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De realismo decadente
En un texto publicado poco antes de su muerte [1][1] Bruno Latour, ¿Está cambiando el suelo de Europa bajo nuestros pies?, Sep 2022, 92-97. Disponible aquí: https://geopolitique.eu/en/articles/is-europes-soil-changing-beneath-our-feet/, Bruno Latour se interroga sobre el papel de Europa en la transición hacia un nuevo concepto de nación y, por consiguiente, de mundo. Entre un conflicto armado que revive los temores de un conflicto nuclear y una guerra contra un régimen de extracción que ha llevado al planeta al borde de una crisis climática de la que no hay retorno, la paz continental de las últimas décadas no habría sido más que el beneficio residual del colonialismo y del reordenamiento posterior a la Segunda Guerra Mundial. La oportunidad del momento actual sería, entonces, elaborar una nueva noción de «suelo», o Heimat, a partir de los retos planteados por estas dos guerras paralelas.
Afectada por un sentido de «realismo» geopolítico en contraposición a su habitual postura «constructivista», tal vez esta propuesta de un nuevo «suelo» ignore el Chthuluceno de Donna Haraway. Etimológicamente, este concepto evoca una cosmología de la organicidad que habita la tierra, fomenta un giro hacia la justicia ecológica y social, reconoce los enredos de la vida y reclama nuevas narrativas de coexistencia sostenible entre los seres humanos y el mundo más allá de lo puramente humano. Al no explorar este campo que tan bien domina, Latour utiliza la perspectiva del realismo para efectuar una crítica desde el mismo diagnóstico. Es decir, considera el escenario post-westfaliano como un campo donde los estados-nación se constituyen en actores predominantes, competidores soberanos que operan según sus propios intereses en un sistema internacional caracterizado por la anarquía y la falta de una autoridad global reguladora, y cuyo resultado son ciclos de conflictos promovidos en nombre de la seguridad y la libertad.
Varios teóricos defienden firmemente el cambio contemporáneo de paradigmas en el discurso político, un cambio que subyace a la transición de la era moderna a la posmoderna. Aquí destaca la afinidad con el «intermezzo» defendido por Toni Negri y Michael Hardt, como período de transición entre dos sistemas de orden global. El primero, que sería el antiguo y aún vigente sistema de Estados-nación y bloques, caracterizado por compartimentos territoriales soberanos que interactúan en un sistema internacional de entidades nacionales, según la teoría realista tradicional. Y el segundo sistema, que denominan «imperio», caracterizado como una nueva forma de soberanía desterritorializada y distribuida en redes globales de poderes supranacionales.
En este contexto, «Intermezzo» es la fase en la que los postulados del realismo —centralismo estatal, política de poder, interés propio, dilemas de seguridad y amoralidad— están dando paso gradualmente a una nueva forma de política global que trasciende los Estados-nación individuales. En esta transición, los regímenes de poder están definiendo la validez de las fronteras modernas (por ejemplo, el control de los flujos migratorios) o superándolas (por ejemplo, la fluidez del capital financiero) con un ejercicio más difuso entre diversos actores: corporaciones multinacionales, organizaciones internacionales e incluso actores no estatales, desde grupos terroristas hasta movimientos sociales pacíficos.
«Z», última letra del alfabeto occidental
Mientras que el triunfo neoliberal consistió en promover esta transición histórica capturando las esferas de representación política y privilegiando los intereses acumulativos y especulativos del capital privado supranacional, la desastrosa invasión rusa de Ucrania a finales de febrero de 2022 creó un accidente histórico que puso de manifiesto toda una serie de contradicciones del actual orden mundial.
Desde la caída de la Unión Soviética en 1991, la hegemonía estadounidense se impuso en Europa, impidiendo la integración rusa en el continente. Lo que se consideraba el «fin de la historia» y el triunfo universal del liberalismo fue acompañado del temor a admitir la recuperación de un país con las dimensiones geográficas y el poder nuclear de Rusia. Mientras se extinguía el Pacto de Varsovia —en contra de lo acordado con Mijaíl Gorbachov en su momento—, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) comenzó a promover su expansión hacia los países de la antigua Cortina de Hierro, evitando al mismo tiempo la incorporación de Rusia.
La creación del Consejo Conjunto Permanente OTAN-Rusia (PJC) en 1997 durante la administración Clinton, que más tarde se convertiría en el Consejo OTAN-Rusia (en 2022), tenía como objetivo último regular este proyecto expansivo, bajo la apariencia de un dispositivo diplomático de cooperación, consulta y diálogo. Ya en 1999, Polonia, Hungría y la República Checa formalizaron sus primeras adhesiones a la OTAN, en un período ciertamente caracterizado por lo que Habermas acuñó allá por los años setenta como «crisis de legitimidad». Esto es, cuando un sistema político pierde su capacidad de generar y mantener la creencia de que es justo y capaz de satisfacer las expectativas y necesidades de sus ciudadanos. Así, la corrupción sistémica de la transición del comunismo al capitalismo en los antiguos territorios soviéticos sirvió para apoyar el proyecto de adoctrinamiento democrático promovido por Estados Unidos en toda la región, dando lugar incluso a una serie de acontecimientos políticos conocidos como las «revoluciones de colores», entre las que destacan la Revolución Rosa en Georgia en 2003 y la Revolución Naranja en Ucrania en 2004. En todos estos casos, la perspicacia de la estrategia residió en una amplia defensa de la democracia como modelo político a instaurar y la promoción de líderes democráticos alineados automáticamente con los intereses occidentales.
