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Maysoun Douas

En la configuración de las sociedades modernas, la democracia, la industrialización, los derechos humanos, los estados, las fronteras y otras tantas novedades surgieron de un modo aislado, confluyendo en momentos puntuales y sobre todo teniendo recorridos propios.
Hasta la fecha los conflictos creados alrededor de nuestro progreso se trataban como problemas de unos pocos, que preocupaban y ocupaban a una parte concienciada de nuestra sociedad global. No ha sido hasta el acuerdo de París sobre la Agenda 2030 cuando hemos vinculado causas y efectos para reparar la insostenibilidad de nuestro desarrollo. Por fin veíamos una hoja de ruta que permitía la participación amplia, abierta e inclusiva para generar cambios sistémicos, que permiten ser abordados desde lo local y lo global, desde lo privado y lo público, desde lo colectivo y lo individual.
Es un gran avance poder compartir una agenda tan ambiciosa con la sociedad global. Se trata de un contexto cultural de transformación que supera las barreras idiomáticas, reconoce la idiosincrasia local y facilita la colaboración entre pares para el cumplimiento de objetivos sostenibles.
Ahora bien, hemos podido reducir las fronteras, las distancias, las barreras, pero seguimos cosechando desigualdades, instituciones menos efectivas y relaciones más complejas.
Pero, ¿qué es lo que motiva que sigamos sin poder hacer frente al declive de la confianza en los sistemas democráticos? ¿a la gestión de las crisis climáticas? ¿a las crisis sociales? ¿a las sanitarias? ¿a las económicas?
La desigualdad cada vez es más amplia y profunda, mientras que la polarización obstaculiza cualquier avance, y las amenazas cada vez son más híbridas, más internas que externas, más sociales que militares, y la gobernanza cada vez más local que global, y más multipolar que polar.
Nuestro modelo social ya no sólo depende de la agenda sostenible, necesita de una reforma profunda en cuanto a las relaciones que median nuestro contrato social, a nuestro sistema de bienestar, y a nuestro progreso como sociedades fusionadas en una sociedad cada vez más conectada y global, la ampliación (o mejor dicho la aplicación) de los derechos humanos y la búsquedas de un equilibrio en materia de bienestar social compatible con el desarrollo tecnológico digital y no digital, y con el bienestar con el entorno natural y patrimonial.
Entre las cuestiones que se abren está la propia idea de mantener un «contrato» como vínculo, o pasar a un «pacto», «acuerdo» o «convenio», en un intento de superar el legado de una época en la que la mercantilización (o capitalismo) y la industrialización dieron forma a nuestro lenguaje, a nuestra comunicación y al entendimiento de la realidad que nos rodeaba, sobre todo del rol del ser humano como ciudadano, o como elemento de producción en una cadena industrial con un coste, una productividad y sometido a unas necesidades humanas.
El «contrato» mantiene el protagonismo de unas leyes que median, un compromiso tácito, unas consecuencias tasadas y el reconocimiento a la capacidad de las partes para dar cumplimiento al mismo: derecho y obligación, pero también libertad. Por su parte, un «pacto» es una alianza moral, que revela la elevación de las intenciones y la superación de las leyes escritas a una responsabilidad desarrollada en un contexto social comprometido, que depende de su adaptación de la moral al progreso de la sociedad.
Entender que los muros que nos aislaban de los problemas de los demás han caído, nos enfrentamos a un sólo tipo de problemas: los comunes.
El nuevo contexto tiene que reflejar la disposición de los diferentes agentes que dan lugar a la sociedad del bienestar para la colaboración en aras de desterrar la desigualdad, la polarización y la deslegitimación de la democracia como herramienta de gobernanza para los retos comunes a los que nos enfrentamos.
Pero, ante todo, la voluntad de flexibilizar y adaptar el objeto mismo del «contrato» o «pacto» a la fluidez del momento y las exigencias de seguridad, protección o desarrollo de la vida, humana o animal, para mantener una justicia social a la altura de las expectativas y cubriendo las necesidades.
El consenso sobre la caducidad de nuestro modelo democrático es unánime. Desde la sensación de insatisfacción con los procesos que limitan la representación, la participación y el poder para abordar las problemáticas de gestión pública con los matices y la profundidad que los merece, ver que esa sensación de desafección deja parte de la ciudadanía fuera, y que genera espacios alternativos donde la narrativa no se basa en los derechos humanos, ni en el constructo plural de la sociedad, que menoscaban las raíces epistemológicas de la democracia, para deslegitimar en pro de un constructo basado en la «libertad» como un derecho quebrantado, que hay que restituir, y que desemboca en supremacismo propio de siglos pasados.
Los últimos años han tensionado nuestra democracia, pero la evidencia se constató el 6 de enero de 2021, tal y como apunta José María Lasalle. Previo a ese día la población, no sólo en España, veía que: «las elecciones no logran satisfacer las aspiraciones mayoritarias de la sociedad», a juicio de Manuela Carmena, que responsabiliza a la propia estructura de la democracia este punto débil.
Que los espacios democráticos en España y Europa sigan unas reglas y unas dinámicas que obstaculizan la resolución de problemáticas cercanas a nuestros valores fundacionales, profundiza también la crisis democrática. También lo hace la falta de diálogo, o de su sustitución por el ruido como forma de comunicación.
Si la democracia está basada en poder construir en conjunto, se debe facilitar la llamada a la participación, tan vinculada a que cada persona sienta el deber de contribuir para cambiar las cosas. Necesitamos recuperar el espacio de la ciudadanía, recuperar el diálogo lejos de los extremos, lejos de la polaridad.
En palabras de Federico Mayor Zaragoza: «ahora que podemos pensar, ahora que podemos hablar, ahora que podemos hacer un nuevo contrato social, ahora que nos damos cuenta de que la acción tiene que ser común, tiene que ser conjunta» siguiendo el enunciado de la carta de derechos humanos de Naciones Unidas: Nosotros el pueblo, necesitamos volver a ser partícipes de la gestión de lo común. Entender que los muros que nos aislaban de los problemas de los demás han caído, nos enfrentamos a un sólo tipo de problemas: los comunes. En los que la solución ya no viene de unos pocos, si no que cada vez están más abiertos a la contribución del resto de la sociedad.
Necesitamos que esta realidad, la política multiactor, la democracia abierta y participativa, se abra camino. Necesitamos que la sociedad civil destape su potencial, al igual que pasa con su labor fundamental en la transformación de los hábitos de consumo hacia un consumos sostenibles y responsables, necesitamos recuperar ese espíritu para definir el tipo de democracia, el tipo de políticas y las dinámicas para la gestión común.
Coincido con Ana Saiz de Miera: «Yo creo que ahora hay que asumir que esta partida la jugamos todos, que todos tenemos algo que decir, que todos tenemos nuestra tirada».
Para poder generar ese escenario conjunto, tenemos retos importantes que superar, como el expuesto por Andrés Ordoñez sobre la construcción de la identidad negativa: «Durante los siglos XIX y XX construimos un discurso de identidad negativa. Yo soy yo porque no soy tú. Ahora lo que nos corresponde es construir un discurso de identidad positiva. Yo soy yo, tú eres tú. Pero me reconozco en ti y te reconozco en mí.» No sólo en los entornos culturales, sino también las parcelas ideológicas, y en las narrativas de ostracismo que han encontrado en las redes sociales el caldo de cultivo para la alimentar un «Ciber Populismo», y que además cuenta con un espacio sin gobernanza democrática, un espacio digital sin reglas ni supervisión, que se suma a las amenazas híbridas que manejan una realidad paralela a la que vivimos, que enfatiza el odio sobre la empatía, y lo extrapola a nuestra vivencia política y democrática.
Se requiere avanzar hacia una ciudadanía fluida, hacia su representación y participación, tanto en lo local, como en lo global.
Necesitamos repensar en las relaciones que nos unen y posibilitan que surja la oportunidad de progreso. Una verdadera redefinición de estas reglas. En palabras de Rafael Heiber: «Se trata sencillamente de actualizar la relación entre el sujeto y el mundo.» Si nuestra ambición es la de buscar el equilibrio para una mejor vida para todos, es necesario «reinventar la política», como nos instaba Manuela Carmena. No podemos pensar en democracia sin personas, y desde instituciones que viven de espaldas a la ciudadanía. Por el contrario, es necesario incorporar la colaboración continua, en palabras de José María Lasalle: «la democracia tiene que convertirse en un espacio hospitalario en el sentido no sólo de administración de cuidados, sino de administración de respeto, de ayuda.»
Estas reflexiones me han hecho concluir que definitivamente tenemos que crear un cambio. Necesitamos un nuevo contrato social. Estrenado el siglo XXI con acontecimientos que marcan nuestro presente y definen nuestro futuro, es tiempo de renovar nuestros lazos, nuestras aspiraciones, incorporar los progresos entre siglos y asumir las consecuencias de decisiones del pasado.
Debemos asumir que la apuesta tiene que pasar por el diálogo, por los consensos, por el refuerzo del entendimiento mutuo como camino para superar las soluciones militares. Esto implica entender que, para reforzar y ampliar los espacios democráticos, debemos partir de la ciudadanía, la sostenibilidad de los estados de derecho son procesos largos, locales y que necesitan de respaldo y acompañamiento para su adaptación a los contextos, a las realidades y a las dificultades de cada sociedad.
Necesitamos resolver nuestra responsabilidad, o quizá nuestra implicación, en los flujos migratorios. Es necesario entender que estos flujos no son transitorios, ya que la movilidad es y será una constante en las relaciones que debemos manejar. En este sentido, se requiere avanzar hacia una ciudadanía fluida, hacia su representación y participación, tanto en lo local, como en lo global.
Aunque la migración es parte de la evolución humana, de la construcción de asentamientos urbanos y del desarrollo de las civilizaciones, en nuestro contrato social actual está vinculada al movimiento de personas entre fronteras, las mismas fronteras que evidenciaron la transición hacia un orden mundial moderno con el nacimiento de los Estados Nación.
La construcción de nuestro contrato social se centra en la ciudadanía territorializada, la que está unida y vinculada a su Estado Nación, no reconoce, y por ende excluye, a los migrantes y a las minorías étnicas, por ejemplo, dentro de la comunidad política, social, cultural y económica.
Redefinir la ciudadanía es un hecho que no admite dilación, no sólo por los estragos humanitarios que nos genera. Decía Federico Mayor Zaragoza en una entrevista: «Si ahora queremos hacer un nuevo contrato social, lo primero que tenemos que hacer es decir, qué horribles cosas hemos aceptado!». Asumir nuestra responsabilidad, la que ha construido parte de nuestro progreso y estabilidad de los últimos dos siglos es el paso previo para enmendar los errores cometidos, en un compromiso para reforzar nuestra convivencia futura.
Debemos entender que la secularización es el camino para la inclusión, no para la exclusión. Los modelos de desarrollo social y las bases de las civilizaciones no son neutras, pero tampoco inocuas; eludir contar con ellas es cancelar parte de lo que somos como humanidad. Pasar de un conocimiento a un reconocimiento de la influencia de las civilizaciones, así como de las corrientes de pensamiento, es un aspecto clave para avanzar en los grandes consensos aún por definir.
Construir un nuevo contrato social, pasa por ampliar la base de valores que conforman nuestras realidades y nuestras relaciones, las barreras culturales nacidas de una concepción centrada en valores que representan a una parte de la población mundial dentro de un marco temporal concreto, occidente, que además no admite la existencia de otras «verdades», o que intenta someterlas a su propia realidad. Esta construcción del contrato social es antagónica con nuestra realidad. plural y diversa. Entender nuestras «verdades» es el camino hacia un compromiso vinculante para superar las amenazas globales a las que nos enfrentamos.
Los avances que vivimos han generado un nuevo paradigma, donde el valor ya no está en lo que tienes, si no en lo que haces, o sabes hacer como individuo, se centra en la persona.
Durante muchos años hubo una frase que retrataba nuestra sociedad global: «tanto tienes, tanto vales», que de algún modo tejía una complejidad de implicaciones desde lo económico, hacia la educación, el universo de derechos, el agotamiento de recursos, las relaciones sociales, incluso las relaciones entre países.
Los avances que vivimos han generado un nuevo paradigma, donde el valor ya no está en lo que tienes, si no en lo que haces, o sabes hacer como individuo, se centra en la persona. La digitalización como nuevo motor de la postmodernidad se nutre de las acciones de las personas y de las «cosas» que nos rodean para generar «valor», para generar agentes de poder, bien sean económicos o políticos.
Adaptar nuestro contrato social a esta nueva realidad que se nutre de las personas, sus capacidades y reacciones humanas para generar una economía, y un poder, no sujeto a las reglas del contrato social que consideraba a las personas como ciudadanos productores en una cadena, mayormente, manufacturera es una urgencia primordial.
Nuevos modelos económicos, nuevos marcos de comprensión de la economía en su dimensión relacional amplia y abierta, con una aspiración que trascienda el crecimiento como único factor observable.
Se echa de menos una mirada diferente, menos rígida hacia lo deseable, menos fanática de los estándares morales y de valores estándar, menos centrada a la hora de blindar el protagonismo de ciertos actores en la elaboración de un marco de convivencia, más flexible con la transformación fluida que surge de las diferentes realidades tanto territoriales como relacionales; una mirada de comprensión de reflexión, de reunión, una mirada alejada de la desconfianza, una mirada feminista que haga del diálogo virtud, y de la convivencia abierta una nueva ventana de progreso. Necesitamos reequilibrar los roles y recordar las palabras de José Luis Sampedro, quien dijo a los jóvenes: «tendréis que cambiar de rumbo y nave».
Aún quedan muchos frentes por renovar, y que, junto con la democracia, como herramienta para el entendimiento, facilitarán la consecución de justicia social y sostenibilidad medioambiental. Estamos más que capacitados para conseguirlo, por eso es importante la frase de Albert Camus que Federico Mayor Zaragoza nos recordó: «Les desprecio porque pudiendo tanto se han atrevido a tan poco».
Atrevámonos a la redefinición, a la reinvención, al progreso en común.
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