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Laura Basu

La novela utópica de 1975 de Ernest Callenbach, Ecotopía [1][1] Gracias a Andrés Lomeña por sus comentarios sobre Ecotopía en Octagón 2019, que me recordaron esa novela, que leí por primera vez como parte del proyecto Utopias Salon en Cardiff., describe un mundo en el que Oregón, California del Norte y el estado de Washington se separaron de Estados Unidos (EE.UU.) 20 años atrás, para formar su propia sociedad. Su economía es de «estado estacionario» con una jornada laboral semanal de 20 horas y colectivos de trabajadores que crean con dedicación y cariño productos diseñados para durar, en una atmósfera que borra la frontera entre el trabajo y el tiempo de ocio. El transporte público, de alta tecnología, conecta redes de «mini ciudades» descentralizadas, en algún lugar entre lo urbano y lo rural. Los habitantes viven en pequeñas colectividades con sus familias elegidas y en alojamientos modulares, de modo que pueden añadir y quitar habitaciones según la evolución del grupo familiar a lo largo del tiempo. Su sistema político combina la democracia directa con la representativa, y en él la toma de decisiones forma parte de la vida cotidiana y social.
Todo esto está muy lejos de parecerse a nuestras sociedades actuales, donde la triple crisis de la catástrofe climática, la pandemia y los disturbios civiles mundiales desatados por el asesinato racista de George Floyd en Estados Unidos han llevado a muchos a cuestionar profundamente nuestras estructuras sociales más fundamentales: los mercados capitalistas y el estado-nación. En la actualidad, se cuestiona abiertamente si el capitalismo es intrínsecamente jerárquico, imperialista y antitético a la supervivencia de la vida humana en el planeta Tierra. La abundancia de grupos de ayuda mutua que han surgido en todo el mundo —que ofrecen de todo, desde compras de comestibles hasta la recaudación de fondos para suministros de emergencia, pasando por llevar al trabajo a los trabajadores esenciales, hasta la fabricación de equipamiento, y todo tipo de intercambios de conocimientos y habilidades en línea; o grupos organizados no como caridad, sino como solidaridad— muestra cómo podrían ser las raíces de una sociedad alternativa.
Un artículo de la revista británica Spectator se preocupaba recientemente por el hecho de que los 34.000 británicos que han donado un millón de libras a Black Lives Matter UK están apoyando sin darse cuenta a una organización que «quiere desmantelar el capitalismo», que piensa que el cambio climático es racista, quiere abolir las prisiones, derribar las fronteras y deshacerse de la policía. Me pregunto si el autor de esa pieza ha considerado alguna vez que esos 34.000 ciudadanos no son tan inconscientes, sino que de hecho podrían estar de acuerdo con esas ideas.
Si un número creciente de personas piensa y siente los mercados capitalistas y los estados-nación como impedimentos para el florecer del ser humano en un planeta de recursos finitos, entonces es hora de que pensemos más allá de estas estructuras, más allá de los llamamientos progresistas para refundarlas, restringirlas o hacerlas más humanas. ¿Cómo sería una sociedad diseñada realmente para brindar libertad y desarrollo humano respetando los límites planetarios? ¿Existirían las ciudades? De ser así, ¿cómo serían? Con la ayuda de la ficción, la teoría y algunos ejemplos del mundo real, embarquémonos en un experimento de pensamiento imaginando una ciudad utópica pospandémica, más allá del estado y el mercado.
¿Cómo funcionaría el aprovisionamiento?
En Ecotopía, los habitantes trabajan una jornada laboral de 20 horas semanales, y la economía está finamente calibrada para aproximarse lo máximo posible a la de un estado estacionario: casi cero desechos y una tecnología desarrollada para maximizar la convivencia armoniosa con la naturaleza. Aunque La economía de estado estacionario de Herman Daly se publicó dos años después de Ecotopía, la novela sin duda se inspiró en los trabajos anteriores de Daly y muy probablemente también en los primeros trabajos de Murray Bookchin, fundador de la ecología social. De hecho, la obra de Bookchin, junto con la de las ecofeministas que comenzaron a publicarse más o menos al mismo tiempo, es más visionaria que Ecotopía, donde la sociedad alternativa está limitada por fronteras nacionales y en cierta medida organiza su aprovisionamiento a través de los mercados para el beneficio privado —aunque sean mercados bastante diferentes a los que estamos acostumbrados—. En la versión de Bookchin, en cambio, los recursos —o lo que él llama «los medios de vida»— son tratados como bienes comunes regidos por el principio de usufructo: todo el mundo tiene acceso a ellos siempre y cuando no los agoten o los estropeen. El principio del «mínimo irreductible» significa que todos tienen derecho a los medios de vida, independientemente de lo que aporten; una máxima aún más generosa que la famosa frase de Karl Marx «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad».
¿Existirían las ciudades en tal utopía? En Ecotopía, la frontera entre lo urbano y lo rural es difusa. Las nuevas «mini ciudades» son ciudades desagregadas conectadas por un transporte público ecológico y de alta tecnología, rodeadas de granjas que proveen a la comunidad más cercana. Las ideas eco-feministas y de Bookchin sugieren una política de retorno a la tierra, con comunidades relativamente autosuficientes que producen sus propios alimentos y gestionan colectivamente bienes comunes naturales como los bosques o los lagos. Por otro lado, se suele argumentar que en muchos aspectos la metrópoli —y especialmente sus barrios marginales— son la forma más ecológica de organizar a la gente. Las ciudades «okupadas» tienen una densidad máxima y un uso mínimo de energía y materiales. En ellas, la gente se desplaza a pie, en bicicleta, en rickshaw o en el taxi universal compartido, y el reciclaje es una forma de vida. Incluso en medio de la metrópoli, los barrios marginales están difuminando los límites entre la ciudad y el campo. Los residentes crían cerdos en las azoteas de los pisos, cultivan verduras en botellas de lejía usadas colgadas de los alféizares de las ventanas, y crían pollos [2][2] Brand, S. (2010, December 31). How slums can save the planet [Cómo las barriadas pueden salvar el mundo]. Prospect Magazine. https://www.prospectmagazine.co.uk/magazine/how-slums-can-save-the-planet. Sylvia Federici describe estos movimientos okupas como «experimentos de autoabastecimiento y semillas de un modo de producción alternativo en ciernes… organizando su reproducción fuera del control del estado y del mercado». Raúl Zibechi sugiere que los okupas urbanos sean considerados como «un planeta de los comunes» [3][3] Federici, S. (2019a). Commons against and beyond Capitalism [Los comunes frente a y más allá del capitalismo]. In G. Caffentzis (Ed.), Re-enchanting the World: Feminism and the Politics of the Commons. PM Press..
Las barriadas no son los únicos lugares donde los residentes utilizan métodos propios de la guerrilla, haciendo uso de los bienes comunes para alimentarse. En plena «nueva lucha por África», las mujeres sin tierra han emigrado a las ciudades y, utilizando tácticas de acción directa, se apropian y cultivan parcelas vacías de tierras públicas y privadas a lo largo de las carreteras, las líneas de ferrocarril y los parques. En Accra, los huertos urbanos de uso común suministran a la ciudad hasta el 90% de sus verduras. En la República Democrática del Congo, «la mandioca se planta por toda la ciudad, mientras que las cabras pastan a lo largo de un bulevar central que se considera los Campos Elíseos de Kinshasa». En el sur de Nigeria, algunos campus universitarios se cultivan y en algunos momentos del año se pueden ver vacas pastando en el recinto universitario antes de ser llevadas al mercado. Mediante la reapropiación de tierras y el intercambio de conocimientos y experiencias, estas mujeres están recuperando, en palabras de Fantu Cheru, «la autosuficiencia que les correspondía hasta el advenimiento del estado nacional moderno». Federici escribe: «Los agricultores urbanos están derribando la separación entre la ciudad y el campo y convirtiendo las ciudades africanas en jardines» [4][4] Federici, S. (2019b). Women’s Struggles for Land in Africa and the Reconstruction of the Commons [Las luchas de las mujeres por la tierra en África y la reconstrucción de los comunes]. In Re-enchanting the World: Feminism and the Politics of the Commons. PM Press.. Tal vez, entonces, en lugar de limitar nuestro experimento de pensamiento a las ciudades, deberíamos pensar en términos más amplios sobre una «comunidad pospandémica», que podría combinar lo rural con lo urbano.
Y no es solo la comida lo que se está organizando como bien común. Los bienes comunes de los bosques, las reservas pesqueras, el agua, la vida silvestre y otros recursos naturales posibilitan hoy día la subsistencia diaria de dos mil millones de personas. En las ciudades, existen en todo el mundo talleres de reparación, centros culturales, fuentes colectivas de energía, tiendas de intercambio, monedas comunitarias y bancos de tiempo. En Atenas, el barrio autónomo de Exarchia alberga viviendas ocupadas y centros sociales que proporcionan vivienda solidaria, atención sanitaria, espacios sociales y culturales y alimentos a una comunidad muy diversa de refugiados, migrantes y anarquistas. Sin embargo, grupos de extrema derecha y neofascistas han sido relacionados con múltiples ataques e incendios provocados contra estas viviendas okupas. El gobierno de Syriza desalojó múltiples casas ocupadas y ahora el gobierno de Nueva Democracia ha sitiado Exarchia, y sus habitantes denuncian que se han realizado redadas en sus viviendas, que se ha llevado a muchos de los residentes a párkings subterráneos donde se les ha golpeado, y que se ha dejado a niños sin padres al ser estos arrestados y encarcelados. Una campaña de propaganda en los medios de comunicación muestra las casas ocupadas como nidos de delincuencia relacionadas con el tráfico de heroína. Exarchia supone un duro recordatorio de cómo estos experimentos de autonomía siempre estarán en un estado de amenaza existencial mientras impere el capitalismo. Incluso a través de un movimiento de solidaridad internacional recientemente dinamizado, requieren de una protección firme para que las semillas de una nueva sociedad puedan crecer y florecer.
¿A qué escala funcionaría y cómo se relacionaría con otras comunidades?
En la novela de Callenbach, el nuevo estado de Ecotopía es mayoritariamente autosuficiente y comercia poco con el resto del mundo. Dentro de sus fronteras estatales, las comunidades, ya sean ciudades o algún tipo de híbrido urbano-rural, son relativamente pequeñas y autosuficientes, pero están vinculadas entre sí. Por suerte, la región ya era fértil en términos agrícolas antes de la secesión y ya contaba con las mejores universidades, ciencia de vanguardia, conservación y otras habilidades necesarias para la construcción de una sociedad justa y ecológica. Lo que no se menciona es el contexto de la economía mundial en el que la región construyó su riqueza mientras formaba parte de Estados Unidos, y de la que evidentemente sigue beneficiándose. Dentro de este mundo ficticio, sí existe segregación racial, aunque su impulso provenga de los Ecotópicos Negros y se supone que hay una verdadera igualdad (aunque el protagonista sólo parece pasar tiempo en las Zonas Blancas, entre las que incluso se habla de una especie de «relocalización» genocida de toda la comunidad negra a otra región). Los indígenas americanos, por su parte, son mencionados en términos nostálgicos, como si fueran solo una parte del pasado de la nación.
Vale la pena recordar que el capitalismo se construyó sobre el colonialismo, la esclavitud y el imperialismo, y que sigue habiendo una jerarquía global y una división internacional del trabajo. La cuestión es que, cuando se construye una «buena» ciudad, es necesario pensar en el contexto en el que opera. ¿La riqueza que se disfruta allí se basa en la explotación y la dominación sobre otras partes del mundo? ¿Quién exactamente se beneficia de esa riqueza y de dónde viene? Las protestas del Black Lives Matter, con su creciente internacionalismo y los crecientes llamamientos a favor de las reparaciones, están mostrando la importancia de una verdadera comprensión global de nuestras economías locales. Con este fin, la cuestión de las fronteras abiertas —o de su desaparición total— así como la redistribución de la tierra, están cobrando fuerza.
Todo esto está muy lejos de parecerse a nuestras sociedades actuales, donde la triple crisis de la catástrofe climática, la pandemia y los disturbios civiles mundiales desatados por el asesinato racista de George Floyd en Estados Unidos han llevado a muchos a cuestionar profundamente nuestras estructuras sociales más fundamentales: los mercados capitalistas y el estado-nación.
Pero digamos que estamos viviendo en un mundo post-capitalista, post-estado-nación. Podemos imaginar una red confederada de comunidades similar, pero sin las fronteras del estado. De nuevo, esta es la visión de muchos anarquistas y eco-feministas. En su Perspectiva de subsistencia, Maria Mies prevé comunidades relativamente pequeñas, descentralizadas, que son relativamente autosuficientes en cuanto a sus necesidades básicas. Curiosamente, aunque esos conceptos de autarquía local relativa desencadenan críticas de nativismo o aislacionismo, para Mies, un alto grado de autarquía es deseable precisamente por su potencial para superar la división internacional del trabajo. Escribe: «Solo consumiendo las cosas que producimos podemos juzgar si son útiles, significativas y sanas, si son necesarias o superfluas. Y solo produciendo lo que consumimos podemos saber cuánto tiempo es realmente necesario para las cosas que queremos consumir, qué habilidades son necesarias y qué tecnología es necesaria». [5][5] Mies, M. (1986). Patriarchy and Accumulation on a World Scale: Women in the International Division of Labour [Patriarcado y Acumulación a escala Mundial: La mujer en la división internacional del trabajo] Zed Books.
Para Mies, otra consecuencia de tal reorganización sería la reducción drástica del «trabajo no productivo», en referencia a lo que David Graeber llama bullshit jobs o «trabajos basura» —trabajos de poco valor social, apenas apreciados incluso por la gente que los realiza— serían eliminados. No habría necesidad de que un Estado decretase una jornada laboral de 20 horas semanales, porque una economía orientada a satisfacer necesidades dentro de los límites ecológicos en lugar del beneficio privado, y organizada en torno a los principios de usufructo y el mínimo irreductible, no tendría necesidad de trabajos derrochadores, destructivos o superfluos. Esto también daría pie a una sociedad mucho más respetuosa con el medio ambiente. Si una comunidad no fuera capaz de desentenderse de sus «externalidades ecológicas negativas» dejándolas en manos de terceros, probablemente cuidaría mejor de su propio medio ambiente.
Si las comunidades fueran relativamente pequeñas y autónomas, ¿no vendría esto a significar que serían incapaces de resolver problemas a gran escala o de edificar infraestructuras de gran magnitud? Antes de la colonización europea, los habitantes de la región de Taita Hills, en lo que hoy es Kenia, crearon complejos sistemas de irrigación que duraron cientos de años. La infraestructura era de propiedad común, y cada hogar era responsable de la sección que le fuese más cercana. Diversas costumbres y regímenes sociales reunían a los miembros de la comunidad para acometer reparaciones importantes y determinaban la cantidad de agua a la que cada hogar tenía derecho, así como las sanciones a las que se enfrentarían quienes violaran estas prácticas. Cuando los británicos colonizaron la región, establecieron su propio sistema de riego, orientado a la producción de cultivos comerciales. Este sistema fracasó espectacularmente durante la sequía de los años 60 y muchos habitantes volvieron al sistema anterior para poder comer. De acuerdo con la opinión de un etnólogo: «Las obras de irrigación de África Oriental parecen haber sido más extensas y mejor gestionadas durante la era precolonial». [6][6] Gelderloos, P. (2017). Anarchy Works. [La anarquía funciona] Active Distribution.
El ambientalista Ashish Kothari propone un marco alternativo para el desarrollo humano distinto del modelo de desarrollo estándar, llamado RED —democracia ecológica radical, por sus siglas en inglés. No necesitamos volver al pasado o entrar en una realidad paralela para hallar iniciativas que puedan considerarse operativas dentro de este marco. Una vez más, RED combina lo local con lo translocal. La localización supone que quienes viven más cerca de un bosque, del mar, de la costa, de una granja o una instalación urbana tendrían el mayor interés y los mejores conocimientos para gestionar el recurso en cuestión (o al menos deberían, de no ser por siglos de políticas de des-educación de las comunidades sobre sus propios entornos). Kothari apunta a miles de iniciativas en India para la recolección descentralizada de agua, la conservación de la biodiversidad, la educación, la gobernanza, la producción de alimentos y materiales, la generación de energía y la gestión de desechos; tanto en aldeas como en ciudades.
Sin embargo, un complemento necesario para esa localización es lo que Kothari denomina «planificación y gobernanza transfronterizas y del paisaje», también conocido como biorregionalismo o ecorregionalismo. Esto supone que distintas comunidades se reúnan para resolver los problemas que afectan a paisajes terrestres y marítimos por entero. Aunque este tipo de organización se encuentra aún en un estado incipiente en India —el objetivo de Kothari— el Arvari Sansad (Parlamento) de Rajastán reúne a 72 aldeas para gestionar una cuenca fluvial de 400 km cuadrados mediante la coordinación entre las mismas, elaborando programas integrados para el desarrollo y la gestión de la tierra, la agricultura, el agua, la vida silvestre. En Maharashtra, una federación de asociaciones de usuarios de agua se ha hecho cargo de la gestión del Proyecto de Irrigación Waghad, siendo la primera vez que un proyecto gubernamental ha sido delegado completamente a la gestión de la población local. A juicio de Kothari, para que el biorregionalismo funcione es fundamental que las comunidades rurales tengan más voz en la utilización de sus recursos y que los habitantes de las ciudades sean más conscientes del impacto de sus estilos de vida. A medida que se revitalicen las aldeas mediante iniciativas de desarrollo adecuadas a nivel local, la migración del campo a la ciudad podría disminuir, o incluso invertirse, como ya ha sucedido con ciertas aldeas de los estados de Maharashtra, Madhya Pradesh y Rajastán. [7][7] Kothari, A. (2014, April 22). 10 Principles of Radical Ecological Democracy [Principios de la Democracia Ecológica Radical]. Films For Action. https://www.filmsforaction.org/articles/towards-alternatives-radical-ecological-democracy/
Pensar más allá del estado-nación implica, por lo tanto, hacerse pequeños y también grandes, con comunidades de escala reducida en cuanto a unidades básicas de producción, consumo y vida diaria; pero confederadas en redes que abarquen otras comunidades. En lugar de llevarnos a un campanilismo sin perspectiva, la superación de las fronteras del estado-nación podría fomentar el libre flujo de personas, habilidades e ideas.
¿Cómo serían las relaciones de género y la vida familiar?
El «Partido de la Supervivencia» que gobierna Ecotopía está dirigido por mujeres, y se supone que en la novela las mujeres están empoderadas, poseen un control pleno sobre sus cuerpos y comparten con los hombres las tareas domésticas. Sin embargo, el trabajo de Callenbach todavía refleja algo de ese chauvinismo propio de los años 70. Las mujeres, aunque atléticas y «sin adornos», «todavía se presentan… femeninas», mientras que los hombres, aunque sensibles, «todavía parecen masculinos». En un momento del libro, el protagonista se lesiona y es ingresado en un hospital, y para ilustrar el enfoque «holístico» del sistema de salud una enfermera le masturba.
Además de constituir una proporción cada vez mayor de la mano de obra remunerada (a menudo peor remunerada que la de los hombres), las mujeres realizan el 76% de las labores reproductivas, es decir, el trabajo de reproducción de la vida, mediante la crianza de los hijos, el cuidado, la limpieza, la alimentación y el suministro de combustible [8][8] Othim, C., & Saalbrink , R. (2019, October 1). It’s time to tax for gender justice. [Ha llegado el momento de una fiscalidad por la justicia de género] OpenDemocracy. https://www.opendemocracy.net/en/author/caroline-othim/. Por ser las principales proveedoras de alimento y combustible, Naciones Unidas estima que el 80% de los desplazados por el cambio climático son mujeres. Además, el hogar familiar también puede ser un lugar peligroso e incluso mortal para las mujeres, ya que una de cada tres mujeres sufre violencia, generalmente a manos de un compañero sentimental. La pandemia ha agravado estos problemas y los ha hecho más visibles.
No será posible fundar una sociedad post-COVID-19 sin eliminar la violencia contra las mujeres y las personas queer, trans y no binarias; y sin corregir el desequilibrio del trabajo reproductivo. Respecto a la perspectiva de subsistencia, Maria Mies escribe: «La perspectiva de una economía autárquica relativa basada en relaciones no explotadoras con la ecología, con otros pueblos, con la gente dentro de una región, con pequeñas unidades descentralizadas de producción y consumo no es, para las feministas, lo suficientemente amplia si no comienza con un cambio radical de la división sexual del trabajo».
El camino hacia una sociedad libre y no explotadora debe comenzar con la autonomía de la mujer sobre su cuerpo, su sexualidad y su vida. La violencia hacia las mujeres en la que se fundamenta el patriarcado debe desaparecer, al igual que el control estatal de la fertilidad de las mujeres. A menudo los ecologistas señalan los riesgos de la superpoblación, ignorando muchas veces el hecho constatado de que, cuando las mujeres tienen la posibilidad de elegir, eligen tener menos hijos: «la verdadera liberación de la mujer será el método más barato y eficaz para restablecer el equilibrio entre el crecimiento de la población y la producción de alimentos».
En segundo lugar, los hombres tendrían que pasar a compartir el trabajo reproductivo —cuidado de los niños, tareas domésticas, cuidado de enfermos y ancianos, trabajo emocional y relacional, etc. A pesar de la pionera campaña de los años 70 wages for housework, o «salarios para las tareas domésticas», de una compañera eco-feminista; en opinión de Mies, este trabajo no debería ser retribuido: «Tendría que ser un trabajo gratuito para la comunidad. Pero cada hombre, cada mujer, y también los niños, tendrían que compartir este trabajo tan importante. Nadie, pero particularmente ningún hombre, debería poder librarse de este trabajo en la producción de vida inmediata». Para Mies, es crucial que el impulso para acabar con la violencia hacia las mujeres y compartir el trabajo reproductivo provenga de los hombres —no por razones paternalistas sino para devolverles un sentido de integridad, dignidad y respeto: «Solo haciendo ellos mismos este trabajo de producción y conservación de la vida podrán desarrollar un concepto de trabajo que trascienda el paradigma patriarcal del capitalismo explotador».
Pensar más allá del estado-nación implica, por lo tanto, hacerse pequeños y también grandes, con comunidades de escala reducida en cuanto a unidades básicas de producción, consumo y vida diaria; pero confederadas en redes que abarquen otras comunidades. En lugar de llevarnos a un campanilismo sin perspectiva, la superación de las fronteras del estado-nación podría fomentar el libre flujo de personas, habilidades e ideas.
Como señalan las autoras de Feminismo para el 99%, la única hazaña del capitalismo fue separar lo público de lo privado, delegando lo privado a las mujeres y desterrándolo al ámbito del hogar. Sin el trabajo doméstico emocional y de cuidados, no remunerado e invisible, que realizan las mujeres, la economía capitalista no podría funcionar. Por lo tanto, hay cada vez más llamamientos a sacar el trabajo reproductivo de la esfera privada del hogar y a socializarlo. Las demandas de un Green New Deal feminista, de una revolución de los cuidados o de un ingreso universal enfocado a estos, están respondiendo a este reclamo de romper las barreras de género que existen entre la esfera pública y la privada.
En momentos de lucha, revolución y resistencia, el trabajo reproductivo se lleva a la esfera social, desde Standing Rock hasta los diferentes movimientos de ocupación de plazas y espacios públicos. En la Comuna de Oaxaca de 2006, las mujeres crearon actividades reproductivas colectivas en las barricadas como medio para dar sustento a las protestas y resistir la dominación de género de la vida doméstica:
Las barricadas eran lugares donde la gente de Oaxaca dormía, cocinaba y compartía comida, tenía relaciones sexuales, compartía noticias y se reunía al final del día. Se reapropiaron y redistribuyeron recursos como la comida, el agua, la gasolina y los suministros médicos, y de la misma manera, el trabajo reproductivo fue también reapropiado y extraído de la esfera especializada del hogar, pasando a convertirse en una forma primordial de reimaginar la vida social y los vínculos colectivos. [9][9] O’Brien, M. (2019, October 15). Communizing Care [Comunitarizando el cuidado]. Pinko. https://pinko.online/pinko-1/communizing-care#fnref:2
Las mujeres del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, una vez que sus comunidades conquistaron el derecho a mantener la tierra que habían ocupado, insistieron en que las nuevas casas se construyeran para formar un solo espacio, de manera que pudieran comunalizar las tareas domésticas, junto con los hombres, como habían hecho durante su lucha, pero también de modo que pudieran reaccionar a tiempo y darse apoyo si estos abusaban de ellas. Para Federici, esta «comunalización» de los medios de reproducción «es el mecanismo primario por el cual se crean un interés colectivo y lazos recíprocos. Es también la primera línea de resistencia a una vida de esclavitud y condición para la construcción de espacios autónomos, destruyendo desde dentro el control que el capitalismo ejerce sobre nuestras vidas».
En lugar de Ecotopía, quizás deberíamos tener como modelo de género y familia otra novela utópica estadounidense de los años 70: Mujer al borde del tiempo, de Marge Piercy. En ella no solo se socava la división sexual del trabajo, sino también el género y el sexo en sí mismo. Las mujeres y los hombres son a menudo indistinguibles y en lugar de pronombres de género, el pronombre «per» —abreviatura de persona— se utiliza para todos. Los niños no nacen biológicamente, sino que «crecen» en vainas de parto y no comparten material genético con sus padres. Normalmente son tres los padres que se comprometen a criar a un niño juntos, hasta que alcance la mayoría de edad, y aquellos con los que se elige criar a un niño no son necesariamente aquellos con los que se tienen relaciones sexuales. Los hombres toman hormonas para poder amamantar; la gente vive de manera comunal y hay mucha más participación comunitaria en la crianza de los niños y el cuidado y la mezcla intergeneracional.
Esto nos trae a la mente la obra feminista radical de Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo, en la que aboga tanto por la vida colectiva como por la crianza de los niños y la reproducción artificial (junto con el «comunismo cibernético»). La reciente obra de Sophie Lewis Full Surrogacy Now toma el concepto de subrogación —en el contexto del capitalismo, una práctica altamente explotadora— y lo aplica a un paradigma post-capitalista en el que los niños ya no «pertenecen» a sus padres biológicos sino que son responsabilidad de todos. La superación de las limitaciones de sexo, género y familia biológica no consiste en imponer una estructura familiar a todo el mundo o en eliminar identidades que nos son queridas, sino en crear sociedades que sean lo suficientemente flexibles para dar cabida a una amplia variedad de identidades, formas de familia y estructuras de parentesco diferentes; apoyadas por estructuras económicas y políticas que permitan que estos vínculos florezcan.
¿Qué tipo de sistema político tendría?
Los principios de democracia directa, subsidiariedad y confederación se ven favorecidos por la Democracia Ecológica Radical, así como por muchos y muchas anarquistas y feministas. En Mujer al borde del tiempo, las decisiones se toman colectivamente en los consejos locales. Para asuntos de mayor escala, un delegado es enviado a un consejo regional y así sucesivamente, de manera encadenada. A través de intensas discusiones, los delegados se esfuerzan por alcanzar el consenso. Cuando esto es imposible, se realiza una votación. Para lograr la reconciliación, es costumbre que la comunidad ganadora celebre un gran festín con la comunidad perdedora como invitados de honor.
Sin embargo, una vez más, no tenemos que buscar en la ficción ejemplos de democracia directa en acción. Un muy conocido ejemplo a gran escala es el de la Autoridad Autónoma del Norte y el Este de Siria —también llamada Rojava—, que se encuentra ahora bajo la amenaza existencial de la continua invasión turca desde que Trump anunció que Estados Unidos se retiraba de la zona en octubre de 2019.
Tras décadas de lucha por un estado independiente, el movimiento kurdo, dirigido por el líder encarcelado Abdullah Öcalan, rechaza ahora el estado-nación como locus de la soberanía, considerando que el estado está inextricablemente ligado a la destrucción del medio ambiente, la represión y el patriarcado. El plano político fundamental en Rojava es el de la comuna o barrio, que comprende hasta 200 hogares. La gente se reúne regularmente para tomar decisiones relacionadas con la vida cotidiana. Las comunas incluyen comités que trabajan en diferentes temas, como paz y justicia, economía, seguridad, educación, mujeres, jóvenes y servicios sociales. Cada comuna es autónoma, pero todas están vinculadas entre sí a través de una estructura confederal. El siguiente nivel es la asamblea local, compuesta por representantes de la comuna, y luego los consejos municipales, compuestos por representantes de las asambleas locales. El poder se sitúa en última instancia al nivel de base, y las unidades «superiores» rinden cuentas ante las «inferiores».
La liberación de la mujer está en el corazón de la lucha de Rojava por una sociedad libre. Las Unidades Autónomas de Protección de la Mujer (YPJ, por sus siglas en kurdo) estuvieron al frente de la lucha contra el Estado Islámico de Irak y Siria (también llamado ISIS o Daesh) en la región. La nueva constitución o «contrato social» elaborado en 2014, declara a los hombres y las mujeres iguales ante la ley y «ordena a las instituciones públicas que trabajen para la eliminación de la discriminación de género». Todos los órganos elegidos deben estar integrados por al menos un 40% de mujeres, y una mujer debe co-presidir todas las instituciones públicas. Solo las mujeres tienen derecho a elegir a la co-presidenta femenina, mientras que el co-presidente masculino es elegido por todos. Las mujeres son las principales negociadoras políticas en nombre de su región, y existen comunas, asambleas, cooperativas y academias de mujeres de base.
Y de nuevo, pensar en las comunidades locales como ese locus en que reside la soberanía no tiene por qué implicar campanilismo y aislamiento. Al contrario, ir más allá del estado-nación puede significar de hecho la eliminación de las fronteras para el libre flujo de personas e ideas. La confederación democrática en Rojava incluye no solo a los kurdos sino también a los árabes, cristianos, turcomanos, chechenos, armenios, sirios, asirios y otros.
Este experimento de democracia está en grave peligro por la embestida de Turquía, que está utilizando retóricas de limpieza étnica y apuntando deliberadamente a las mujeres. Frente a la invasión y a la pandemia de la COVID-19, el sistema revolucionario de Rojava está resistiendo notablemente bien, utilizando sus estructuras de base para satisfacer las necesidades básicas y económicas de su población durante el encierro, mientras se enfrenta a los bombardeos y a ataques de drones; mientras que Turquía ha cortado los sistemas de suministro de agua, disparando el riesgo de infección a través de los numerosos campamentos de refugiados de la región. Las Casas de Mujeres o Mala Jin siguen luchando por las mujeres frente a las agresiones sexuales sistemáticas, la tortura y el asesinato. Sin embargo, al no ser un estado-nación y no estar reconocido por la comunidad internacional, Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud se niegan a prestarles apoyo directo. [10][10] Dirik, D. (2020, June 23). Unbowed [Indoblegables]. New Internationalist. https://newint.org/features/2020/06/11/unbowed
Una vez más, la historia de Rojava es un claro recordatorio de que dentro del capitalismo —un sistema mundial en continua expansión, impulsado por el beneficio privado y mediado por estados-nación competidores— los verdaderos experimentos democráticos estarán siempre en peligro. Y es también otro recordatorio de la necesidad global de internacionalismo, solidaridad y ayuda mutua, que las protestas del Black Lives Matter ha encendido de nuevo, en todos aquellos que tratan de construir algo mejor.
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