_
El «esfuerzo de guerra» es uno de los conceptos más retorcidos de la semántica bélica y militar, y aunque hace tiempo que no lo escuchábamos en Europa, nunca dejó de estar ahí. Significa, básicamente, que, en nombre de la victoria y de los intereses de parte, el Estado puede invocar sacrificios de la población movilizando sus recursos, desde sus cuerpos a su tiempo, a su fuerza de trabajo, o directamente, su vida.
Es un concepto retorcido porque el esfuerzo es una idea bastante peligrosa en general, que tiene que ver muchas veces con la culpa y la responsabilidad, la penosidad, el deber moral o el trabajo duro, todos ellos valores bastante cuestionables y cimentados sobre una cultura que legitima, en nombre del mismo, la desigualdad y sus violencias. De hecho, la RAE lo define como el «empleo enérgico del vigor o actividad del ánimo para conseguir algo venciendo dificultades», una definición que ya de por sí anima a ser un poco perezosas, ¿verdad?
En el esfuerzo de guerra, esa «actividad del ánimo» de la que habla la RAE tiene poco o nada que ver con la voluntad de una misma y mucho/todo con una exigencia coordinada desde el poder que no deja alternativa a esforzarse. Esfuerzo de guerra han sido, a lo largo de toda la historia, las levas y reclutamientos forzosos de civiles que enviaban a morir al frente como jóvenes soldados, tal y como hacen hoy Ucrania y Rusia con sus ciudadanos. Esfuerzo de guerra fueron también las mujeres obligadas a trabajar en la industria militar del siglo XX a costa de su salud, con ese hipócrita «We can do it!» de fondo, para, después, ser enviadas de vuelta a casa a sostener la posguerra. Esfuerzo de guerra era tener que donar tu dinero o que vaciar tu despensa para la causa, aunque no fuera la tuya, al paso de los batallones; esfuerzo de guerra era abrir tu casa y a veces también tus piernas al descanso del guerrero, en un mil veces romantizado ideal de abnegado servicio a la patria. Esfuerzo de guerra es tener que migrar, que exiliarse, que cruzarse el mundo con lo puesto, aunque no seas precisamente bienvenido allá donde llegues. El esfuerzo de guerra, por cierto, casi siempre fue femenino, aunque de eso no se escriban cantares de gesta ni crónicas militares y, cuando se escriben, suela ser solo para glorificar el sacrificio y justificar el daño a esa mujer valiente y esforzada. Como Ifigenia, hija de Agamenón, que fue pedida en sacrificio a su padre para poder movilizar sus barcos durante la guerra de Troya. O como tantas y tantas subalternas de la literatura y el cine: madres, viudas, o dolientes amantes. De hecho, hay hasta un género musical, Abschiedslied, las canciones del adiós, que se refiere a esas tonadas que desde hace siglos cantan las guerras a través de la angustia de la espera y las despedidas: Bella, ciao.
En este escenario, el esfuerzo de guerra combina muy bien con la incertidumbre, que es otro valor al alza profundamente lucrativo, pues de ella se alimentan miedos, populismos, fascismos y «medidas desesperadas». No me refiero únicamente a la incertidumbre frente a las grandes preguntas, como cuánto durará esta maldita guerra, o qué pieza moverá China en este conflicto, o cuál será la alternativa energética a un futuro desabastecido: yo no tengo las respuestas, y pese al aluvión de información y cifras contradictorias que gestionamos cada día, aún no he sabido encontrarlas. Me refiero a la incertidumbre cotidiana, la del desayuno, la del precio de la leche del café y el aceite de las tostadas, la que da vértigo y ansiedad, la geopolítica de descansillo que, entre vecinas y amigas, se teje entre frases hechas y preocupaciones comunes. Es en esa incertidumbre donde crecen los monstruos y dónde aferrarse a verdades y predicciones parece la única forma de transitar el desasosiego y el riesgo, aunque sean verdades peligrosas, o falaces, o profundamente cenizas.
Una geopolítica de descansillo, de entender que lo personal es político y lo político es internacional, una geopolítica crítica y honesta, que conecte el aceite de las tostadas con la caída del Muro de Berlín, o la subida del alquiler con los beneficios actualmente triplicados de British Petroleum, no solo es urgente, sino quizá el único camino para evitar que ese esfuerzo de guerra se convierta en la excusa para futuros distópicos e inhabitables.