Aunque el futuro próximo demuestre que no habrá victoria rusa, la letra Z también puede simbolizar el final del repertorio occidental al desencadenar una serie de elementos polémicos en Europa central. Por ejemplo, el doble rasero habitual de Occidente, especialmente en lo que respecta a los derechos humanos y la democracia.
En otro de estos documentos secretos [3][3]https://wikileaks.org/plusd/cables/08USNATO290_a.html, tras el inicio del conflicto en Georgia, la OTAN informó a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense de que Rusia constituía una amenaza para la integridad territorial de Ucrania. Según el cable, durante la Cumbre de Bucarest de 2008, Vladimir Putin había afirmado que el 90% de la población de Crimea era rusa y que una parte significativa del territorio ucraniano, concretamente las porciones oriental y meridional, había sido separada de Rusia sin procedimiento adecuado durante la desintegración soviética. El comunicado diplomático también registraba una crítica a Alemania por su falta de antagonismo hacia la postura rusa.
En 2014, tras el derrocamiento de Víktor Yanukóvich, presidente prorruso de Ucrania, fuerzas militares rusas se trasladaron a la región ucraniana de Crimea, forzando un referéndum bajo presencia militar que desembocó en su anexión formal por parte de Rusia, una acción que provocó la condena internacional y fomentó un importante movimiento separatista también en la región de Donbass. Las constantes tensiones mutuas y el continuo expansionismo de la OTAN acabaron provocando el fracaso de los acuerdos de Minsk destinados a mitigar el conflicto.
Finalmente, en febrero de 2022 Rusia lanza la ofensiva militar contra Ucrania con el objetivo de desmembrar los territorios del este y del sur, y de celebrar de nuevo elecciones para que los gobiernos alineados con Moscú recuperen el control de la región vecina al Mar Negro. Tan inmoral como mal calculada, la operación dirigida por Vladimir Putin vio surgir la resistencia del no menos controvertido actor y presidente ucraniano Volodimir Zelenski, un personaje más inclinado a la seducción del protagonismo que le reservaba su nuevo papel de marioneta de Washington que al interés por proteger la vida de la población ucraniana buscando un compromiso a largo plazo con la comunidad internacional para evitar un conflicto directo.
La letra Z pintada en los tanques y batallones invasores, cuyo significado exacto se desconoce, pero de la cual se especula que significa «zapad» (oeste) o «za pobedu» (victoria), se ha convertido en la materia de las noticias que invariablemente informan de las mortíferas agresiones rusas junto con las sanciones económicas adoptadas por los países del Atlántico Norte contra Moscú. Aunque el futuro próximo demuestre que no habrá victoria rusa, la letra Z también puede simbolizar el final del repertorio occidental al desencadenar una serie de elementos polémicos en Europa central: el doble rasero habitual de Occidente, especialmente en lo que respecta a los derechos humanos y la democracia; las narrativas cínicas que ignoran la historia geopolítica de los últimos treinta años en detrimento de un relato falaz del expansionismo imperial ruso como peligro para los países de Europa Occidental; la arrogancia de la élite tecnocrática del «primer mundo», incapaz de generar respuestas a la altura de las promesas originales del proyecto continental; la falta de criterios analíticos de esta misma élite para un cálculo comparativo de la resiliencia sociopolítica entre Rusia y los países occidentales, que acabará deteriorando la plenitud de las democracias locales y no garantizará un cambio de régimen en el Kremlin; las oportunidades de una estrecha cooperación entre Rusia y China, así como una aceleración de la influencia china entre los países del Sur Global y su papel cada vez más predominante en un nuevo multilateralismo.
Obviamente, no puede descartarse el otro final: la guerra nuclear total. Escapando de este escenario, corresponderá a Estados Unidos seguir insistiendo en un discurso de lucha contra los enemigos exteriores para evitar la confrontación interna con su propio deterioro colectivo y el paroxismo de una guerra civil.
