó su apoyo a regímenes despóticos, y ambos bandos libraron guerras de poder, y sus daños colaterales se extendieron por todo el planeta. La máquina militar de Estados Unidos, y el control cada vez más estricto del país sobre la economía mundial, llevaron a una cultura estadounidense de superioridad basada en dos pilares fundamentales: tiranía militar y avaricia económica.
Causalidades de un régimen de dominio mercantil y cultural
Esta avaricia tiene también su propia historia. Valores e ideología hicieron las veces de mediador elegante en un juego muy sucio. Tanto el liberalismo, nacido en el siglo XVII, como el socialismo, nacido en el siglo XVIII, se apoyan en principios humanos respetables, pero las crisis los fueron forzando a desplazarse del territorio de los valores hasta el de los despliegues estratégicos.
Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, y con él toda alternativa al régimen de mercado, parecía que el liberalismo occidental había alcanzado la victoria final. La mayor parte del mundo en desarrollo, incluidos los países de Europa oriental, se apresuraron a principios de los años 90 a convocar elecciones democráticas entre exageradas declaraciones de victoria. Ese presunto liberalismo mundial parecía haber coronado a América como el indiscutible hegemón mundial. Y América se entregó a moldear este nuevo orden a su imagen y semejanza, valiéndose de su superioridad militar para convertirse en policía y árbitro del mundo; y su propagación de la doctrina de la globalización económica dio lugar a la acumulación de la mayor riqueza conocida por la humanidad. Y esto último, por supuesto, creó enormes desigualdades entre ricos y pobres. La Organización Mundial del Comercio (OMC) se estableció en 1995 para auspiciar la globalización económica, prometiendo al mundo un suministro continuo de materias primas y productos básicos. Al tiempo, la economía estadounidense se convertía en la principal beneficiaria, especialmente durante los años 90: experimentó altas tasas de crecimiento, una baja inflación, tasas de desempleo inferiores al 5% y prósperos mercados financieros impulsados por el auge de la inversión digital.
Tras los ataques del 11 de septiembre, la estrategia americana se tambaleó al emprender guerras largas, costosas y absurdas en Afganistán e Irak, perdiendo la ventaja económica por el camino. Y mientras la superpotencia estaba ocupada persiguiendo fantasmas en cuevas y desiertos, China y Rusia siguieron tejiendo su propia capacidad de influencia económica e internacional. Las guerras americanas en Afganistán e Irak fueron posiblemente el mayor error estratégico jamás cometido por Estados Unidos.
La pandemia de la
COVID-19 es una
meta-crisis. No es una crisis sanitaria; no es solo una crisis política o económica, social, de seguridad o mundial; es todo ello en conjunto. Como tal, esta
meta-crisis tendrá repercusiones en todos los aspectos de la vida humana, en todo el mundo.
Entonces llegó la crisis económica internacional de 2008, que afectaría a los mercados americanos, europeos y del resto del mundo. Esta haría su propio trabajo remodelando la economía mundial, llevando a una paulatina pérdida de influencia estadounidense y al ascenso de China como un nuevo competidor, joven y ágil, algo que a su vez daría lugar a una nueva Guerra Fría de la economía.
Con el fin de frenar el ascenso de China y de extender la vigencia de la supremacía americana durante el mayor tiempo posible, la Administración Trump se ha apresurado a implantar medidas sin precedentes, imponiendo aranceles aduaneros a las importaciones chinas y tratando de alentar a las empresas a mantener su producción en Estados Unidos. En esa línea, se ha impuesto también un veto a las principales empresas tecnológicas chinas, entre ellas Huawei, a fin de impedir que sean las responsables de levantar la quinta generación mundial de internet. Asimismo, Estados Unidos ha venido presionando a sus aliados para que sigan su ejemplo, conscientes de que, en esta nueva carrera, China podría consolidar su liderazgo en esferas clave, tales como las telecomunicaciones, la energía, la movilidad, la informática cuántica, la seguridad cibernética, la inteligencia artificial y la biotecnología.
Sin embargo, al conquistar el cargo de potencia económica mundial, China encontrará límites para implantar y promover su propia forma de globalización. Estados Unidos se estableció hegemónicamente no sólo en base a su superioridad militar y a las maquinaciones de Wall Street, sino también por medio del poder blando: Hollywood, las grandes cadenas de medios de comunicación y artes, la expansión de la lengua inglesa, sus prestigiosas universidades, la asimilación de migrantes cualificados de todo el mundo y el propio dinamismo de la democracia y la libertad de medios. El carácter cosmopolita y abierto de la sociedad estadounidense, una comunidad de inmigrantes enormemente diversa que celebra el éxito y la innovación; contribuyó en última instancia a que Estados Unidos diera rápidos saltos estratégicos. En ese sentido, el aislamiento cultural de China, la gran brecha entre su costa desarrollada y sus empobrecidas áreas interiores, la dictadura de partido único, la política de control centralizado y la censura de los medios de comunicación, no ayudaron a construir un sistema global con China en el centro.
La globalización económica adquiere una suerte de conciencia política a medida que la economía mundial reconoce sus propios límites y su dependencia de China en términos de producción y de manufactura. A la luz de esta presente crisis, muchas empresas podrían considerar someterse a un proceso de renacionalización parcial de sus actividades económicas. Y como todo proceso, este tendrá perdedores, pero también ganadores: los mercados emergentes con una base industrial más desarrollada, con mano de obra calificada y cercanía respecto a los principales centros económicos, estarán bien posicionados para beneficiarse.
En términos económicos, se podría argumentar que en el proceso de equilibrio entre las tendencias a la globalización y a la regionalización de las cadenas de producción, el tiempo tenderá a favorecer a estas últimas. Más concretamente y en cuanto a los mercados europeos, Turquía, así como los países de Europa central y oriental, como Polonia, serían los grandes beneficiarios de este proceso. En lo que respecta al mercado norteamericano, México podrá disfrutar de ventajas similares. Es posible que las viejas jerarquías económicas, enfrentadas a los cambios energéticos y materiales, dejen paso a enfoques innovadores del consumo sostenible.
La trayectoria de la geopolítica antes de la pandemia
De acuerdo con estas observaciones, resulta claro que el control y la historia del régimen de mercado en el siglo pasado han venido de la mano de la geopolítica. Ya desde el principio mismo la cultura política de Estados Unidos necesitó declararle la guerra a algo. Empezaría con la guerra de Jimmy Carter contra la energía, y las largas ramificaciones de los recortes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) a la producción de petróleo en 1973. Continuó con la guerra de Reagan contra las fuerzas del mal o el «Imperio» (en referencia a la Unión Soviética). Con el tiempo, la «guerra contra el terrorismo» de los sucesivos presidentes de Estados Unidos ha dado paso a la actual guerra de Trump contra «el virus chino». La política exterior estadounidense ha declarado continuamente la guerra a algo, llegando incluso a desarrollar justificaciones teóricas para hacerlo, como la doctrina del Destino Manifiesto. Esa teoría, basada en el providencialismo mesiánico del país y en la supuesta universalidad de sus valores, sirvió de pretexto para todo tipo de intervenciones militares y ataques preventivos.
De entre todas estas guerras, la «guerra contra el terrorismo» ha sido la de mayores implicaciones. Ha minado la energía política de Estados Unidos, y distorsionado su orientación estratégica y su imaginación geopolítica. En gran medida, la premisa de esta contienda fue la interpretación política y estratégica del mundo islámico como ese «otro» constitutivo de la política exterior norteamericana y su supuesto sistema de valores. Aunque esta guerra adquirió relevancia global tras los ataques del 11 de septiembre, sus fundamentos intelectuales se habían establecido mucho antes.
Académicos como Samuel Huntington y Bernard Lewis sostuvieron que el enfrentamiento entre Occidente —cuya delimitación era nebulosa y arbitraria— y el mundo islámico —cimentado sobre aspiraciones civilizatorias distintas—, resultaba inevitable. En esta narrativa, inmediatamente después de la Guerra Fría, el Islam pasa esencialmente a sustituir al comunismo o a la Unión Soviética como el «otro» constitutivo de Occidente. Esta orientación intelectual y política ha desdibujado la visión estratégica de Estados Unidos y ha desperdiciado una inmensa cantidad de recursos, al tiempo que también ha dado espacio y oportunidades a China y a Rusia.
En cualquier discusión sobre Occidente, Europa juega, por supuesto, un papel trascendental. En la historia moderna expuesta aquí, la Unión Europea se estableció como el merecido vencedor occidental sobre la Unión Soviética. De ese modo, cuando la década de los 90 trajo prosperidad para América, el continente europeo se jubiló cómodamente, prometiendo a sus ciudadanos seguridad colectiva y prosperidad económica a través de la Unión Europea. Durante la Guerra Fría, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) lograría asegurar el continente contra una Rusia cansada, proporcionando apoyo a países que salían de la órbita de la Unión Soviética, hasta el punto incluso de provocar la consternación de los políticos rusos más cercanos a Occidente. Esto dio impulso a una Rusia que, liderada por Putin, se movió hacia una posición más defensiva y estratégica. No obstante, cuando las fuerzas rusas invadieron el norte de Georgia en 2008, la OTAN pareció quedar conmocionada, paralizada. Y una vez más, cuando las fuerzas rusas invadieron, tiempo después, el este de Ucrania, anexionándose Crimea en 2014; la Unión Europea apenas promulgó una serie de sanciones y de medidas restrictivas, que sin duda podrían haber sido más estrictas.
La prosperidad económica de la Unión Europea alcanzaría su culmen en los años 90 y a principios de siglo, dando un frenazo con la crisis del euro de 2009. Esto pondría de manifiesto las múltiples tensiones existentes en el sistema económico europeo: la disputa entre los países del norte, con Alemania como protagonista y como influencia principal en el Banco Central Europeo; frente a los países relativamente pobres de un sur de Europa, entorpecido por la crisis de la deuda de Grecia. La revelación de esta Europa de las dos velocidades supondría una auténtica sacudida al corazón del concepto de solidaridad europea, y sigue siendo un desafío clave hoy en día. Si bien las medidas posteriores a 2008 crearon grandes divisiones, la Comisión Europea se ha comprometido recientemente a adoptar un enfoque sostenible y destinado a abordar las desigualdades generalizadas en toda Europa. Sin embargo, las divisiones nacionales han seguido aumentando con la crisis de los refugiados, y las instituciones de la Unión Europea parecen incapaces de lograr una política unificada. Además, la crisis de la COVID-19 ha supuesto la implantación de medidas que subvierten los más centrales ideales europeos: se han cerrado las fronteras y la coordinación colectiva se ha tambaleado gravemente. A esto se le suma la rápida escalada del egocentrismo nacionalista y diversas acusaciones cruzadas de desabastecimiento e incautación de material médico. El impacto que la crisis de la deuda europea tuvo sobre el sur del continente, así como su menor potencia económica en términos proporcionales respecto de Europa septentrional y oriental (esta última ha venido experimentando un crecimiento nada desdeñable), han seguido y sigue siendo motivo de controversia, con constantes desacuerdos en cuanto a las verdaderas causas de este desequilibrio. Se han citado como factores causales tanto los problemas sistémicos como las diferencias políticas, y se han puesto en tela de juicio las distintas percepciones sobre la responsabilidad última de esta situación.
La actual crisis sanitaria, exacerbada por el envejecimiento de su población, también se está viendo agravada por las dificultades económicas a las que se enfrenta la Unión, que necesita de una profunda coordinación colectiva. El éxito o el fracaso de la región dependerá en gran medida de esta coordinación, lo que, dado su historial, no ofrece precisamente un buen presagio. La Unión Europea necesita reinventarse ahora más que nunca. Un país muy capaz de asumir el liderazgo de esta «rehabilitación» es Alemania, pero este, como tantos hoy por hoy, también se ve sumido en crisis políticas que responden al ascenso regional de la extrema derecha.
Potencialidades tras la pandemia
Con este telón de fondo, el ascenso de China y Rusia en la arena geopolítica señala el fin de aquella autoproclamada victoria occidental. En décadas pasadas, China se mantuvo firme en su política de no intervención en crisis internacionales, limitándose a asumir las posiciones americanas y de otros grandes actores globales para con guerras y otras crisis geopolíticas, sólo exceptuando cuestiones que consideró relevantes para su seguridad nacional: principalmente Taiwán, Tíbet y el Mar del Sur de China. Esta política, sin embargo, está cambiando a medida que China desarrolla su estructura militar. Su ejército, involucrado en alianzas regionales, está cada vez más posicionado para intervenir con mayor frecuencia en conflictos de escala global: sea para proteger sus fuentes de materias primas en África y Latinoamérica, para proteger los mercados chinos en Asia o para asegurar flujos de transporte en la Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda. Puede que China no se vea envuelta en una confrontación militar directa con Estados Unidos, pero adoptará una estrategia de acorralamiento del león herido, al tiempo que reforzará su presencia internacional y su expansión económica.
Estos cambios geopolíticos ponen de relieve los límites de los sistemas e instituciones del pasado para lidiar con desafíos mundiales contemporáneos. La actual pandemia es una clara demostración de los límites de la geografía. Desde la proliferación de distintos tipos de virus a la crisis climática, desde la escasez de agua y la contaminación atmosférica a la ciberseguridad, estas instituciones se descubren cada vez menos legítimas y cada vez menos capaces. Todo esto hace más necesaria que nunca una respuesta global a asuntos cuyas consecuencias son también globales. Por lo tanto, si bien el nuevo orden geopolítico representa la fragmentación del mundo en diferentes zonas de influencia, debemos repensar urgentemente el mundo como una sola unidad, para hacer frente a esas crisis. Al mismo tiempo, esto abre algunos interrogantes. Entre los más relevantes, se encuentran los siguientes:
¿Es posible fundar un orden o marco internacional sin principios o sistemas de valores compartidos? Es un hecho que la anterior arquitectura del sistema internacional no solo reflejaba el sistema de valores y los principios hegemónicos, sino que servía claramente a sus propios intereses. Existen estrechos vínculos entre los principios y valores declarados por el hegemón y sus intereses ocultos. La Sociedad de Naciones fue básicamente una representación de la visión británica del orden internacional, así como las Naciones Unidas y el sistema de Bretton Woods lo fueron para un sistema mundial dominado por Estados Unidos. La Pax Britannica y la Pax Americana han tenido siempre vocaciones internacionalistas. Las viejas instituciones han debilitado continuamente la capacidad global para afrontar amenazas multidimensionales y desafíos que trascienden fronteras.
El retroceso a los nacionalismos y el avance hacia un localismo conectado transnacionalmente
La pandemia de la COVID-19, por un periodo potencialmente prolongado, se verá seguramente atravesada por el miedo generalizado a la pobreza, sumado a un aumento de las tendencias racistas. Y este es el caldo de cultivo perfecto tanto para guerras civiles como para guerras transfronterizas, por lo que necesitamos abordar con urgencia las funciones del Estado y el concepto de seguridad. Recientemente, hemos sido testigos de cómo una atmósfera de miedo y tensión puede impulsar a las personas a renunciar a sus libertades de manera voluntaria y en aras de la seguridad. Y aunque las medidas excepcionales promulgadas por la mayoría de los países están justificadas en el contexto de la pandemia, sus consecuencias a largo plazo no serán inofensivas, en la medida en que los gobiernos no renuncian fácilmente a los poderes conferidos mediante estados de excepción; incluso cuando lo que los hacía necesarios ya haya desaparecido. Nos encontramos en un momento en que incluso el uso de tecnología inteligente para violar lo que nos queda de privacidad ha sido justificado, a fin de contener la expansión del virus.
La pandemia de la
COVID-19, por un periodo potencialmente prolongado, se verá seguramente atravesada por el miedo generalizado a la pobreza, sumado a un aumento de las tendencias racistas. Y este es el caldo de cultivo perfecto tanto para guerras civiles como para guerras transfronterizas, por lo que necesitamos abordar con urgencia las funciones del Estado y el concepto de seguridad.
Estas fallas del Estado-nación dirigen la atención hacia el problema del nacionalismo: en lugar de apertura, estamos asistiendo a un aumento mundial de las tendencias aislacionistas, y por supuesto este retroceso no se limitará a la esfera económica. Las tendencias nacionalistas y racistas, que ya venían en constante crecimiento, se están viendo reforzadas. El virus de la COVID-19 ha sido utilizado como un arma para alimentar ese odio preexistente al «otro», un «otro» que se percibe hoy como vector y fuente de infección. El cierre de fronteras y el auge de un egoísmo nacionalista conducirá los esfuerzos de los diferentes actores internacionales hacia formas aisladas de autonomía; con lo que aumentará la xenofobia, el rechazo a las minorías y a la diferencia, y el señalamiento a los refugiados.
Desde que Estados Unidos se convirtiera en el centro de la pandemia, en gran parte como resultado del nacionalismo indolente de Trump, la situación de las minorías desfavorecidas y de la comunidad negra se hizo aún más evidente. La tasa de mortalidad entre estas poblaciones ha sido proporcionalmente mucho más alta en comparación con la población total de Estados Unidos. El asesinato de George Floyd fue solo uno de los acontecimientos más recientes de una serie de incidentes que han desencadenado las actuales protestas masivas que defienden que «las vidas de los negros importan». Los costes sociales de estas fracturas internas son incalculables.
Igual que entendemos que el miedo y la tensión pueden hacer que los ciudadanos renuncien a sus libertades, también podemos interpretar la solidaridad y la voluntad de un bien común como impulsores clave del cambio. En una redefinición de nuestra realidad actual, lo local y su potencial para reflejar la comunidad y generar solidaridad deben reconocerse como la raíz de la cooperación y los esfuerzos transnacionales. Concibiendo una nueva estructura que propicie la participación equitativa de todos, ciertas comunidades y ciudades ya apuntan a soluciones. En todo el mundo, cada vez más los individuos pueden participar de sus respectivas comunidades de manera horizontal. La construcción de una cultura de apertura a la diferencia ya se puede observar en los esfuerzos de apoyo comunitario en ciudades de todo el mundo y en los centros metropolitanos mundiales.
Este concepto no es nuevo, ya que históricamente las ciudades-estado han permitido una interacción sociopolítica directa, sin estratificaciones verticales y sin las complicaciones que conllevan. Algunas de nuestras ciudades modernas, de una diversidad sin precedentes, reflejan ahora esta posibilidad: se han creado espacios que se despojan de la jerarquía y de las relaciones asimétricas, abrazando en cambio la diversidad y una participación más igualitaria para el bien común. La remunicipalización de los servicios públicos permite a los actores individuales y a las comunidades afirmar sus voces en un campo de juego por fin nivelado. Esas interacciones y cooperación pueden sentar las bases del orden transnacional.
El orden internacional centrado en los Estados Unidos ha ido decayendo desde hace tiempo, una decadencia acelerada y profundizada en esta pandemia. En su lugar, en vez de permitir pasivamente el surgimiento de un orden internacional o statu quo en el que los Estados Unidos y China sean las dos superpotencias en duelo, se presenta en el horizonte un orden transnacional. El peso relativo de los diversos países del G20 puede aumentar a medida que el orden actual se deshace. Dado que múltiples intereses y potencias se ven afectados simultáneamente por las mismas cuestiones, desde la contaminación ambiental hasta la seguridad cibernética, los desafíos y amenazas globales pueden ofrecer una estrategia y una respuesta en términos más difusos. Este orden transnacional sería menos estructurado, cada vez más horizontal y más fluido. La influencia relativa de las potencias y unidades regionales podría aumentar, ya que el liderazgo ya no se asemeja a un sistema jerárquico.
En conclusión: el futuro y el orden postpandémico
En el presente trabajo se han esbozado en primer lugar las trayectorias históricas de los cambios sociales, especialmente a través de la lente de las crisis que comenzaron con la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente se ha analizado el contexto actual y cómo el régimen de mercado, la cultura occidental, las instituciones modernas y las configuraciones nacionalistas nos han llevado a este punto. Por último, se ha propuesto que esta pandemia proporciona un espacio-tiempo del que puede emerger una nueva era: un nuevo orden mundial, sustentado en el gran potencial constitutivo de una organización social interconectada. Esta oportunidad de transición no exige un momento de reequilibrio, sino más bien instituciones y sociedades reimaginadas, ya que el poder de las ideas hace posible una nueva historia mundial.
El orden occidental, etnocéntrico y liberal, se ha configurado como producto del pretendido curso natural de la historia, y del supuesto avance lineal y ascendente del progreso. En esto consiste la hegemonía intelectual y cultural de Occidente. Sin embargo, la pandemia de la COVID-19 es un momento peculiar y un período excepcional de la historia de la humanidad: está acelerando el proceso de deterioro del orden actual y, simultáneamente, está poniendo en tela de juicio lo que antes se aceptaba como norma.
Además, la crisis de la COVID-19 ha revelado la arrogancia de la humanidad frente a la naturaleza. Nuestro planeta y sus habitantes, desde los seres humanos hasta el ecosistema por entero, han sufrido un orden mundial dirigido por la codicia económica y los juegos de poder. Los países del mundo han gastado billones de dólares en construir un arsenal de muerte y se han apresurado a agotar la tierra sin límite.
Como hemos visto aquí, las antiguas instituciones y el sistema mundial que ahora se tambalean no fueron indulgentes con la Tierra, ni trabajaron en pro de los valores comunes. Sin embargo, las crecientes grietas de este anticuado sistema ofrecen a la humanidad la oportunidad de construir un orden más justo. Hay una necesidad urgente de una nueva estructura y organización que pueda ser verdaderamente transnacional.
Este nuevo orden mundial tan esperado requiere un nuevo sistema de valores. El liberalismo occidental, que prometió a las personas libertad, igualdad e imperio de la ley, no lo ha logrado y no podrá reconstruirse. Ha estado en declive durante mucho tiempo. No se ha adherido a su universalidad moral y humana, y se ha convertido en una herramienta de hegemonía en manos de unos pocos con mucha influencia. La instrumentalización del mundo por los centros de poder produce categorías rígidas que adquieren un carácter excluyente, justificando la violencia contra los oponentes.
El nuevo sistema de valores debe basarse en un fundamento humano global, que haga prevalecer el bien común dondequiera que exista, y que restaure el respeto a la naturaleza y la dignidad humana. Aunque prevemos la escalada de los nacionalismos excluyentes y de la ultraderecha, no cabe duda de que el extremismo no logrará crear seguridad, estabilidad o prosperidad económica. No aportará soluciones concretas a las crisis de esta era. Nace en un momento de miedo y desesperación, por lo que sólo permanecerá durante un periodo temporal, tras el cual, en su mayor parte, fracasará. Aún así, la ciudadanía global comenzará a buscar un sistema humano más racional.
Estos nacionalismos pueden combatirse mirando hacia las ciudades cada vez más diversas de todo el mundo, los entornos urbanos donde la coexistencia está arraigada en la verdadera comunidad y la pertenencia; y en el sentimiento de unidad que brota de la posibilidad que todos tienen de participar en igualdad de condiciones, sin jerarquías, y que seguirá siendo global. El mundo post-pandémico puede no ser equitativo ni seguro, pero con el tiempo empujará a la humanidad a construir una alternativa más justa.
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