En geopolítica es raro que alguien reconozca sus errores; al fin y al cabo, es una rama de conocimiento que durante siglos ha crecido anclada al poder; al poder económico, militar, político y patriarcal, con todo lo que ello conlleva. El imaginario clásico de la seguridad, de las relaciones internacionales y de la geopolítica nos evoca fotogramas de militares inclinados frente a un mapa, grabados de señores decimonónicos repartiéndose el mundo con escuadra y cartabón (y unos cuantos millones de esclavos); también evoca esas cumbres de alto nivel de hombres en traje estrechando sus manos alrededor de una mesa, o alineados como en una foto de fin de curso —hace no tanto aquí mismo, desde donde escribo, en Madrid, para más inri, en nombre de la OTAN y frente al Gernika—, y nos hace pensar también en todos esos analistas que hablan con vehemencia y convencimiento rodeados a menudo de esa iconografía rancia de globos terráqueos y piezas de ajedrez.
Como alguien que estudió a los grandes señores de los mapas y que lo hizo en las mismas instituciones hechas para perpetuarlos, reconozco bien el sentirse intrusa y ajena a sus debates. Reconozco también la dificultad de construir otras formas de hablar de «disputas multipolares», o simplemente, de hablar del mundo y sus interdependencias desde espacios diferentes a los que he descrito. Me lo recordaban cada día esos señores con apellidos tan largos cuyos retratos colgaban de los pasillos y esos buenos chicos de mejores modales preparados para repartirse el mundo. Sin embargo, una geopolítica de descansillo, de entender que lo personal es político y lo político es internacional, una geopolítica crítica y honesta, que conecte el aceite de las tostadas con la caída del Muro de Berlín, o la subida del alquiler con los beneficios actualmente triplicados de British Petroleum, no solo es urgente, sino quizá el único camino para evitar que ese esfuerzo de guerra se convierta en la excusa para futuros distópicos e inhabitables.
Como decía, en geopolítica no estamos acostumbrados a reconocer los errores y sus consecuencias, si es que queremos llamarlos así; tanto los errores interesados como los que son fruto de una torpeza táctica y estratégica sobre el tablero, —como las ya clásicas y sonadas derrotas militares en suelo ruso, precisamente, contra el «Capitán Invierno», u otras más familiares y recientes, como las armas de destrucción masiva que no fueron tal, o esa entrada a sangre y fuego en Afganistán que le ha condenado a la ingobernabilidad. También erramos desde el análisis, y mucho, fruto del apasionamiento o de confundir realidad y deseo. Un buen ejemplo es el mío propio, que, tras mucho estudiar la región ruso-ucraniana durante años, tanta teoría me sirvió de poco cuando vaticiné una guerra relámpago que se acabaría en un par de operaciones, equivocándome estrepitosa y, también, lamentablemente, a la vista de los resultados.
Es precisamente desde esa posición vulnerable que rara vez asume la geopolítica, desde este standpoint de incertidumbre y descansillo, y de cierta fatiga también, pero con el optimismo de la voluntad, que no es poco, desde la que compartir las pocas certezas que podrían servir para entender algo mejor este escenario y que quizá nos ayuden a navegarlo.
El path dependance de los supervillanos
Han pasado demasiados meses ya desde que Rusia invadiera Ucrania (de hecho, ocho años del inicio del conflicto, siendo ortodoxas) y seguimos sin una narrativa de los porqués. Este reduccionismo del relato, esta simplificación, que no es fortuita, está en el centro de la propaganda de guerra, contada casi como una película de Marvel, con un supervillano, Putin, —frío, controlador, impredecible, implacable, sanguinario—, y su némesis, Zelensky, un héroe imprevisto forzado a serlo, que cada noche emite su parte de guerra desde el teléfono móvil. Las víctimas se reducen a esa amalgama de mujeresyniños, que no tienen mayor agencia que la de rellenar telediarios con su testimonio, y los mártires necesarios son los soldados movilizados a la batalla, sin que nadie cuestione si en realidad muchos de ellos han tenido alternativa para hacerlo.
En economía se le llama path dependance, o dependencia del camino, a la idea de que el resultado de un proceso depende de la secuencia completa de las decisiones tomadas hasta el momento y no solo de la situación actual; esta obviedad sirve también para explicar desde las ciencias sociales que ningún suceso histórico o político puede explicarse solo desde el aquí y ahora, aunque a veces sobrevengan eventualidades e imprevistos que dan la vuelta a los acontecimientos, ni tampoco desde la psicopatía de una sola persona, aunque no haya que desdeñar jamás la fuerza de los liderazgos.
Porque narrar un conflicto requiere de análisis calmados, donde quepan más voces y más diversas, y porque la consecuencia más grave de esta falta de perspectiva, de contexto, de disenso, es la deshumanización absoluta del «otro», que se vuelve un daño colateral, o la diana del odio.
Recogiendo las miguitas de pan a lo largo de ese camino —el Maidán, la Revolución Naranja, el rastro de los gasoductos, las inversiones de los oligarcas de diferente signo, las recetas del FMI, los acuerdos con Moscú o las migraciones precarias durante décadas por toda Europa— tendríamos quizá un cuadro mucho más claro y justo de lo que ocurre. Así, nos sorprendería saber que el villano fue, no hace tanto, un aliado aceptable de la OTAN en la guerra contra el terrorismo, allá por el 2000, y un socio de confianza de la corona española, tanto, que a puntito estuvo de venderle Repsol. También nos serviría para conocer un poco más qué hay detrás de Zelensky, que gobierna un país con una ley marcial prorrogada más allá de los derechos humanos y en el que están ilegalizados doce partidos políticos, si bien en su día fue una esperanza de pacificación en la zona. Y de eso tampoco hace tanto: estaba en su programa en 2019.
Esta certeza se aplica a todas las guerras, y más allá, a casi todos los conflictos. Lo contrario es la imposición de un único relato, sin grises, sin matices, sin espacio para un encuentro. Porque narrar un conflicto requiere de análisis calmados, donde quepan más voces y más diversas, y porque la consecuencia más grave de esta falta de perspectiva, de contexto, de disenso, es la deshumanización absoluta del «otro», que se vuelve un daño colateral, o la diana del odio.
Las viejas nuevas guerras: entre la hibridación y la privatización
Volviendo a esta guerra, a menudo se habla de ella como si fuera un champiñón, un terremoto, un volcán, un meteorito; es decir, como un evento sobrevenido e inevitable. Basta con leer las introducciones infumables que preceden las declaraciones institucionales de los últimos tiempos, las cumbres internacionales, las intervenciones políticas, donde la COVID-19 y la guerra en Ucrania se mezclan y agitan para enmarcar cualquier discurso, cualquier decisión. Pero, dando la vuelta al lema pacifista, la guerra es mucho más que la ausencia de paz y, a diferencia de una catástrofe natural o de un accidente indeseado, tiene la virtud de ser revertida y evitada, pues es un producto inherentemente humano.
Se dice de esta guerra ruso ucraniana que es una guerra híbrida, pero ¿qué guerra acaso no lo es? La teoría sobre la hibridación de las guerras fue parida a principios de la década del 2000 por el Teniente Coronel del ejército estadounidense Frank Hoffman, durante el conflicto de Chechenia y en plena escalada de la llamada «lucha antiterrorista» en todo Oriente Medio. Para Hoffman, la clave de las guerras híbridas es que estas pueden ser llevadas a cabo por Estados y una variedad de entidades no estatales, incorporando una amplia gama de formas de llevar a cabo la guerra: a través de guerrillas, insurgencias, paramilicias o grupos terroristas; a través de estrategias digitales, de contrainformación y de soft power cultural y simbólico de los Estados; a través, incluso, de terceros Estados que se convierten en la arena de conflictos que les trascienden. Tal es el caso de Ucrania.
Sin embargo, el concepto se ha estirado tanto que ha dejado de tener sentido. Rara vez las guerras del último siglo han enfrentado únicamente a ejércitos regulares, y sobre todo, nunca han dejado de ser híbridas en sus consecuencias. De hecho, hay algunas guerras que nunca tuvieron en las milicias su principal herramienta: ¿qué guerra hay más híbrida y más vieja que la guerra de clases? Del mismo modo, «hibridar» las guerras puede ser una buena forma de explicarlas, pero también de justificar sus fallas o los agujeros negros donde ni los Estados ni el Derecho Internacional se responsabilizan de la barbarie.
Así pues, llamémosle híbridas, o asimétricas, o «nuevas guerras», el hecho es que, teorías aparte, lo que innegablemente existe es una dinámica diferencial que puede observarse claramente en las últimas tres décadas. Y es que las guerras y, por tanto, la industria que las rodea, se encuentra en un imparable proceso de privatización. Porque sí, las guerras se privatizan, como los hospitales, las cajas de ahorro o las empresas públicas.
Si bien es cierto que los mercenarios de guerra han existido toda la historia —desde Egipto a las cruzadas medievales, pasando por la brutal Guardia Mora franquista, esencial para el triunfo de los golpistas en la guerra civil española— nunca en la historia ha habido tal cantidad de estructuras militarizadas privadas movilizadas en todo el mundo. Las llamadas ESPD o PMC, empresas de seguridad y defensa, son el síntoma más evidente: compañías que prestan servicios a los Estados de carácter militar, en la delgada línea entre el mercenarismo y la «seguridad privada».
El hecho es que, teorías aparte, lo que innegablemente existe es una dinámica diferencial que puede observarse claramente en las últimas tres décadas. Y es que las guerras y, por tanto, la industria que las rodea, se encuentra en un imparable proceso de privatización. Porque sí, las guerras se privatizan, como los hospitales, las cajas de ahorro o las empresas públicas.
La mayoría de ellas surgieron en los años 90 para desplegar las políticas de la guerra en África y Oriente Medio, pero también en Balcanes, y hasta hoy. Blackwater, Titan Corp., Northrop Grumman (todas ellas estadounidenses) o la rusa Wagner son las más conocidas, pero se cuentan por cientos, y no solo sirven a los Estados, sino también a clientes privados. Su composición combina contingentes formados en muchos casos por excombatientes con experiencia en combate y dudosa trayectoria, con expertos en tecnología militar que a menudo se extraen de las propias estructuras estatales a cambio de sueldos y condiciones mucho mejores. Pero sostener a estas organizaciones, capaces de llegar ahí donde las Convenciones de la ONU no llegan, perpetrando algunas de las violaciones de derechos humanos más sonadas de las últimas décadas, es tremendamente costoso. Combinadas con el creciente peso de la industria armamentística, cuyo crecimiento se acelera año tras año, son un cóctel peligroso y muy, muy caro. Quizá por eso, de la cumbre de la OTAN en Madrid el pasado verano de 2022 se arrancó ese compromiso de elevar al 2% del PIB el gasto militar; quizá por eso Margarita Robles muestra satisfecha unos Presupuestos Generales del Estado para 2023 donde el gasto en Defensa (lo que Moncloa llama «un presupuesto para la paz») se ha elevado un 25%, sin contar con otras tantas partidas ocultas de las que poco sabríamos de no ser por el trabajo de colectivos, como el Centre Delás o los movimientos antimilitaristas, que aterrizan los números y nos ayudan a hacer cuentas allí donde el Estado jamás pretende rendirlas.
Borrell tiene un jardín en el ombligo
Esta escalada belicista y kamikaze no se entiende sin enmarcarse en Europa, donde Borrell marca posiciones con un discurso donde no una, sino varias veces, ha usado la metáfora del jardín frente a la selva para explicar la situación actual. La inexplicable posición comunitaria en Ucrania se ha basado hasta ahora en un respaldo acrítico a la OTAN, y una política de sanciones boomerang de ida y vuelta donde, so pretexto de hacer daño a Putin, han desestabilizado un continente entero. A esa política de sanciones se le ha sumado un «Fondo para la Paz» que ha movilizado ya 2500 millones de euros en armamento a Kiev, y al que ha acompañado una retórica contra todo lo ruso que ha roto cualquier atisbo de vecindad y ha dejado a los pies de los caballos a millones de personas a ambos lados del río Dniéper. En paralelo, Frontex, la agencia europea de control de fronteras, amplía sus operaciones en la región balcánica pocos meses después de desvelarse su complicidad con cientos de devoluciones en caliente en Mediterráneo, y la política de asilo y refugio europea se ha convertido en un «tú sí, tú no» donde el criterio de acceso a derechos parece basarse en el color de la piel y el pasaporte, y no en la necesidad de protección internacional. El jardín europeo de Borrell tiene unas vallas muy altas, algunas con concertinas, y, según dice, necesita también de «jardineros» dispuestos a ir a la jungla para protegerlas.
El día que el jardinero Borrell se puso metafórico, nos regaló varias verdades sin ambages: la primera, el absoluto ombliguismo de la vieja —y de los viejos— de Europa, que sigue ignorando el hecho de que ya no vivimos en 1950, de que el mundo es multipolar, complejo, interdependiente, y de que, sinceramente, frente a China, India o Latinoamérica, los europeos somos cada vez más ancianos y menos poderosos.
La segunda es la vigencia del pensamiento colonial, blanco y xenófobo que se gastan en Bruselas y que su discurso tan bien representa, un pensamiento torpemente escondido bajo narrativas huecas de inclusión y políticas de cooperación que, a la vuelta de los años, nos recuerdan que tampoco hemos cambiado tanto, que seguimos viendo el mundo desde nuestra atalaya de «civilización» frente al salvaje. Esta xenofobia, por cierto, también se aplica al mundo eslavo, pues, durante décadas, la vulnerabilidad y la pobreza ucraniana sirvió para ser mano de obra barata y precaria en toda Europa.
El jardín europeo de Borrell tiene unas vallas muy altas, algunas con concertinas, y, según dice, necesita también de «jardineros» dispuestos a ir a la jungla para protegerlas.
Es precisamente desde esa experiencia cotidiana e invisible desde donde las colombianas han construido el proceso de paz y reparación, o desde donde las refugiadas han armado redes de solidaridad y apoyo mutuo, o desde donde las activistas han desplegado la diplomacia activista, internacionalista y militante.
La tercera verdad del jardinero es la más cruda e increíble, y se basa en asumir que Europa apuesta por la guerra, pura y dura, por la muerte y la destrucción (y por la reconstrucción y sus puertas giratorias, que es muy lucrativa, qué duda cabe) con una agenda atlantista que haría palidecer a Aznar en sus mejores años, llegando a admitir Borrell que «la guerra se gana en el campo de batalla». Ni en las mesas de negociación, ni en las conversaciones multilaterales, ni en los acuerdos de paz: en el campo de batalla.
Frente al esfuerzo de guerra, esfuerzo de paz
La última y más importante de estas certezas es que sólo una paz militante y feminista nos puede sacar de aquí. Más allá de una frase hecha, o de un slogan político, la realidad es que las primeras voces que plantearon una posición crítica con la invasión y con la escalada belicista en Ucrania llegaron desde los movimientos pacifistas y antimilitaristas y desde el feminismo. Ambas fueron duramente contestadas, incluso desde la propia izquierda: ingenuas, naifs, simplonas, neutrales. No tuvieron espacio en los medios ni legitimidad en los foros internacionales y ningún Estado llevó sus reivindicaciones en la agenda.
Sin embargo, y pese a la heterogeneidad de estos movimientos sociales y políticos, el hecho es que las mujeres siempre estuvieron en la vanguardia de las luchas por la paz: desde las rusas de 1917 a las Mujeres de Negro en Sarajevo, las Madres de la Plaza de Mayo, las sufragistas que intentaron frenar la I Guerra Mundial, las hippies que cantaron contra Vietnam. En su diversidad de origen y de posiciones, fueron actoras políticas esenciales que pusieron un espejo frente a los señores de la guerra y expusieron sus vergüenzas. Esta certeza no parte de un esencialismo ñoño, porque el pacifismo no tiene nada que ver con ser sumisa o tener una tendencia natural a pacificar y a ser seres de luz y cuidado. Hay señoras de la guerra, mujeres terribles (algunas han salido ya en estas líneas), pero el hecho es que si las mujeres han nutrido los movimientos antimilitaristas y pacifistas durante siglos —poniendo el cuerpo y sus vidas, en muchos casos, para defenderlos— es precisamente porque hay otras formas de concebir las relaciones con el territorio, con «el otro», con el poder, con el conflicto. Formas que, durante siglos, las mujeres han construido desde los márgenes. Y es precisamente desde esa experiencia cotidiana e invisible desde donde las colombianas han construido el proceso de paz y reparación, o desde donde las refugiadas han armado redes de solidaridad y apoyo mutuo, o desde donde las activistas han desplegado la diplomacia activista, internacionalista y militante.
Se habla mucho del esfuerzo de guerra, pero casi nada del esfuerzo de paz; de las largas posguerras sobre las espaldas de las mujeres, de la gestión de las derrotas, de la inflación, del coste de la violencia, de quienes reconstruyen la tierra arrasada y los futuros rotos. Y desde esa legitimidad histórica de quienes han imaginado mundos mejores y los han peleado, de quienes llevan la cuenta de la sangre y del dolor, de quienes han propuesto alternativas aunque nadie las haya querido escuchar, quisiera celebrar la única positiva de todas estas certezas: y es que ellas existen y resisten.
Sigamos pues, haciendo geopolítica de descansillo, disputando la guerra y sus esfuerzos y dudando, crítica y sanamente, de muchos de sus postulados, que llevan décadas, sino siglos, sin llevarnos demasiado lejos. Al fin y al cabo, cuenta el mito (o al menos una de sus versiones) que, minutos antes de ser sacrificada a los dioses de la guerra, Ifigenia huyó, y escapó de su destino.
·
COMPARTIR: