Alfredo Aguilar

Cuando los brindis y los fuegos artificiales que celebraban la llegada del 2020 ya habían terminado y llegaron las noticias del día de Año Nuevo, estas eran aburridamente similares a las de días anteriores: alegría o lágrimas por el Brexit, según la posición de cada cual; incendios y sequías en Australia; el ataque de una milicia chiíta contra la embajada de Estados Unidos en Irak; manifestaciones en Francia de los gilets jaunes; negociaciones para un gobierno de coalición de izquierda en España y, por supuesto, la miríada de resoluciones de año nuevo que se arrastran y se olvidan repetidamente año tras año.
Nadie anticipaba que la mayor catástrofe global desde la Segunda Guerra Mundial ya había comenzado en un mercado popular de Wuhan. Las noticias iniciales seguían siendo escasas y contradictorias varias semanas después, debido a la política de comunicación opaca en China y a la impasibilidad del resto del mundo. Lo que siguió es de sobra conocido. Sin embargo, lo que sí es noticia es la falta de reacción inicial y la indiferencia y confusión de los gobiernos, organizaciones internacionales y, por tanto, la perplejidad de la mayoría de la gente en todo el mundo.
Este confinamiento forzoso y tan prolongado nos brinda una nueva oportunidad de tener una visión más profunda sobre cuestiones fundamentales que la frenética actividad de los tiempos pre-pandémicos no nos permitió considerar. Algunas de las preguntas más básicas son:
¿De veras nos preocupan las amenazas y los desafíos globales?
Estamos aprendiendo de la manera más dura que las amenazas son globales. Afectan a la totalidad del planeta, y los problemas que plantean están más allá de la capacidad de cualquier país para enfrentarlos o resolverlos solo. Requieren un esfuerzo global coordinado para abordarlos de manera efectiva. Existe ya un consenso en torno al hecho de que los actuales desafíos mundiales que afectan a la biosfera —el sistema ecológico que integra a todos los seres vivos y sus relaciones con la materia inorgánica o no viva—, pueden poner en grave peligro nuestras futuras condiciones de vida y de supervivencia como especie biológica. La biosfera es una capa extremadamente delgada y muy frágil, que se extiende desde unos pocos kilómetros en la atmósfera hasta las profundidades de los océanos. Sin embargo, la gran mayoría de los seres vivos vive en una capa de menos de tres kilómetros: dos por encima del nivel del mar y menos de uno por debajo. Podemos visualizar fácilmente la fragilidad de la biosfera si imaginamos que la tierra tiene el tamaño de una sandía de 40 cm de diámetro. De este modo, la biosfera tendría unos 0,1 mm de espesor en la superficie de la sandía, más delgada que un cabello humano. Asusta, ¿verdad? Es por esto por lo que hay buenas razones para estar todos preocupados por las amenazas y desafíos globales.
Como decíamos, hay un consenso en la comunidad científica sobre la naturaleza de los desafíos globales que afectan a la biosfera y, por lo tanto, a nosotros, los humanos. A saber: el cambio climático, la seguridad alimentaria —relacionada con, pero no igual a la calidad de los alimentos—, el aumento demográfico, la preservación de nuestro entorno natural —incluidos los océanos— y la energía asequible y respetuosa con el medio ambiente. A esta lista hay que añadir otro elemento: las enfermedades infecciosas nuevas y emergentes.
¿Cómo luchar contra los desafíos mundiales y promover la prosperidad económica y social?
Esta pregunta me remite a mis años escolares, cuando forcejeaba en clase de matemáticas, tratando de resolver problemas con varias ecuaciones que a su vez contenían varias incógnitas. Casi con más dolor que alegría, con el tiempo aprendería a resolverlos. Sin embargo, la pregunta de arriba es mucho más difícil de responder, ya que implica muchas más incógnitas; y lo que es más preocupante: ni siquiera conocemos la naturaleza de todas ellas. En todo caso, no importa su dificultad: encontrar una solución viable es crucial para sostener la civilización humana tal como la conocemos.
En la mayoría de nuestras sociedades no nos faltan «salvadores de la patria» con recetas precocidas, listas para resolver todos estos problemas. La advertencia que esconden sus pomposas promesas, sin embargo, es que todas estas soluciones ya han fracasado repetidamente en diferentes continentes y en diferentes momentos de la historia. Y en todos los casos lo hicieron con consecuencias catastróficas para sus poblaciones. Intentar el mismo enfoque una y otra vez nos conducirá de nuevo al fracaso. Los enfoques populistas, cualquiera que sea su signo político, no nos acercarán a una solución, sin importar el número ni el ruido que hagan sus partidarios. Necesitamos tener en cuenta tres elementos para poder abordar con seriedad y eficiencia estos desafíos [2][2] Aguilar A. & Patermann, C. (2020, in press). Biodiplomacy, the new frontier for bioeconomy [Biodiplomacia, la nueva frontera para la bioeconomía]. New Biotechnology.:
1. Es necesario un enfoque holístico que reconozca que los recursos naturales, y en particular los biológicos, son finitos.
2. Existe un límite físico a la capacidad de la biosfera para producir y renovar la biomasa mundial.
3. El actual paradigma económico de crecimiento ilimitado, basado en una producción cada vez mayor de bienes, es biológicamente insostenible y termodinámicamente falso.
Este confinamiento forzoso y tan prolongado nos brinda una nueva oportunidad de tener una visión más profunda sobre cuestiones fundamentales que la frenética actividad de los tiempos pre-pandémicos no nos permitió considerar.
Hasta ahora, los esfuerzos por abordar los desafíos mundiales se han enfocado de manera dispersa. Así pues, la mayoría de las iniciativas desarrolladas para luchar contra el cambio climático y mitigarlo se han formulado ignorando otros desafíos, como la explosión demográfica humana o la amenaza a la seguridad alimentaria. Si bien todos los esfuerzos realizados por Naciones Unidas, sus organismos y muchos gobiernos y organizaciones no gubernamentales de todo el mundo son sumamente útiles y deben ser aplaudidos; es evidente que este enfoque sectorial tendrá un impacto limitado si no se aplica un enfoque más holístico. Recientemente se han sugerido dos nuevos instrumentos para integrar conceptual y operacionalmente la mayoría de los desafíos derivados de las amenazas mundiales: la bioeconomía y la biodiplomacia [3][3] Aguilar, A., Twardowski, T. & Wohlgemuth, R. (2019). Bioeconomy for sustainable development [Bioeconomía para un desarrollo sostenible]. Biotechnology Journal. 1800638. DOI: 10.1002/biot.201800638. [4][4] Aguilar, A. (2018). Bioeconomía y sociedad. In Aguilar, A., Ramón, D. & Egea F.J. (Eds.). (Vol. 31, pp. 15-36): Mediterráneo económico. Cajamar.. Está fuera del alcance de este artículo ofrecer una visión profunda sobre estos dos conceptos; pero en el contexto actual, es importante saber que la bioeconomía está orientada a liderar la transición de una economía lineal dependiente de los combustibles fósiles a una economía circular y sostenible basada en la biotecnología, capaz de operar dentro de los límites ecológicos y de generar empleo y crecimiento económico. Por otra parte, el cometido de la biodiplomacia radica en la necesidad crítica de contar con un enfoque holístico para la gestión mundial, eficaz y duradera, de los recursos naturales del planeta. Este enfoque supone un alejamiento del actual paradigma económico de un aumento ilimitado de la producción; y una apuesta orientada hacia sociedades más inclusivas, que reduzcan el desperdicio, la producción innecesaria y el consumo de bienes. En resumen, que conduzca hacia una bioeconomía circular y sostenible.
No podemos evitar nuevas pandemias, ni los otros desafíos globales como el cambio climático, la seguridad alimentaria, etc. Pero podemos y debemos actuar ahora para disminuir, adaptar y mitigar su impacto. Todos los desafíos globales están entrelazados y deben ser abordados de manera eficiente. El Club de Roma ha publicado recientemente un estudio que aborda estas cuestiones y su mensaje principal es que debemos aspirar a construir sociedades más racionales y sostenibles generando una nueva catarsis social con nuevos valores que se desvíen del espejismo del crecimiento económico ilimitado [5][5] Ulrich von Weizsäker, E., Wijkman, A. (2018). Capitalism, short-termism, Population and the Destruction of the Planet [Capitalismo, cortoplacismo, Población y la Destrucción del Planeta]. Club of Rome. Springer..
¿Cuánto tiempo tenemos para reaccionar?
La procrastinación es la actitud favorita de muchos, pero puede ser un desastre para la sociedad y para la humanidad. Siempre hay razones sólidas para dejar para mañana lo que debería haberse hecho ayer, sin embargo, la pandemia de la COVID-19 ha puesto en evidencia que retrasar decisiones importantes acarrea consecuencias trágicas. Me pregunto dónde están ahora esos «expertos» y «visionarios» que, con arrogancia y un aire de superioridad, dijeron que la COVID-19 no era más que una gripe grave, que no había nada de qué preocuparse, que el pánico era más peligroso que el virus, que la tasa de mortalidad se había inflado gravemente y, además, que la gripe también mata a cientos de miles de personas cada año, así que ¿por qué armar tanto alboroto? En el momento de sus «oráculos», la infección estaba fuera de control en China y se extendía a otros países y la R0 [6][6] R0 es el número de casos, en promedio, que una persona infectada provocará durante su período infeccioso. Si R0 es menor a 1, la enfermedad se extinguirá en una población, porque en promedio una persona infectada contagiará a menos de otra persona susceptible. Si R0 es mayor a 1, en cambio, la enfermedad se propagará. estaba entre 2 y 3. Todos los que tenían un mínimo conocimiento de microbiología sabían que, para entonces, la epidemia ya era imparable. Todos estos visionarios, con sus bolas de cristal y sus barajas del tarot para leernos el futuro, se han desvanecido. En aquel momento, algunos gobiernos castigaron a los científicos y médicos que describieron crudamente la realidad y que se atrevieron a decir que «el rey estaba desnudo». Otros líderes gubernamentales optaron por rodearse solo de expertos dispuestos a dar los consejos que el gobierno quería escuchar. Al final, una gran mayoría simplemente no prestó atención hasta que fue demasiado tarde. Para muchos políticos, la COVID-19 fue una molestia que interfirió en la «grandeza» de sus acciones, orientadas a entrar en la historia. En definitiva, a nivel mundial, las reacciones fueron tardías, vacilantes, descoordinadas y a menudo con iniciativas contradictorias respecto a otros países. Cuando esta pandemia termine, los epidemiólogos podrán escribir un «Atlas de muertes evitables por la COVID-19», con la esperanza de que los futuros líderes sean más diligentes que los actuales. En comparación con la llamada gripe española de 1918, la ciencia y la medicina han venido haciendo desde entonces enormes progresos en todos los ámbitos. Sin embargo, cuando comparamos las reacciones que las autoridades públicas tuvieron frente a la pandemia en aquel momento, y las que hemos visto ahora, apenas se aprecian diferencias significativas [7][7] Spinney, L. (2017). Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World [El Jinete Pálido: La gripe española de 1918 y cómo cambió el mundo]. Jonathan Cape.. De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿Qué se necesita para que nuestros gobiernos se preocupen y sean proactivos, y no sólo reactivos, ante futuras epidemias? La ciencia y la tecnología están ahí fuera, pero la voluntad política y el liderazgo necesarios para hacer frente a la pandemia, lamentablemente no existen. Es difícil no estar de acuerdo con Greta Thunberg, que cuando se dirigió a los líderes mundiales en la Cumbre de Acción Climática de Naciones Unidas en 2019, los reprendió con un «¡Cómo os atrevéis!»; mientras ellos daban largos circunloquios sin tomar ninguna decisión sobre el cambio climático. Estos líderes no han demostrado ser capaces de abordar la complejidad y el pensamiento estratégico necesarios para dirigir iniciativas que mitiguen los efectos de los desafíos mundiales.
Para hacer frente a las amenazas mundiales a la biosfera es necesario tener, por un lado, un enfoque cartesiano; y, por otro lado, comprender que los ecosistemas que la conforman son la suma de todos sus componentes y de las múltiples interacciones entre ellos. Solo con este enfoque bifocal los futuros líderes y sus sociedades podrán abordar los desafíos globales de manera efectiva. No hay otra forma. La historia analizará con la perspectiva del tiempo cómo fuimos capaces de enfrentarnos a la pandemia de la COVID-19 y el resto de amenazas a nuestro mundo. Esperemos que los libros de Historia relaten cómo en el siglo XXI se tomaron medidas globales y efectivas para evitar daños irreversibles para la humanidad. Asegurar esto es ahora nuestro deber para con las generaciones futuras.
El mundo necesita más ciencia
La historia de la humanidad se articula mediante una serie sucesiva de certezas, de verdades indiscutibles y dogmas que el tiempo, las guerras o el olvido van borrando con el paso de los años. Estas certezas comenzaron con la concepción del mundo natural, y la supuesta supremacía del hombre sobre todos los demás seres vivos e inanimados del universo. Hoy en día, nuestro conocimiento del mundo natural ha aumentado drásticamente. Gracias al trabajo de muchos científicos a lo largo de los últimos siglos, hoy sabemos que el Homo sapiens es sólo una especie de entre varios millones de otras especies que cohabitan en el planeta [8][8] Se estima que el número de especies actuales de la tierra oscila entre 2 millones y 2 billones, de las cuales alrededor de 1,74 millones han sido documentadas científicamente y más del 80% aún no han sido descubiertas. De ellas, la mayoría son bacterias, virus y otros seres vivos microscópicos. Se estima que más del 99% de todas las especies que han vivido en la tierra están extintas.. También sabemos que todos los seres vivos existentes descienden de un único ancestro común llamado LUCA (Último Ancestro Universal Común, por sus siglas en inglés), que se originó hace unos 4.000 millones de años. En cierto modo, podemos decir legítimamente que todos los seres vivos que nos rodean son en algún grado nuestros parientes cercanos o lejanos.
Hay, sin embargo, una característica singular en el Homo sapiens cuando se lo compara con el resto de los seres vivos: su capacidad única para desarrollar un cerebro capaz de realizar razonamientos abstractos. Nuestros antepasados lograron aprovechar el fuego, fabricar armas para cazar animales, inventar la agricultura y fundar sociedades grandes y complejas. Con el tiempo, la humanidad ha alcanzado una extraordinaria comprensión del mundo natural, la estructura y composición del universo, la naturaleza de la vida y la universalidad del código genético. Filósofos, escritores, músicos, han legado a la humanidad impresionantes composiciones, obras de teatro, novelas, nuevas concepciones abstractas de la mente y del mundo.
Los políticos y legisladores deberían escuchar a paneles de científicos independientes para tomar decisiones políticas basadas en la evidencia. La ciencia y el razonamiento empírico deberían tomar más importancia en los planes de estudio de las escuelas, ya que la educación científica es uno de los instrumentos más poderosos para comprender el mundo, y permite a los ciudadanos tomar decisiones informadas.
Los que tenemos la suerte de vivir en el mundo desarrollado, no solemos darnos cuenta de que a principios del siglo XIX ningún país tenía una esperanza de vida superior a los 40 años. Hoy en día, la mayoría de la gente en el mundo puede aspirar a vivir tanto como los habitantes de los países más ricos en 1950. Naciones Unidas estimó que la esperanza de vida media mundial en 2019 era de 72,6 años. A nivel mundial, la esperanza de vida ha aumentado más de 30 años en los últimos dos siglos. Este enorme progreso en la historia de la humanidad se ha debido en gran medida a las contribuciones de los avances tecnológicos, en particular a la disponibilidad de agua potable y el saneamiento urbano; así como a los progresos científicos que han llevado a la introducción de normas de higiene, el descubrimiento de antibióticos y el desarrollo de vacunas. Estos progresos casi increíbles que se han logrado en los dos últimos siglos no deben ocultar las persistentes desigualdades mundiales en materia de salud que observamos hoy en día, y que deben servir de estímulo para corregir lo que es posible y factible.
A pesar de estos sorprendentes avances científicos y tecnológicos, hay un misterio desconcertante en la evolución humana. A diferencia de la ciencia y la tecnología, en la que los avances se alzan sobre los hombros de las generaciones precedentes de científicos e ingenieros, otras áreas como las ideologías políticas, las teorías económicas y las ciencias sociales, entre otras, parecen evolucionar de manera diferente. Los avances científicos y tecnológicos progresan de manera lineal. Cada generación construyó su experiencia sobre la acumulación de conocimientos obtenidos en las generaciones anteriores. Así, en el siglo XVIII, la Revolución Industrial comenzó con la invención de las máquinas de vapor: ferrocarriles operados por locomotoras de vapor, que fueron reemplazadas hacia mediados del siglo XX por máquinas accionadas por diésel y más tarde por electricidad. Los avances científicos y tecnológicos no retroceden. Hoy en día, nadie intenta producir o comercializar una máquina de vapor o una radio de galena, o viajar en mula. Ha habido periodos oscurantistas en la historia en los que el poder predominante de los regímenes y religiones absolutistas prohibió y castigó cualquier esfuerzo científico. Pero la ciencia y la tecnología, una vez establecidas, fueron aceptadas y adoptadas de manera universal.
No es mi intención discutir aquí las aplicaciones ni los usos o abusos hechos por los avances científicos y tecnológicos en diferentes periodos de la historia. Este asunto merecería un artículo completo. También está fuera del ámbito de este artículo el abordaje de las implicaciones de los diferentes enfoques metodológicos utilizados en las ciencias naturales y en las ciencias sociales. Lo que sí quiero señalar aquí es la maravillosa circunstancia de que entre los miembros instruidos de nuestras sociedades nadie cuestione, independientemente de su ideología política, religión o país de origen, la Ley de Gravitación Universal de Newton o la Teoría de la Relatividad de Einstein, la estructura del ADN y la universalidad del código genético, o que los números «pi» (π) y «e» (e) son constantes matemáticas.
Llegados a este punto, quisiera ilustrar los fundamentos básicos de la colaboración científica internacional con un ejemplo hipotético orientado a la búsqueda de una vacuna contra la actual pandemia. Consideremos que un científico chino en Shanghai puede haber secuenciado el genoma del SARS-CoV-2, el virus que causa la enfermedad de la COVID-19, y envía la secuencia a un colega en Montreal, que puede buscar posibles secuencias únicas involucradas en la infección de células humanas. El científico canadiense bien podría comunicar estos resultados a otro colega en Heidelberg para estudiar las proteínas o péptidos codificados por estas secuencias. La idea es identificar posibles pistas para una posible vacuna. De nuevo, estos resultados respecto a las proteínas y péptidos podrían haber cruzado el Canal de la Mancha hasta una empresa de alta tecnología en Cambridge para desarrollar una variedad de anticuerpos potenciales con la idea de neutralizar las proteínas o péptidos codificados por el virus y, por lo tanto, su patogenicidad. Pero este no es el final, ni mucho menos: desde Cambridge, varias muestras de los anticuerpos desarrollados podrían haber sido enviadas a Shanghai, pero también a Nueva Delhi, Ciudad de México, Berlín, Atlanta, San Petersburgo, Ciudad del Cabo, Boston, Alejandría, Madrid, Lyon y muchas otras ciudades del mundo para probar su eficacia en cultivos celulares, modelos animales y, sólo si los resultados fueran positivos, probarlas en humanos en muchos hospitales de todo el mundo. Y, una vez más, silos resultados de esta larga cadena de colaboraciones científicas internacionales resultaran positivos, la vacuna candidata se enviaría a las principales autoridades reguladoras, la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), la Agencia de Alimentos y Fármacos de los Estados Unidos (FDA) y otras agencias reguladoras de todo el mundo. Después, siempre que los organismos reguladores den su consentimiento, la vacuna sería entonces producida a gran escala por las compañías farmacéuticas. Con el tiempo, la vacuna llegaría a las farmacias y a los pacientes.
Así es como funciona la ciencia. Cada uno de estos pasos es complejo. Los resultados tienen que ser verificados, comprobados, escudriñados, incluso hay que tratar de falsarlos —siguiendo la terminología de Popper—, antes de ser publicados en revistas científicas siguiendo estrictos sistemas de revisión por pares. Todo el progreso científico es meticuloso, a menudo percibido por los políticos y algunos sectores de la sociedad como lento, y plagado de incertidumbres. Sin embargo, la historia demuestra que los países que han invertido más y de manera constante en la ciencia y la tecnología tienen niveles de vida, salud, educación y democracia más altos que los que deciden no hacerlo. A veces, la clase política dirigente ha tratado de reprimir o doblegar a la ciencia y a los científicos que están en desacuerdo con su ideología; lo que a menudo tiene consecuencias catastróficas, no sólo para los científicos, sino también para sus sociedades en general. En la ciencia no hay atajos ni certezas absolutas, sino avances graduales y constantes en el mundo de lo desconocido. El progreso científico se basa en la veracidad y la reproducibilidad de los resultados. Una vez que los resultados científicos se publican en revistas académicas pasan a formar parte del patrimonio común de la humanidad.
Los políticos y legisladores deberían escuchar a paneles de científicos independientes para tomar decisiones políticas basadas en la evidencia. La ciencia y el razonamiento empírico deberían tomar más importancia en los planes de estudio de las escuelas, ya que la educación científica es uno de los instrumentos más poderosos para comprender el mundo, y permite a los ciudadanos tomar decisiones informadas.
La botella, ¿medio llena o medio vacía?
Hay varios ejemplos de emprendimiento humano cuya culminación ha requerido varias generaciones. Las murallas de las ciudades, los castillos y sobre todo las catedrales, son los ejemplos más familiares. Sin embargo, la naturaleza humana, una vez concebida y comenzada una obra, desea verla terminada lo antes posible. Esto es particularmente cierto en el caso de los políticos, cuyo horizonte, con honrosas excepciones, no va más allá de su mandato. La planificación a largo plazo no es precisamente una de las características más destacadas y extendidas, no ya entre políticos, sino entre los seres humanos en general. Las especies biológicas tienen una capacidad extremadamente limitada para aprender de las experiencias pasadas y planificar en consecuencia. El Homo sapiens ha desarrollado un intelecto extraordinario, capaz de concebir impresionantes composiciones musicales, complejos conceptos filosóficos y matemáticos y teorías físicas abstractas; pero no ha avanzado mucho en el desarrollo de lo que el psicólogo Martin Seligman ha denominado Homo prospectus. Resulta paradójico, pero lo cierto es que los humanos son extremadamente torpes a la hora de planificar a largo plazo. No en vano, es flagrantemente notoria nuestra manifiesta por el hombre, sea respecto al crecimiento de la población o respecto al cambio climático, sin mencionar las guerras y crisis que se derivan de sus efectos. Y la razón por la que somos tan incapaces a la hora de planificar a largo plazo podría muy bien residir en nuestro tiempo relativamente corto de evolución en tanto que especie humana. En términos puramente biológicos, la planificación a largo plazo no es uno de los principales impulsores del curso de la evolución humana. Sin embargo, debido a la amenaza de los desafíos mundiales, como una nueva pandemia, el cambio climático, la seguridad alimentaria, el aumento de la población, la escasez de agua, la preservación de los ecosistemas naturales, los límites ecológicos de la biosfera, la disponibilidad de energía barata y limpia, entre otros; nuestra supervivencia como especie depende en gran medida del desarrollo de estrategias aceptadas mundialmente, que sean conceptualmente evolutivas y que estén orientadas a hacer frente a estos desafíos, y a otros que las generaciones futuras pueden tener que afrontar.
La historia reciente ha demostrado que, a pesar de nuestra aparente falta de competencia para establecer una planificación a largo plazo como especie biológica, cuando existe una voluntad amplia y consensuada, el esfuerzo se ve tremendamente recompensado. Esto puede ilustrarse con tres ejemplos:
El primero es la erradicación total de la viruela de la faz de la tierra, algo que está ampliamente considerado como el mayor logro de la salud pública internacional. Este gran esfuerzo comenzó en 1959, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) dio luz verde a un plan para librar al mundo de la viruela. Esta campaña de erradicación mundial, lamentablemente, se vio afectada por carencias de fondos y de personal, y por la falta de compromiso de los distintos países, así como por la escasez de donaciones de vacunas. El posterior Programa de Erradicación Intensiva de 1967 comenzaría con la promesa de un impulso renovado. En esta ocasión, laboratorios de varios países acostumbrados a brotes regulares de viruela lograron producir más vacunas liofilizadas, y de mayor calidad. Otros tantos factores desempeñaron también un rol fundamental para el éxito de estos esfuerzos reforzados, como el establecimiento de un sistema de vigilancia para la detección e investigación de casos, las campañas de vacunación masiva y, por último, el apoyo político. El Programa fue logrando progresos constantes para librar al mundo de esta enfermedad, y en 1971 la viruela ya había sido erradicada de América del Sur, seguida de Asia (1975) y finalmente de África (1977). En 1980, la 33ª Asamblea Mundial de la Salud declaró al mundo oficialmente libre de esta enfermedad. Hasta ahora, la viruela ha sido la única enfermedad humana erradicada de la tierra.
Las instituciones globales y regionales, como Naciones Unidas, sus organismos, la Unión Europea y otras, deberían desarrollar una serie de «misiones biodiplomáticas» en materia de salud, agricultura, seguridad alimentaria y cambio climático. Estas misiones deberían orientarse al interés de la población humana en general, en vez de ser desvirtuadas por los intereses —legítimos, pero de escasa perspectiva—, que imponen las prioridades exclusivamente nacionales o regionales.
