La fuerza de la disidencia solidaria en el auge del autoritarismo ultraliberal

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Jean Wyllys | Judith Butler
Dic, 2021
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Durante la última década hemos sido testigos de un resurgimiento global del autoritarismo y de la extrema derecha, con el auge del trumpismo en Estados Unidos, el bolsonarismo en Brasil, pasando por el orbanismo en Hungría y la consolidación del poder de Putin en Rusia, como respuestas al agotamiento de la fase política liberal tras la caída del muro de Berlín. Este período viene acompañado por dos importantes transformaciones culturales: por un lado, un proceso incluyente de reconocimiento y defensa de derechos civiles de grupos desfavorecidos, más allá de la perspectiva clásica de clases sociales, considerando también raza y género. Por otro lado, la tecnología se ha incorporado a la vida cotidiana, permitiendo la globalización y conformando entornos sociotécnicos ambivalentes —en lo que se refiere a control y emancipación— que ampliaron las diferencias entre la vida sin fricción de los ricos y la segregación de los pobres.

Desde un punto de vista crítico, no fueron suficientes las advertencias en los años 70 y 80 de que el bienestar de los países ricos se estaba financiando desde fuera de sus fronteras, exactamente a través de la explotación de los países pobres. Tampoco fueron eficaces los alegatos que, en los años 90, defendían la necesidad de «otra» globalización, ni los avisos, ya en el siglo XXI, sobre los peligros del nuevo nivel especulativo del sistema financiero mundial y de la tecnocratización de la política, que han dado origen a un largo período de austeridad para las cuentas públicas y de ganancias extraordinarias para los grandes bancos y corporaciones. Todo esto nos trae a un presente en el que, una vez ignoradas todas estas lecciones históricas, vemos la emergencia de una extrema derecha global, reaccionaria y nostálgica, que busca restituir un sentido de mundo irrecuperable.

Foto_ Colores-Mari_ CC BY 2.0

Migración y diversidad sexual como cuestiones inconvenientes

Un rápido análisis de los diversos movimientos de extrema derecha actuales hace evidente que uno de sus denominadores comunes son los discursos en contra de las políticas de género feministas, en defensa del monopolio moral de la heteronormatividad. Existe un temor subyacente a que la aceptación del movimiento LGBTQ suponga la destrucción de la nación, la familia nuclear y de la humanidad, en su conjunto, representada por la figura patriarcal del hombre. La identificación de una serie de movimientos sociales con lo demoníaco y lo diabólico, es decir, como algo que debe ser eliminado, destruido y ahuyentado fuera de los límites de la nación, define la esencia misma del fascismo.

Hay un discurso parecido en lo que respecta a la migración, según el cual la civilización occidental estaría bajo el peligro de una invasión por parte de pueblos bárbaros. Este miedo, así como la voluntad de proteger el núcleo espiritual de estas naciones, se usa para justificar el cierre de fronteras y la expulsión y la subyugación de personas migrantes mediante su detención indefinida en centros de internamiento a lo largo y ancho de territorios que son usados como zonas de contención. El objetivo es el mismo: evitar que lo que es caracterizado como una fuerza impura y destructiva acceda al cuerpo político de la nación. Estas técnicas de detención indefinida y discursos de superioridad dirigidos principalmente a la identidad árabe y musulmana, recuerdan sombríamente a los procesos de deshumanización que padecieron los judíos a mediados del siglo XX. Estos grupos humanos, junto con muchos otros, son considerados elementos corrosivos que deben ser aniquilados, expulsados, escondidos o detenidos de manera indefinida. El mensaje último es claro: la nación debe ser purificada.

Todas estas tensiones vienen enmarcadas en un escenario de consolidación neoliberal del cual ni siquiera las luchas contra la injusticia son capaces de escapar completamente. Mientras personajes anarco-reaccionarios como Elon Musk están dispuestos a financiar golpes de Estado y gobiernos anti-democráticos en países de interés estratégico para sus negocios, las luchas en contra de la dominación ganan nuevos niveles de complejidad en el tejido social. La lógica neoliberal, instaurada sobre un individualismo triunfante, busca incesantemente apropiarse de las potencias transformadoras del mundo. Su astucia radica precisamente en disputar la regulación de los procesos sociales, absorbiendo y neutralizando cualquier lucha que aspire al cambio. Esta amenaza constante incide también en una peligrosa retroalimentación entre dinámicas emancipatorias y reaccionarias.

Hay claras fallas en la organización social de necesidades básicas tales como la vivienda, la salud, el trabajo y la seguridad alimentaria. Estamos siendo testigos de la destrucción física, literal, del mundo que habitamos, lo que a su vez inocula a nuestras sociedades con sentimientos de confusión y frustración. En lugar de identificar y nombrar explícitamente la raíz y los orígenes de este terror y de esta destrucción inminente, el movimiento de extrema derecha identifica las minorías raciales y sexuales, las disidencias de género y las fuerzas progresistas como los motores y los impulsores de este ataque, restando valor al colapso climático, cuando no negando abiertamente sus síntomas.

Si queremos parar el avance del autoritarismo, las fuerzas demócratas y antifascistas no debemos limitarnos a cuestionar el funcionamiento de las grandes plataformas ni regodearnos en una suerte de nostalgia de un mundo predigital. Nuestra tarea es mucho más difícil: debemos fomentar la reflexión crítica, empujar a las personas a salir del vacío intelectual y a asumir su responsabilidad como entes políticos.

En lugares como Brasil hemos visto cómo la destrucción de servicios sociales mediante modelos neoliberales de gobernanza y el auge de una derecha virulentamente homófoba, tránsfoba y antifeminista han venido acompañados por el avance del movimiento evangelista conservador, que ha suplantado lentamente la preeminencia de la teología de la liberación y otras formas de cristianismo. La familia nuclear se celebra como el único espacio en el que la estructura social permanece estable y sólida, con la masculinidad y el patriarca a su cabeza. Esto entra en conflicto con las nuevas configuraciones familiares que se han expandido a lo largo de las últimas décadas: familias gays y lesbianas, crianzas queer, jóvenes con identidades de género fluidas, etc. Hay feministas criando fuera del matrimonio, o negándose a criar. Hay cada vez más personas que disuelven sus matrimonios, o que establecen nuevos tipos de vínculos más o menos complejos con una o más personas. Todas estas nuevas familias son percibidas como amenazas para la familia tradicional. Es evidente que no lo son, pero ciertamente cuestionan la supuesta universalidad y preeminencia del poder patriarcal y su capacidad de organizar y afianzar el núcleo familiar mediante la heteronorma.


Plataformas digitales y la explotación de las bajas pasiones

Del mismo modo que el surgimiento del fascismo en Europa en los años treinta fue facilitado por el advenimiento de las tecnologías de comunicación masiva, el ciclo actual está estrechamente vinculado a las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Nuestra relación con Internet está completamente mediada por las redes sociales y los conglomerados corporativos que las controlan. Estas plataformas determinan las relaciones que establecemos en ese contexto, interpelando a los «bajos afectos»: la rabia, el miedo, la inseguridad, la ansiedad… Esta estrategia se basa en la explotación de todo un proceso neuroquímico que nos lleva a necesitar cada vez más estímulos y pasar más tiempo en las redes sociales, en busca del próximo «chute» de endorfinas.

Cuanto más tiempo pasamos en línea más susceptibles somos a la publicidad que se cuela entre los contenidos digitales que consumimos. La publicidad en el ámbito digital es la fuerza motriz que impulsa el funcionamiento de las grandes plataformas. En un contexto marcado por el neoliberalismo, el modelo de negocio de las plataformas, en tanto que empresas privadas, se guía por el beneficio que puede extraerse de la explotación de nuestros afectos más básicos y no de las consecuencias políticas y sociales que esto conlleva. Es lo que Shoshana Zuboff llama «capitalismo de vigilancia»; porque además de explotar nuestras emociones y pasiones, nos coloca bajo una conectividad y una vigilancia permanente por parte de agentes corporativos que aspiran a mercantilizar nuestros datos y saturar nuestra vida digital con estímulos comerciales.

Este ambiente ha fomentado el ascenso al poder de populistas que basan su discurso en la exacerbación de esos mismos afectos y emociones. En su último libro, Moisés y la religión monoteísta, Freud se plantea la cuestión de la intermitencia de las democracias: ¿Por qué no son las democracias sistemas perennes? ¿Por qué hay más autocracias, teocracias y regímenes autoritarios en el mundo que democracias? Freud busca la respuesta en el individuo, y la encuentra en procesos de identificación. Tanto Bolsonaro como Trump u Orbán fueron elegidos de forma democrática. Hay algo en el discurso de la extrema derecha que interpela a un aspecto de la subjetividad y de la psique humana y hace que las masas, las mayorías, asuman su discurso y se adhieran a él. El avance del autoritarismo está estrechamente ligado al uso de discursos nacionalistas y asociado al crecimiento de las versiones más fundamentalistas de las grandes religiones monoteístas –del judaísmo, pasando por el cristianismo hasta llegar al islam. Mediante procesos subjetivos de identificación, la gente delega y transfiere su responsabilidad individual a un padre, a un Dios, a un líder político, a una patria. En definitiva, al mito de una autoridad superior.

Si queremos parar el avance del autoritarismo, las fuerzas demócratas y antifascistas no debemos limitarnos a cuestionar el funcionamiento de las grandes plataformas ni regodearnos en una suerte de nostalgia de un mundo predigital. Nuestra tarea es mucho más difícil: debemos fomentar la reflexión crítica, empujar a las personas a salir del vacío intelectual y a asumir su responsabilidad como entes políticos. Y esta labor debe construirse sobre dos cimientos estratégicos: la identificación y el reconocimiento de las causas subyacentes de la precariedad y la articulación de alianzas basadas en la solidaridad y la esperanza radical. Debemos construir una red transnacional bajo principios alternativos al neoliberalismo.


Solidaridad y disidencia

La acumulación capitalista y la especulación financiera destruyen vidas, produciendo sujetos endeudados crónicamente que no son capaces de devolver sus deudas y viven subyugados. Debido al aumento de la precariedad y la temporalidad del empleo, que se ha convertido en la norma, el trabajo ha dejado de ser una garantía de ingreso decente y de seguridad social. La protección social contra el hambre, la enfermedad y la carencia de hogares en los países supuestamente desarrollados se ha visto muy debilitada por una extracción de la riqueza social cada vez mayor, por parte de una élite cada vez más rica; y a que la explotación de los países del Sur global ya no es suficiente para mantener a la clase media del Norte. Los ataques de las grandes corporaciones a las organizaciones sindicales han socavado su capacidad para apuntalar y defender los derechos de los trabajadores. La sensación de precariedad se ha intensificado. A esto hay que sumarle la crisis climática, innegable ya, se mire por donde se mire. La gente siente el hambre acechando desde cada vez más cerca.

Foto_ Hossam el Hamalawy_ CC BY 2.0

Teniendo en cuenta todo esto, es imperativo que la disidencia venga acompañada de procesos de articulación. Debemos ser capaces de identificar y nombrar claramente los orígenes de la precariedad, las auténticas amenazas para la vida. ¿Cómo hacerlo? Denunciando las necropolíticas que se ponen de lado de las grandes empresas y los intereses privados en el contexto del conflicto entre el capital y la vida en el que nos encontramos. No podemos limitarnos a negar y rechazar las acusaciones absurdas de una derecha fanática; debemos reconocer ese miedo ante la destrucción de la vida, apelar a él y dar respuestas. Que las fuerzas productivas, la salud, el refugio y los medios de vida de la mayoría de personas están siendo destruidos es un hecho innegable. Pero el neoliberalismo es un concepto abstracto que todavía suena muy ajeno a las vidas cotidianas de muchas personas. Nuestra obligación es aterrizarlo y hacer visibles los procesos sociales y económicos que llevan a tantas personas a vivir presas del pánico.

En este trabajo la compasión juega un rol importante. Es clave reconocer que este miedo y este temor a la destrucción es real y legítimo, y algo muy humano que todas las personas tenemos en común. Por otro lado, hay una tendencia innegable a la reproducción de ciertos privilegios dentro de los movimientos sociales, y esto es algo que debe ser tenido en cuenta. Es necesario que estemos dispuestos a tener conversaciones complejas y hacer frente a confrontaciones. El conflicto puede ser agotador, pero todos tenemos mucho que ganar de un diálogo bien encarado. Solo el conflicto y la disidencia pueden cuestionar el statu quo y promover la transformación social.

Si recordamos el proceso mediante el cual el feminismo negro ha alcanzado su rol crucial en el seno de los debates académicos y de los movimientos sociales contemporáneos, vemos que solo ha llegado donde hallegado mediante la confrontación. La confrontación del privilegio blanco, específicamente. Es importante que desarrollemos estrategias colectivas de gestión del conflicto. Y, en un sentido más individual, debemos estar preparados para ser confrontados y escuchar cuando se nos dice que alguna de nuestras conductas es problemática, aunque sea de manera inconsciente. Como sujetos atravesados por el privilegio, debemos estar abiertos a ser cuestionados y aceptarlo como una oportunidad para aprender, sin reaccionar automáticamente de manera defensiva. La solidaridad no consiste tan sólo en que diferentes identidades entren en contacto: debemos aceptar la transformación mutua que implica este diálogo, y estar dispuestos a ella. Esto es lo que permite que la solidaridad perdure en el tiempo.

Hay un relato muy peligroso que describe los desarrollos de las últimas décadas como una cronología lineal en la que un movimiento progresista ha rechazado los principios de un movimiento anterior y lo ha sustituido, alzándose como lo que es realmente progresista y feminista: primero estaba el feminismo, y luego el movimiento de gays y lesbianas, luego el movimiento queer y después el transfeminismo. Pero, en realidad, la nuestra es una historia de coaliciones difíciles y necesarias entre comunidades y movimientos sociales superpuestos que, ahora más que nunca, deben encontrar maneras de trabajar juntos mediante redes solidarias. Debemos recordar que el consenso no es un requisito indispensable para la solidaridad, y que la solidaridad no es siempre algo bonito: muchas veces está hecha de rabia y dificultad.

El momento actual pone de relevancia la necesidad de reforzar las alianzas basadas en la solidaridad. Hay una razón muy importante para ello, y debemos mantener esta razón bien clara ante nosotros: el nuevo fascismo. Creemos importante llamarlo así —fascismo—, porque no solo ataca aquello que llaman «la ideología de género»; este ataque se integra en una virulenta apología de los valores tradicionales, la familia heteronormativa y el poder patriarcal, no solo a nivel familiar, sino también en la vida y las políticas públicas. Si nos fijamos, por ejemplo, en el movimiento antifeminista de la derecha, los ataques no se centran solo en la libertad sexual y los derechos reproductivos de las mujeres; están atacando a la vez el matrimonio gay o los derechos trans. Están atacando también los derechos de los trabajadores y de los pueblos originarios a decidir soberanamente sobre los bienes comunes. Están intentando derogar leyes progresistas para restaurar un orden social que consideran que ha sido destruido por fuerzas progresistas y disidentes. No es una reacción, es un proceso de restauración. Quieren que las cosas «vuelvan a su sitio». Y no solo a nivel legislativo: quieren volver a encerrar a la disidencia política y sexual en los armarios, cerrar centros comunitarios y volver a criminalizar y patologizar las nuevas formas de organización social, tanto en el ámbito público como en el privado.

El conflicto puede ser agotador, pero todos tenemos mucho que ganar de un diálogo bien encarado. Solo el conflicto y la disidencia pueden cuestionar el statu quo y promover la transformación social.

Así que no es el momento de que la transfobia se alce como adalid del feminismo. Un feminismo que discrimina y que acepta y promueve la desigualdad no es feminismo. Nadie está a salvo: puede que no te consideres parte de la disidencia, pero en el fascismo, alguien va a decidirlo por ti. Cualquier persona lo suficientemente violenta puede agredirte en medio de la calle porque considera que no te ajustas a los parámetros de género tradicionalmente asignados a tu sexo. Ante esto, el movimiento feminista de defensa de los derechos de las mujeres es también el movimiento en defensa de los derechos de los gays y lesbianas, bi, trans y personas con identidades de género disidentes. Todas estas luchas están conectadas mediante una serie de enemigos comunes que ya hemos enumerado.


Identidades diversas y objetivos comunes

El feminismo está definido por una solidaridad que atraviesa sexo, raza y fronteras nacionales. Su impulso reside en la posibilidad de todas las personas de conectarse a este espacio sin dejar de lado las especificidades de su identidad. No es fácil avanzar codo a codo con diferentes aliados políticos, pero es nuestra única opción si queremos ser capaces de combatir este nuevo fascismo basado en la supremacía blanca, el hipernacionalismo, la destrucción de la tierra por parte de grandes corporaciones y la «libertad» de atacar a la población civil. La movilización necesaria para hacer frente a todo esto debe estar articulada alrededor de una solidaridad en constante expansión.

Últimamente se habla mucho de lo que algunas personas identifican como «políticas de la identidad» que, según algunas personas, provocan luchas internas dentro del movimiento progresista y socavan la lucha real de la izquierda, que debe estar enfocada siempre en última instancia a la clase y al capitalismo. Desde esta perspectiva, las políticas de identidad se perciben como superfluas. Pero lo que esta mirada parece ignorar es que existe una crítica feminista al capitalismo. Hay huelgas feministas, y una larga tradición académica de feminismo marxista que lleva analizando y debatiendo el rol de la reproducción social y del trabajo de cuidados desde una perspectiva materialista desde hace décadas. Por otro lado, los movimientos feministas, queer, gay y lésbicos se articulan en torno a la igualdad y la libertad, es decir, en torno al derecho a vivir libres de violencia y de discriminación. Es decir, las radicales aspiraciones de estos movimientos sociales, que demasiadas personas reducen a la identidad, no son más ni menos que los preceptos fundamentales de la democracia más básica.

Es necesario que todas las fuerzas dentro del espectro político disidente, —marxistas, progresistas, feministas, queers, etc. —, luchen codo a codo contra su enemigo común. Y es dentro mismo de este espacio político común donde debemos poner en práctica la disidencia. La idea de las políticas de identidad está siendo usada para recentrar y consolidar la preeminencia de la supremacía masculina en la izquierda. Así que, ciertamente, es necesario hacer frente a discusiones difíciles y cuestiones complejas, pero cruciales, en el seno mismo de nuestra alianza solidaria. Pero no debemos olvidar cuál es sin duda el movimiento identitario más poderoso en el mundo hoy en día: la supremacía blanca. La supremacía blanca es la identidad fundamental en el centro de toda la política actual. Ahora mismo, buques poderosísimos equipados con las más punteras tecnologías que la humanidad ha sido capaz de desarrollar surcan el Mediterráneo, repeliendo pateras llenas de personas desamparadas y empujándolas a la muerte. Y estos barcos defienden una identidad. Una identidad nacional, europea y blanca. Forman parte de todo un proyecto político basado en la misma.

Debemos ser claros sobre a lo que nos referimos cuando hablamos de reconocer identidades diversas. No se trata de luchar contra la heterosexualidad, los hombres blancos, las amas de casa o la familia nuclear. Lo que se quiere es garantizar el ejercicio pleno de los derechos civiles y políticos de todas esas personas que no pertenezcan a un grupo hegemónico. Obviamente, en el contexto neoliberal en el que nos encontramos, debemos ser conscientes de todas las estrategias de apropiación que, mediante el individualismo y el consumismo, pretenden reconducir la identidad hacia una fuente de retroalimentación del propio sistema. Pero, una vez establecido eso, debemos reconocer que sólo reconociendo y garantizando el derecho a existir en igualdad de condiciones de las minorías y de los grupos menos privilegiados podremos ignorar nuestras diferencias y centrarnos en trabajar por un mismo objetivo: la lucha contra cualquier tipo de dominación.


De la resistencia al poder regenerativo de la esperanza radical

Una importante fuente de inspiración en la articulación de alianzas solidarias en defensa de la vida y del planeta frente a constantes intentos de subyugación es la lucha de los pueblos indígenas. Ailton Krenak describe en Cómo sobrevivir al fin del mundo cómo los pueblos indígenas han sobrevivido siempre a los numerosos «apocalipsis» a los que se han enfrentado. Se han reinventado y han resistido, han transmitido sus saberes y han conservado los bosques, las selvas, la flora, y sus conocimientos ancestrales. Krenak defiende la necesidad de aprender de esa resiliencia de los pueblos originarios.

Sin embargo, volver la mirada hacia las enseñanzas de los pueblos indígenas no debe significar ignorar los retos y las oportunidades que nos brinda la tecnología. Nuestro imaginario de la tecnología está secuestrado por la distopía, pero no podemos pensar en un mundo sin ella, porque somos seres culturales y tecnológicos. Así, debemos apropiarnos de esa tecnología para crear una red mundial de solidaridad. Hay dos palabras que han sido muy desgastadas por los neoliberales y de las que debemos reapropiarnos: globalización y mundialización. ¿De qué modo? Respetando nuestra diversidad, cultural e ideológica, pero formando al mismo tiempo una red de colaboración y solidaridad internacional.

Foto_ Dima Bushkov_ CC BY 4.0

Debemos invertir en el espacio público y cultivar lugares de encuentro donde, a través de las artes y los rituales laicos, nos sentemos con más frecuencia a comer juntos en la misma mesa, tanto en un sentido literal como figurado. Puede sonar naif decir esto, pero no lo es. Esto es lo que nos va a salvar: destruir esta idea abstracta del enemigo y del peligro. El progreso tiene como prerrequisito la fe en la posibilidad del cambio y la transformación de la realidad. El futuro no existe sin esperanza.

Elsa Dorlin habla del júbilo de la huelga, del tipo de alegría enorme e incondicional que implica ir a la huelga. Cómo comer juntos o cantar, o hacer huelga, está íntimamente ligado a lo colectivo y lo comunitario. Son momentos suntuosos basados en la alegría y la euforia. La euforia de decir «no», finalmente, a la explotación o al extractivismo, a una violencia a la que una persona ha estado sometida durante demasiado tiempo. El acto de decir «no», junto a otras personas, se convierte en un momento contundente de solidaridad que es enormemente emocionante. El éxito fulgurante del movimiento «Ni Una Menos» en Argentina y Latinoamérica, o los movimientos juveniles en contra del cambio climático, son ejemplo de la llamada a la acción que resulta de la disidencia colectiva. Es una interpelación mutua a la rebelión que se está construyendo de forma colectiva en ese mismo momento y que es emocionante y electrizante e, incluso, alegre.

Cuando un grupo de activistas egipcios que participaron en las movilizaciones en la plaza de Tahrir en El Cairo visitaron el campamento de Zuccotti Park hace unos años, lo primero que hicieron fue preguntar por la música. «¿No hay música?», se extrañaban. «Sin música no vais a durar» explicaron al fin. «Necesitáis alegría». La alegría regenerativa con y mediante las otras personas es parte integral de la solidaridad. ¿Cómo podemos conseguir llevar a cientos de miles de personas a la calle? Debemos convertirlo en algo emocionante, inspirador y entusiasmante. Pero no de una forma maníaca o fugaz: debe ir acompañado de acción legislativa y otro tipo de victorias, como las luchas por el derecho al aborto en Argentina o el movimiento antidesahucios en Barcelona, que inspiran a su vez a movimientos similares a lo largo y ancho del globo, como en Oakland, en los Estados Unidos, o en Polonia.

A pesar de todo el sufrimiento a escala global y de la desesperanza generalizada, este tipo de movimientos todavía nos permiten vivir momentos de júbilo y alegría regenerativa y nos ofrecen la posibilidad del entusiasmo y la incentivación mutua. No se trata de un placer individual: es un placer que nos atraviesa para ir más allá de nosotros mismos, una alegría comunal que debe formar parte integral de cualquier movimiento de solidaridad si queremos que sobreviva y sea lo suficientemente fuerte como para servir de espina dorsal de todas las luchas que deben entrelazarse para hacer frente al nuevo fascismo.

Este texto recoge las ideas presentadas en una conversación entre los autores en el marco del seminario «De la desobediencia a la solidaridad», organizado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB).

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