Un régimen de control híbrido
La naturaleza de las últimas guerras sirve de base suficiente para demostrar la transición de los dos mundos mencionados. Además de los ejércitos nacionales, en los escenarios bélicos entran en juego grupos armados de mercenarios, sistemas de espionaje operados por empresas multinacionales, carreras espaciales lideradas por corporaciones privadas, manipulación de los sistemas judiciales, medidas económicas punitivas, narrativas mediáticas controvertidas y sabotajes a distintos niveles, como la explosión del gasoducto Nord Stream que conecta Alemania y Rusia. En definitiva, los procesos de transnacionalización derivados de los avances tecnológicos y la transferencia de recursos públicos a corporaciones privadas en coexistencia con modelos institucionales previamente existentes, han dado lugar a las denominadas guerras híbridas. En ellas se mezclan tipos de guerra militar convencional y cibernética, junto con la desinformación, la diplomacia, la intervención económica y el uso de proxies.
La versatilidad de esta estrategia reside en la eliminación de las barreras entre la guerra y la paz, creando una condición de vulnerabilidad permanente del enemigo. De hecho, el objetivo de la guerra híbrida no es siempre la victoria clásica, sino sembrar el caos, socavar la legitimidad y credibilidad del adversario, desestabilizándolo permanentemente desde dentro hacia fuera.
Este contexto se explica en términos políticos más amplios, de un mundo sin un «exterior» tangible, una sociedad con una base identitaria frágil, principios mercantiles y relaciones inestables entre sujetos aislados. Mientras tanto, cobra fuerza el concepto foucaultiano de biopoder, como cambio paradigmático en la forma de entender cómo el poder deja de ser meramente represivo y disciplinario, y pasa a movilizar toda una serie de técnicas y saberes que afectan a los sujetos desde dentro, definiendo patrones de control adaptados a las últimas exigencias hegemónicas de apropiación, producción y acumulación.
Las nuevas cosmotecnologías [4][4] Augé, M. (2011). Où est passé l’avenir? París: Ed. Points sustituyen a las cosmologías tradicionales y potencian el ejercicio del biopoder tanto en términos simbólicos como materiales. En el primer caso, a través de la biopolítica, cuyo objeto es la gestión de la población a partir de la máxima recolección de datos. En el segundo caso, a través de una psico-anatomo-política [5][5] Michel Foucault sólo utilizaba el término anatomopolítica. Recientemente Byung-Chul Han lo actualizaría a psicopolítica. Nuestra opción, considerando la extensión materialista, es la psicoanatomopolítica. destinada a captar la vitalidad individual y a forjar los procesos de autoexplotación.
La reterritorialización biopolítica entre lo generativo y lo degenerativo
Por mucho que a las puertas de Europa la guerra y sus liderazgos anacrónicos desafíen la paz de un orden que se creía establecido, lo que está en juego en este curso histórico es la contienda simultánea por las últimas fronteras, la del cuerpo y la del planeta. La negociación en estos últimos campos de batalla exige la aceptación de un nivel desconocido de ingobernabilidad junto a la sofisticación del fenómeno del apartheid contemporáneo.
Lo que está en juego en este curso histórico es la contienda simultánea por las últimas fronteras: la del cuerpo y la del planeta.
Con la llegada de la era del «big data», que convierte a los usuarios en mercancías en un escenario de inagotables ofertas, servicios y monetización de datos, la propia noción de Historia pierde su profundidad ontológica para dar paso a una Geografía omnipresente de redes y algoritmos que se nutren del conocimiento colectivo acumulado y funcionan como reguladores de las interacciones sociales.
La popularización de la inteligencia artificial, entendida como una tecnología «generativa» capaz de producir entendimiento lingüístico, crear nuevos datos y ampliar modelos lógicos a partir de repositorios preexistentes —a ejemplo del recién lanzado ChatGPT—, tiende a aumentar las trampas deterministas del solucionismo tecnológico y de la autosuficiencia. Pero mientras el portfolio de acciones se expande, también desplaza y resignifica todo el conjunto de actividades humanas. No sería sorprendente asistir en los próximos años al surgimiento de versiones modernas de los luditas ingleses del siglo XIX.
La misión civilizatoria respecto a los cambios socio-técnicos del siglo XXI consistirá en poner en la balanza aquello que se gana y se pierde con dichas derivas tecnológicas, y poder juzgarlo desde una mirada posthumanista libre de connotaciones nostálgicas. Además, implicar la política para garantizar el ejercicio de la reflexividad como la presentó Giddens, o sea, un aspecto surgido de la creciente conciencia y autoconciencia generadas por los procesos de globalización, industrialización y cambio social, bajo una pedagogía «generativa» elaborada para superar los estados de precariedad, soledad y excesos que caracterizan a la economía de las atenciones.
En este sentido, cobran valor los procesos degenerativos que el capitalismo suele dejar en la sombra. Si el puente que cruza el fracaso del realismo geopolítico resiste, quedará por constituirse una esfera legítima de autoridad global que involucre un sentido orgánico de responsabilidad planetaria más allá de las fronteras nacionales y del transnacionalismo corporativo. Es un camino largo, pero la velocidad de los acontecimientos actuales nos exige un cambio inmediato.
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