La segunda historia de éxito, aún inconclusa, es el programa de erradicación de la poliomielitis iniciado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1988, que también ha supuesto uno de los mayores éxitos históricos en materia de salud global. La vacuna ha logrado reducir la incidencia global de la poliomielitis en un 99,9%, y más de 16 millones de personas se han salvado desde entonces de la parálisis o la muerte gracias a los esfuerzos de vacunación. En su apogeo a mediados del s. XX, la poliomielitis acabó con la vida de medio millón de personas cada año, en su mayoría niños. En 1988, había más de 125 países en los que la polio era endémica, hoy son solo tres: Nigeria, Pakistán y Afganistán; donde los continuos conflictos políticos han dificultado los esfuerzos de erradicación. Una parte del problema es, de hecho, de carácter político. La segunda, sin embargo, es de carácter científico. La eliminación total de la poliomielitis requiere del perfeccionamiento de la vacuna oral ya existente, ya que en unos pocos casos esta «revierte», desencadenando la enfermedad en lugar de proteger contra ella. La Iniciativa para la Erradicación de la Poliomielitis es el mayor esfuerzo de salud pública internacionalmente coordinado de la historia, y está dirigido por gobiernos nacionales en colaboración con 5 entidades: la OMS, Rotary International, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC), el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y la Fundación Bill y Melinda Gates; lo que pone de manifiesto una colaboración y una sinergia positiva entre gobiernos, instituciones públicas y la iniciativa privada. Este no es sino un claro ejemplo de la necesidad de que la ciencia, la voluntad política y las iniciativas mundiales vayan de la mano y se apoyen mutuamente para llevar a cabo con éxito esfuerzos globales.
El último ejemplo de éxito son los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de las Naciones Unidas, que se establecieron en 2000 para dar forma a una visión más amplia en la lucha contra la pobreza, en particular en los países en desarrollo. Esa visión siguió siendo el marco general de desarrollo para el mundo hasta 2015. El final del periodo de los ODM fue una de las pocas ocasiones en los últimos años en que la humanidad ha tenido un verdadero motivo para la celebración: gracias a esfuerzos concertados a nivel mundial, regional, nacional y local, los ODM han salvado la vida de millones de personas y mejorado las condiciones de vida de muchas más. Los resultados ponen de manifiesto que, con intervenciones selectivas y estrategias sólidas, con una colaboración fuerte y estrecha entre la ciencia y los profesionales sanitarios, recursos adecuados y con voluntad política, incluso los países más pobres pueden lograr avances espectaculares y sin precedentes. Los ODM han expuesto logros desiguales e insuficiencias en algunas esferas, pero ahora sabemos que incluso tareas descomunales como las que se acaban de mencionar pueden ser un éxito si hay voluntad, objetivos claros y metas ponderables.
Las instituciones globales y regionales, como Naciones Unidas, sus organismos, la Unión Europea y otras, deberían desarrollar una serie de «misiones biodiplomáticas» en materia de salud, agricultura, seguridad alimentaria y cambio climático. Estas misiones deberían orientarse al interés de la población humana en general, en vez de ser desvirtuadas por los intereses —legítimos, pero de escasa perspectiva—, que imponen las prioridades exclusivamente nacionales o regionales.
¿Aprenderemos o seguiremos haciendo «business as usual»?
De algún modo, las pandemias son testimonios brutales de que, independientemente de las diferencias sociales, políticas, religiosas o económicas que podamos tener, somos una sola especie biológica: Homo sapiens. A veces uno se pregunta, sin embargo, si el nombre de la especie sapiens es el más apropiado. Las guerras a lo largo de la historia, las persecuciones políticas y religiosas, las dictaduras sin importar el signo, el nazismo, el fascismo y el comunismo han provocado al menos tantas muertes como todas las pandemias conocidas en la historia. En el siglo XX la humanidad creó organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, la Unión Europea, y muchas otras, para promover el diálogo y prevenir los conflictos armados. Pese a todas sus limitaciones, estas organizaciones han demostrado repetidamente que son tan eficaces como imprescindibles. No podemos prevenir completamente el estallido o el impacto de futuras pandemias. No obstante, con una planificación y pensamiento a largo plazo podríamos disminuir en gran medida su aparición y, sobre todo, mitigar sus efectos más perniciosos. Contamos con la ciencia y con la tecnología para abordar y enfrentar tales amenazas. Lo que se necesita es voluntad política y visión a largo plazo, más allá de los límites de sus respectivos partidos políticos o de sus mandatos.
El escenario representado por la mayoría de los líderes del mundo en esta crisis pandémica ha sido atroz. Nuestras sociedades necesitan más de ciudadanos preparados que de control político centralizado. Los ciudadanos deben sentirse parte de las soluciones y se debe promover y alentar su creciente participación en la toma de decisiones políticas. Esto sólo puede conseguirse mediante democracias altamente desarrolladas, con ciudadanos empoderados y líderes visionarios capaces de combinar tácticas a corto plazo con estrategias a largo plazo. Se necesita desesperadamente una reflexión social, una catarsis, sobre las razones que han llevado a esta situación; pero no tiene sentido una «autoflagelación» social. Es vital recordar, una vez más, que una sociedad democrática imperfecta es siempre preferible a una dictadura eficiente. Los tiempos de las dictaduras ilustradas o su versión moderna en forma de «gobiernos paternalistas» han terminado. Lo que se necesita es que, de nuevo, el trabajo de un político, entendido como servidor público, se convierta en una profesión deseable y socialmente reconocida. Para ello, es necesario hacer ver a los responsables políticos que sus decisiones, al tiempo que consideran otros factores, deben fundamentarse en la ciencia y en evidencias documentadas; y que los gobiernos no deben caer en la tentación de tergiversar o sesgar el asesoramiento científico. A su vez, los científicos que deban prestar dicho asesoramiento a gobiernos o legisladores deberían esforzarse también en reflejar en sus recomendaciones el consenso en torno al conocimiento científico imperante en el momento, indicando todas las posibles incertidumbres e incluyendo las diferentes opciones y sus potenciales consecuencias, siempre que sea posible.
Resulta sorprendente la forma en que se obliga a los niños a que memoricen fechas históricas de guerras y nombres de reyes olvidados o de gobernantes políticos oscuros; mientras que, sin embargo, no se les dice casi nada sobre las pandemias o «epidemias mundiales», en la terminología actual preferida por la OMS. No se les informa sobre las recientes SARS [9][9] Síndrome Respiratorio Agudo Severo., MERS [10][10] Síndrome Respiratorio de Oriente Medio.; pero tampoco sobre las «grandes» pandemias: la llamada gripe española que tuvo lugar entre 1918 y 1920, matando de 20 a 100 millones de personas; o la peste negra, también conocida como «la muerte negra» que presuntamente mató a entre 75 y 200 millones de personas, entre 1331 y 1353.
Es flagrantemente evidente que los políticos y las sociedades nunca olvidamos las lecciones de epidemias pasadas, por la simple razón de que nunca las aprendieron. Una sociedad post-pandémica necesita abandonar el espejismo y la comodidad de las certezas. No hay certezas en la vida social, ni en la ciencia. La historia nos demuestra que la ciencia, y por tanto la sociedad, progresan cuando se alejan de los caminos transitados. La falta de iniciativa e imaginación, sumada al temor a los desafíos intelectuales y a una posición acomodaticia nos han llevado al lugar en que nos encontramos. La necesidad de cambio no vendrá de sistemas políticos que en muchas ocasiones han demostrado ya su fracaso. Es preciso que las personas con ideas innovadoras, en particular jóvenes dispuestos a dar un nuevo rumbo a nuestras sociedades, tengan la oportunidad de adentrarse en caminos desconocidos y establecer nuevas metas. El futuro también les pertenece.
Es indispensable que se promuevan amplios diálogos sociales para consensuar las bases de una relocalización de las cadenas de producción, y para acordar un justo equilibrio entre una sociedad autárquica y una globalizada.
El fin de los dogmas políticos: «La edad de las certezas ha terminado» [11][11] Declaración prestada en el último foro OCTAGON «La era de la (in)Seguridad: cuestiones urgentes y profecías contradictorias». Madrid, 22-24 de noviembre de 2019. https://commonactionforum.net/octagon2019/
Las certezas nos proveen de comodidad, seguridad y del sentimiento positivo de pertenecer a un grupo, rodeándonos de personas con ideas afines. Las dudas, la incertidumbre y las preguntas generan inquietud, desconfianza y miedo. Es por eso que lo que más aman los políticos son las certezas. No importa si fundadas o meras ilusiones, las certezas son el lenguaje común de los políticos, independientemente de su lugar en el espectro ideológico. Incluso cuando Winston Churchill se convirtió en primer ministro en 1940 y dijo «no tengo nada que ofrecer salvo sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas», estaba ofreciendo una certeza que, tristemente, probó que era cierta; bien es cierto que también estaba haciendo gala de un liderazgo y un carisma sin parangón. Del modo opuesto, las dudas, la prudencia y la cautela son la forma en que los científicos comunican sus resultados, porque saben bien que por muy sólidos que parezcan, son siempre provisionales; hasta que una nueva teoría, nuevos datos o nuevas hipótesis generen nuevos resultados sobre los que progresará la construcción de la ciencia, como lo ha hecho generación tras generación.
Desde el comienzo de la pandemia de la COVID-19, la sociedad se ha comportado como un espectador pasivo y perplejo de la continua cacofonía entre estas dos formas de pensar y de comunicar. La diferencia entre ambas es pequeña en apariencia, pero tiene profundas implicaciones. Los científicos son personas entregadas al estudio de la naturaleza: saben mucho sobre una pequeña parcela de conocimiento; y saben que a pesar de ello, es mucho más lo que desconocen, pero que hay quienes, como ellos, dominan esos otros territorios. La diferencia más importante, sin embargo, radica en su gran prudencia natural, porque también son conscientes de que hay un enorme universo de conocimiento que no se les escapa solo a ellos; uno en que nadie se ha adentrado todavía. De ahí la prudencia en sus declaraciones. Por el contrario, los políticos saben pocas cosas, y las defienden con profunda firmeza. Según su orientación política, éstos saben cosas diferentes y las defienden con el mismo entusiasmo con que sus adversarios políticos defienden cosas opuestas; pero tienen un rasgo en común: lo que saben constituye su universo de conocimiento y de certeza. Saben que hay muchas cosas que desconocen, pero la mayoría de ellos se niega categóricamente a descubrirlas, evitando así que nuevos conocimientos puedan hacer tambalearse los fundamentos de sus ideas y convicciones. La duda es un pecado mortal para el político, y sin embargo, acompañada de un enfoque racional, puede ser la salvación de la sociedad.
Defendiendo y luchando contra la COVID-19
Se hace difícil de creer que el hombre pusiera un pie en la luna hace ya más de 50 años y que, aun con ello, las estrategias para defendernos de las infecciones virales apenas han cambiado desde entonces. Por fortuna, la cuestión de las infecciones bacterianas ha progresado mucho gracias al descubrimiento de un gran número de antibióticos; pero este progreso se ve ensombrecido por el aumento constante de la resistencia a los mismos en muchas cepas bacterianas, generada por su uso masivo y, a menudo, su abuso. A pesar de que tanto las bacterias como los virus son microscópicos, las diferencias entre ambos son enormes: las bacterias son organismos autónomos, capaces de replicarse a sí mismos; mientras que los virus son parásitos obligatorios y necesitan otro organismo —bacteria; célula vegetal, animal o humana— para apropiarse de los mecanismos celulares del huésped y así poder replicarse y propagarse. Para dar una idea aproximada de las diminutas dimensiones de un virus, podríamos señalar que el tamaño de un glóbulo rojo o eritrocito oscila entre 6 y 8 µm [12][12] 1 milímetro (mm) = 1000 micrómetros (µm) = 1000 000, or 106 nanómetros (nm)., sabiendo que el límite inferior de visión de la vista humana es de aproximadamente 0,1 mm. Una bacteria oscila entre 1 y 5 µm y el virus de la viruela, uno de los más grandes, entre 250 y 400 nm. El SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, tiene un tamaño de 0,125 µm o 125 nm de diámetro. Aproximadamente, un hematocito es unas 50 veces más grande que el virus COVID-19. Puede parecer contrario a la intuición, pero los virus, a pesar de su diminuto tamaño, son terriblemente difíciles de combatir y la razón principal radica en su simplicidad molecular y en su tasa de mutación, generalmente alta. Y es extremadamente difícil encontrar objetivos moleculares específicos para el virus que no se encuentren en los humanos. Como en cualquier conflicto armado, en el combate contra la COVID-19, lo que se necesita son estrategias paralelas de defensa y de ataque.
La primera línea de defensa es, por supuesto, minimizar la exposición al virus. En esto se ha fallado catastróficamente con la COVID-19. No sólo se ha roto la barrera entre los humanos y los murciélagos, que parecen ser el reservorio natural del virus, en el mercado de Wuhan; sino que se ha extendido por todo el mundo, con más de siete millones de personas infectadas y más de 400.000 muertes hasta mediados de junio de 2020.
La segunda línea de defensa es evitar que el virus entre en contacto con las mucosas humanas. Para ello, la piel es una buena barrera. La aplicación de ciertas prácticas de higiene básica y el uso de mascarillas también pueden contribuir a disminuir la tasa de transmisión. Sin embargo, una vez que una pequeña gota de saliva de una persona infectada entre en contacto con la mucosa de la nariz o la boca de otra persona, hay muchas posibilidades de que esa segunda persona se infecte y sea contagiosa, aunque entre el 25% y el 50% de los casos, una proporción importante, son asintomáticos o presentan síntomas leves.
Es indispensable que se promuevan amplios diálogos sociales para consensuar las bases de una relocalización de las cadenas de producción, y para acordar un justo equilibrio entre una sociedad autárquica y una globalizada.
Cuando una persona infectada requiere atención médica, los facultativos determinan el protocolo específico a seguir dependiendo de la edad, las condiciones médicas preexistentes, el pronóstico, la evolución de la enfermedad, etc. En cuanto al combate específico del virus, los médicos tienen dos opciones principales: por un lado, los antivirales, medicamentos destinados a acabar con el virus o a detener su propagación, tal como los antibióticos hacen con las bacterias [13][13] Es importante recordar que los antibióticos no son efectivos a la hora de luchar contra los virus y no deben ser utilizados en caso de infección viral excepto si son recetados por un médico para tratar una infección bacteriana simultánea o como medida profiláctica en ciertas condiciones. Los antibióticos y antivirales no deben usarse en ningún caso sin la prescripción formal de un médico.; y por otro lado, las vacunas. Algunos pacientes en estado crítico podrían recibir inyecciones de plasma rico en anticuerpos de otros pacientes que han tenido la enfermedad y se han recuperado. Este concepto es antiguo, y se llama «terapia pasiva de anticuerpos» porque el plasma rico en anticuerpos se transfiere de alguien que se ha recuperado con éxito de una infección a un paciente que sufre la misma enfermedad. Fue una técnica ampliamente utilizada en la era pre-antibiótica.
Cuando la defensa se convierte en un ataque [14][14] Esta sección aspira a proveer al lector de una perspectiva concisa sobre algunos de los enfoques terapéuticos que están siendo implementados por el personal sanitario en la lucha contra la COVID-19. No pretende ser exhaustivo o estar actualizado. Esta información no puede reemplazar el asesoramiento profesional de personal médico cualificado. Se incluye solo para dar una idea al lector de las inmensas dificultades a las que se enfrentan los facultativos a la hora de tratar nuevas enfermedades tales como la COVID-19.
a. La búsqueda de nuevos antivirales
La COVID-19 es una enfermedad nueva. En ausencia de una vacuna, los médicos que se enfrentan a los pacientes afectados están utilizando el arsenal terapéutico disponible para combatir los virus relacionados. Los medicamentos más importantes en ese sentido son los antivirales. Como decíamos, son a los virus lo que los antibióticos a las bacterias. Sin embargo, el número de antivirales, su especificidad y su eficacia, son significativamente menores que sus homólogos antibióticos. Algunos de ellos pueden además tener graves efectos secundarios, pero en ausencia de una vacuna son la primera munición disponible para combatir la COVID-19. Las más utilizadas al principio de la pandemia fueron:
Remdesivir, desarrollado para bloquear la infección por coronavirus relacionados e incluso el virus del Ébola. También lopinavir/ritonavir, una combinación de medicamentos usada contra virus como el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). Estos antivirales actúan bloqueando proteínas virales clave llamadas proteasas. La cloroquina y la hidroxicloroquina se utilizan actualmente para tratar el paludismo y la enfermedad autoinmune lupus. También parecen bloquear el ingreso de los virus al interior de las células, previniendo así la infección.
La literatura médica indica que la panoplia de antivirales existentes tiene efectos limitados en la lucha contra el virus, aunque en muchos casos permiten ganar tiempo y prevenir o reducir la gravedad de las infecciones. Con todo, laboratorios de todo el mundo se encuentran hoy en plena carrera para desarrollar nuevos antivirales, más eficientes y específicos que los actuales, y están ya en marcha al menos 27 ensayos clínicos de diferentes tratamientos antivirales. Es importante señalar que los antivirales se administran a los pacientes infectados cuando los virus están todavía presentes en su cuerpo. Para proteger a la población contra futuras infecciones del virus, la respuesta es invariablemente una vacuna.
b. La carrera por la vacuna
Está fuera del alcance de este artículo esbozar el proceso de desarrollo de una vacuna para la COVID-19. En una sección anterior de este artículo se presentaba un ejemplo hipotético sobre la complejidad y los procesos multifacéticos necesarios en la búsqueda de una vacuna. Aquí solo se expone un mero esbozo de los esfuerzos actuales dirigidos al desarrollo de una vacuna eficaz.
Poco después de que se observaran los primeros casos de la epidemia en China y sus países vecinos dio comienzo la carrera por desarrollar la vacuna, mucho antes de que la epidemia se convirtiese en pandemia. La cantidad de conocimiento previo es, pues, inmensa. De ahí la importancia capital de un apoyo constante a la investigación fundamental y orientada a objetivos específicos. Es esto lo que ha permitido que, para el 15 de mayo de 2020 [15][15] Organización Mundial de la Salud. Borrador del panorama de vacunas candidatas para la COVID-19 (Inglés). https://www.who.int/who-documents-detail/draft-landscape-of-covid-19-candidate-vaccines, la OMS tenga 8 candidatas a vacuna en ensayos clínicos y otras 110 en evaluación preclínica. Esta rapidez sin precedentes, casi vertiginosa, en la búsqueda de nuevas vacunas no ha sido fruto de la casualidad, sino de la descomunal acumulación de resultados científicos de epidemias anteriores (SARS, gripe aviar, MERS, ébola, gripe estacional y síndrome de Inmunodeficiencia adquirida [SIDA], entre otras), y de los esfuerzos constantes de una gran comunidad de científicos que trabajan en laboratorios repartidos por todo el mundo. Algunos de los enfoques que se están utilizando hoy para desarrollar una vacuna contra la COVID-19 se basan en estrategias similares que ya funcionaron contra el brote de SARS en 2002-2004. Es interesante observar que el SARS-CoV-2 y el SARS comparten el 79% del genoma, pero este parecido es engañoso: el genoma humano y el de los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos son idénticos en un 99% y en un 98% con el de los gorilas. Entre humanos, la similitud es de un 99,9%. Sin embargo, es este ADN único, su expresión y sus interacciones con el medio ambiente, la epigenética, lo que marca la diferencia entre individuos y entre especies. En consecuencia, se necesita una nota de precaución y prudencia ante todas esas noticias sensacionalistas que vienen anunciando una vacuna a un corto plazo no realista. Como se expuso antes, no existen atajos en la ciencia.
A menudo el gran problema de la ciencia no es sino la falta de fondos que entorpece su progreso, pero en ciertas ocasiones, el problema es intrínseco a la naturaleza de su objeto de estudio. Ilustrémoslo con ejemplos concretos en cuanto al desarrollo de vacunas:
Las vacunas de la viruela y la poliomielitis, sólo por mencionar dos, han salvado la vida de millones de personas. Se ha estimado que desde el año 2000, las vacunas han salvado a más de 20 millones de personas, han evitado 500 millones de infecciones y han ahorrado 350.000 millones de dólares a los sistemas de salud del mundo. Sería bueno que estas cifras nos hicieran ver con otros ojos la próxima vez que nos crucemos con un trabajador sanitario o un científico. Sin embargo, no todo es de color de rosa. Está bien documentado que 32 millones de personas han muerto por enfermedades relacionadas con el SIDA desde el comienzo de la epidemia. No obstante, el número de muertes se ha reducido significativamente gracias al acceso a la terapia antirretroviral. Lamentablemente, a pesar de los colosales esfuerzos intelectuales, económicos y logísticos, todavía no hay una vacuna y puede que nunca la haya. El paludismo ofrece una situación similar, con 219 millones de casos al año y casi medio millón de muertes anuales. Hasta ahora no se ha encontrado una vacuna fiable y eficaz. En ambos casos, las razones para la falta de éxito son distintas, pero todas tienen que ver con la biología molecular del agente infeccioso. Los enfoques actuales en la lucha contra estas infecciones son la prevención. Los antivirales en el caso del SIDA, y los antiparasitarios en el caso del paludismo.
Todavía no se conoce el resultado de la actual carrera por una vacuna contra la COVID-19, pero a pesar de las críticas por no haber unido los esfuerzos dispersos en un solo modelo de vacuna, el enfoque de «múltiples hipótesis de trabajo» parece aconsejable en esta ocasión, ya que es poco probable que poner más fondos o mano de obra en un solo modelo aumente las posibilidades de éxito. Muchas de esas vacunas candidatas caerán a lo largo de la carrera. Lo más importante, en fin, es que haya al menos una candidata que llegue a la meta. Será entonces cuando se necesite un esfuerzo global para producir miles de millones de dosis de vacunas. Los desafíos que enfrentamos son monumentales y de una naturaleza sin precedentes, por lo que no tendremos éxito sin una nueva actitud que potencie sinergias entre los científicos, los profesionales de la salud, los legisladores, los agentes sociales y económicos, y las iniciativas público-privadas. Nadie puede ser dejado de lado debido a prejuicios anticuados. Los próximos meses y años serán decisivos para saber qué posibilidades tenemos de lograr un futuro mejor.
Observaciones finales [16][16] Quisiera agradecer a Rosario Peláez López, a la Dra. Diana Aguilar Peláez (MD), a la Dra. Vanessa Campo Ruiz (MD) y al Dr. Eduardo Aguilar Peláez sus consejos, sus fructíferos debates y su lectura crítica del manuscrito.
Si para proyectar el futuro debemos basarnos en la experiencia del pasado reciente, entonces la historia del siglo XX nos deja sentimientos encontrados: recordamos con horror las dos guerras mundiales, y muchas más guerras regionales esparcidas por todo el planeta y el siglo; también el alzamiento de golpes militares y dictaduras en América Latina, África y Asia. Pero también asistimos a la consolidación de democracias maduras y acogimos con satisfacción la proliferación de democracias incipientes en muchos países, tras caer sus regímenes militares. También fuimos testigos del drástico aumento del nivel de vida en muchos países, al tiempo que lo fuimos del aumento de las desigualdades globales entre las diferentes regiones del mundo. La ciencia y las tecnologías han hecho grandes avances, salvando la vida de cientos de millones de personas y mejorado la de miles de millones. No obstante, nuestro deber en el siglo XXI es estar más atentos, para garantizar sociedades más inclusivas y que no dejen a nadie atrás. Que no dejen a nadie desprovisto de los beneficios de la ciencia, la salud y la tecnología.
Hay dos características de la humanidad que nos permiten mirar el futuro con un moderado optimismo: la innovación y la resiliencia. Gracias a la primera, los seres humanos han podido levantar nuestra civilización y nuestras sociedades, y gracias a la segunda, han tenido el afán y el valor para recuperarse de catástrofes periódicas. Por eso estoy convencido de que, como seres humanos, nos recuperaremos de esta pandemia. Las pérdidas humanas y económicas serán colosales, pero podremos salir de esta crisis. Puede que lleve años, quizás una década o más. Pero superaremos esta pandemia como especie. Ojalá nos haga más humildes, capaces de aceptar que no tenemos todas las respuestas y de buscar un nuevo acuerdo social, de consenso mundial, que reconozca que las amenazas globales requieren soluciones globales.
Sí tengo dudas, por otra parte, sobre si seremos verdaderamente capaces de aprender algo de esta experiencia. Si esto nos ha tomado totalmente desprevenidos, descoordinados y con una capacidad de respuesta tan lenta ante una pandemia tan devastadora, ¿cómo vamos a reaccionar ante las amenazas mundiales que ya conocemos? Mis esperanzas de que se tomen medidas racionales, coordinadas y decisivas para transformar la actual clase política no son tampoco muchas. Las que tengo se centran en los jóvenes, en su audacia y en sus enfoques innovadores para encontrar su propio rumbo en lo que queda del siglo XXI, navegando por territorios científicos, sociopolíticos y económicos inexplorados. Nada está garantizado en este viaje. No hay certezas. Vamos a necesitar nuevos paradigmas porque no habrá tal cosa como volver a «lo de siempre», al business as usual. Cuando trato de imaginar qué tipo de respuestas darán a las pandemias por venir y a los cada vez más amenazantes desafíos globales, me vienen a la mente Bob Dylan y su canción «Blowin’ in the wind»:
«The answer, my friend, is blowin’ in the wind. The answer is blowin’ in the wind».
·
COMPARTIR: