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Saskia Sassen

Tendemos a pensar en una capacidad como algo inherentemente positivo —práctico, desarrollado, útil. Este artículo se centra en el análisis de una capacidad particular, articulada por inteligencias admirables y por una impresionante eficacia, pero que en suma funciona como un sector extractivo, capaz de destruir todo un abanico de economías sanas en grandes ciudades.
La pandemia de la COVID-19 es mucho más que una mera amenaza a la salud pública de las comunidades a lo largo y ancho del planeta, e invita precisamente a la reflexión en torno a los patrones de estas capacidades. Podemos afirmar, claro, que este virus invisible no es un agresor consciente, pero también que se comporta como un actor global, con sus correspondientes funciones: influye en nuestro comportamiento e interactúa con los otros actores globales que dan forma a nuestro mundo. Y ya que su conducta no sólo viene determinada por su propia naturaleza, sino también por los modelos de sociedad en los que se sumerge, toda esta coyuntura es también un aviso: el SARS-CoV-2 no es ni mucho menos el actor global más peligroso al que debemos enfrentarnos.
Cuando comenzaron a implantarse los confinamientos, las desigualdades e injusticias causadas por los sectores extractivos se hicieron más y más evidentes. Las áreas urbanas privilegiadas quedaron vacías de repente, ya fuera porque sus habitantes contaban con otras residencias fuera de la ciudad, o simplemente porque esas mismas zonas ya hacía tiempo que no funcionaban como hábitats, sino que habían sido apropiadas para usos más «lucrativos»: en gran medida, hablamos de zonas absorbidas por la industria turística, que ha sido prácticamente inexistente durante la pandemia. El ciudadano medio, sin embargo, se ha enfrentado a peores condiciones durante la cuarentena, puesto que el mercado mismo ya lo había desplazado hacia viviendas reducidas y más alejadas.
Los alarmantes efectos de esta pandemia se han dejado ver también en los ámbitos del trabajo, la ocupación y la asistencia social, poniendo de manifiesto una vez más que los problemas que enfrentamos estaban siendo ya causados por otros actores globales, más que por el virus.
En suma, lo que se expone aquí son precisamente esas capacidades negativas que debemos reconocer y a las que debemos enfrentarnos [1][1] Para un análisis detallado, ver Sassen, S. (2015) Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos Aires: Katz Editores.. Para ello debemos explorar un aspecto de las altas finanzas que las hace funcionar como un sector extractivo: un sector que suele contar con capacidades nada desdeñables a la hora de desmantelar modestos sistemas de sustento y supervivencia, como son, por ejemplo, los fondos de pensiones. Estas formas de desmantelamiento son muy significativas, aun cuando puedan aparentar ser benignas haciéndose pasar por modelos asistenciales. Algunas de ellas ya han sido desenmascaradas: el caso más notable, quizás, es el del fondo de pensiones de la universidad de California, durante décadas uno de los más grandes y reputados de EE. UU. Hace algunos años, este y otros tantos fondos importantes vieron cómo un nuevo tipo de gestores tomaba las riendas. El tipo de gestores que, por encima de todo, aspiraba a contar con un tercer participante en la fórmula: entidades financieras que ya tenían clara la nueva dirección —y no tenía tanto que ver con beneficiar a los trabajadores como con usar sus ahorros en beneficio propio. Es esta capacidad para extraer valor sin importar las condiciones la que se ha venido instalando con la financiarización de cada vez más operaciones.
¿Puede la complejidad camuflar la violencia?
Uno de los principales problemas que esta coyuntura supone es la existencia de procesos que no reconocemos como violentos, en la medida en que son lo suficientemente complejos como para percibirse como valiosos y fiables de manera casi automática. Esto es lo que ha venido ocurriendo, por ejemplo, con los fondos de pensiones de trabajadores de rentas bajas en EE. UU. Los abusos de poder no resultan evidentes o fácilmente identificables para el jubilado medio. Insisto en que quiero enmarcar este análisis en las formas de poder que vemos positivas (¡jubilarnos!), pero que deberíamos ver como cada vez más plagadas de mecanismos para beneficiar a inversores y no a, en este caso, pensionistas. En condiciones así, podemos perfectamente categorizar estas formas de abuso como actos de violencia. Las altas finanzas se han convertido sin duda en uno de los sectores extractivos más brutales, pero astutos a la hora de disfrazarse de mero «comercio».
El banco tradicional se basa en la compraventa de dinero para extraer beneficios, pero las operaciones financieras son algo muy distinto. Se basan en su propia capacidad para financiarizar un enorme abanico de operaciones, entes y cosas. Esta es su fuente de beneficios. Desde edificios de lujo a planchas de metal o granos de café. Tienen la capacidad de hacer de cuentas negativas, como las deudas estudiantiles, también instrumentos de producción de valor.
Mi principal preocupación es el ataque brutal que a través de estos mecanismos experimentan los sectores clave de nuestras economías urbanas: desde la vivienda a los servicios de salud, pasando por los fondos de pensiones para trabajadores jubilados.
Examinando las capacidades que han permitido esta financiarización de cada vez más segmentos de nuestras economías vemos que quizás la más alarmante es la de interesarse incluso por las cantidades más irrisorias de dinero, oro, o incluso por las formas más modestas de vivienda. Y nada de esto beneficia a la gente en última instancia. Esta es la razón principal que esgrimo para considerarlo un sector extractivo; y una vez un actor económico tan relevante desarrolla la capacidad de transformar todo en una forma de extracción, el pueblo está condenado a salir perdiendo, y a lo grande.
Es pertinente destacar que gran parte de esta financiarización es invisible para el ciudadano medio —y para la mayoría de nosotros, de hecho. Esto es, en mi opinión, algo grave, ya que denota tanto la capacidad de innovación del propio sector como su alcance a la hora de convertir casi cualquier cosa en un producto financiero. Gran parte de esta capacidad ha pasado a ser la causa directa de la mala distribución de recursos, ganancias y pérdidas que experimentamos después de la década de 1980. Un proceso que sigue en boga hoy, y que ha visto una notable aceleración desde la crisis financiera de 2008. Un proceso que, de hecho, hemos visto tomar forma incluso en países europeos y más allá. Aunque podamos mirar principalmente a los Estados Unidos, el sistema financiero es global, y en extensión, también lo es su impacto.
Ese gran actor que tendemos a pasar por alto: las altas finanzas
El banco tradicional se basa en la compraventa de dinero para extraer beneficios, pero las operaciones financieras son algo muy distinto. Se basan en su propia capacidad para financiarizar un enorme abanico de operaciones, entes y cosas. Esta es su fuente de beneficios. Desde edificios de lujo a planchas de metal o granos de café. Tienen la capacidad de hacer de cuentas negativas, como las deudas estudiantiles, también instrumentos de producción de valor. Y es este enorme rango de innovación el que nos permite afirmar que su capacidad es admirable. Y resulta quizás particularmente impresionante, al menos en mi opinión, que al contrario que otros sectores, pueda extraer interés de valores positivos (como el propio capital) y también negativos (como la deuda).
Todo esto hace de su funcionamiento algo radicalmente distinto del propio de un banco tradicional. Durante las décadas que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial, la banca tradicional se benefició de una lógica económica que permitió el asentamiento de unas clases media y trabajadora grandes y prósperas, así como del hecho de que cada generación vivía mejor que la de sus padres. Ese período toca ya a su fin en la mayor parte de los EE. UU. —aunque persiste aún en Europa, por suerte para las clases de renta más baja.
Y sin embargo, estamos siendo testigos de cómo se disparan las rentas de expertos financieros de alto nivel de todas las áreas, enriqueciéndolos incluso más allá de sus propias expectativas. Si bien no llegan a la cúspide del 1%, hablamos a todas luces de una nueva clase de grandes ricos que supone en torno al 20-25% de la población de las grandes ciudades. De facto, el impacto de este 20-25% de nuevos ricos en la población urbana es mucho más significativo que el del tradicional 1%, ya que pueden apoderarse y gentrificar enormes tramos de espacio urbano para alojar sus viviendas y oficinas de lujo, tiendas, restaurantes, y demás. Al combinarlas, es fácil ver cómo estas expansiones territoriales de los ricos y poderosos han desplazado a las antes bien posicionadas —pero fundamentalmente modestas— antiguas clases medias de sus hábitats urbanos tradicionales.
¿Un sector extractivo?
Como vengo exponiendo, en muchos sentidos, el financiero puede describirse como un sector extractivo aunque no se presente como tal. Podríamos decir que se asemeja a la minería en la medida en que, una vez extrae lo que se propone, se retira sin implicarse lo más mínimo con la destrucción que deja tras de sí. Se trata de un sistema que sólo extrae y extrae, y que como decíamos, lo hace de un modo distinto al del banco tradicional, es decir, sin vender dinero.
Las altas finanzas tal y como las conocemos, que ya sabemos que no son en absoluto comercio tradicional, y que no se dedican a esa compraventa de dinero, tienen su origen en una serie de programas gubernamentales que aspiraban a dar apoyo a sus ciudadanos. En gran medida, estos insumos que se esperaban se basaron en una serie de dinámicas económicas propias de sus tiempos, específicamente en la creciente importancia del consumo de masas. En resumen, la banca tradicional se articuló como extensión de esta lógica de consumo masivo, teniendo en última instancia una función positiva para un gran número de hogares de renta más que modesta, así como para pequeñas y medianas empresas y otros elementos propios del tejido económico tradicional de nuestras grandes ciudades. Pero esto no es algo que prevalezca en el contexto del sistema financiero actual. Lo que dio comienzo a finales de los 80 es inherentemente distinto: está marcado por la proliferación de formas de innovación financiera capaces de concentrar beneficios.
En ese sentido, mi principal preocupación es el ataque brutal que a través de estos mecanismos experimentan los sectores clave de nuestras economías urbanas: desde la vivienda a los servicios de salud, pasando por los fondos de pensiones para trabajadores jubilados. Examinemos a continuación aspectos particulares de este sector en relación a sus capacidades extractivas.
El auge de la financiarización
Hay una creciente cantidad de literatura académica crítica en torno a instituciones y mercados financieros que ha contribuido a nuestra comprensión de las altas finanzas, y lo ha hecho en gran medida porque ha sido escrita por científicos sociales y no por «expertos financieros». En el contexto de su marco teórico, mi enfoque es distinto de esa literatura (a la que sí que he contribuido en el pasado), en la medida en que busca examinar un aspecto específico: las características que han permitido esa progresiva financiarización de cada vez más componentes de nuestras economías transformando en extensión gran parte de las actividades financieras en eso que concibo como sector extractivo, tan invisible a nuestros ojos como a los del ciudadano medio.
Este poder de innovación y de financiarización de cualquier elemento de la vida se manifiesta tangiblemente en la mala distribución global de recursos cada vez más en alza tras la crisis del 2008, y más visible aún si cabe a través de la pandemia de la COVID-19.
Este poder de innovación y de financiarización de cualquier elemento de la vida se manifiesta tangiblemente en la mala distribución global de recursos cada vez más en alza tras la crisis del 2008, y más visible aún si cabe a través de la pandemia de la COVID-19. Por poner un ejemplo, la creciente disparidad entre poblaciones concentradas en espacios como las ciudades se ha exacerbado a la luz de esta crisis sanitaria, subrayando cómo el impacto de la financiarización se ha extendido a casi todas las condiciones de la vida diaria entre la gran mayoría de la población. Y no se trata de un fenómeno aislado.
Tanto es así, que la consideración central de este análisis es que el sistema financiero global ha desdibujado la antes precisa noción de la actividad financiera a simplemente «empresas y mercados financieros», o instituciones financieras en general. [2][2] En Sassen, S. (2016), The Global City: Enabling Economic Intermediation and Bearing Its Costs [La Ciudad Global: habilitando la intermediación económica y soportando sus costos] City & Community 15(2)97-108, realicé un análisis detallado de cómo el sistema financiero ha construido, literalmente, un espacio operacional que es efectivamnete, global, pero marcado por inserciones muy específicas en distintos contextos locales. No se trata tanto de instituciones como de un gran entramado de componentes institucionales, legales, técnicos y geográficos que hacen las veces de capacidades para esa financiarización de cada vez más elementos materiales e inmateriales. [3][3] Sassen, S. (2010). Territorio, autoridad y derechos: De los ensamblajes medievales a los ensamblajes globales. Madrid: Katz Editores. Estos componentes incluyen también la incorporación a gran escala de expertos en matemática algorítmica —que ha transformado y expandido de forma radical la capacidad de financiarización de elementos materiales en particular.
Incluyen también una amplia gama de instituciones financieras y no financieras, pero también de infraestructura técnica, y de apoyo público y privado. Es este gran conglomerado de componentes lo que, emergiendo a lo largo de las dos últimas décadas, ha permitido al sistema financiero desmantelar gran parte del viejo orden posterior a la Segunda Guerra Mundial.
En conclusión, mirando a la organización de nuestras ciudades más allá de la pandemia, no podemos renunciar a la importancia de analizar nuestro sistema financiero, en la medida en que ello nos permite entender elementos negativos anteriores a la crisis, como la destrucción de economías tradicionales y de las estrategias de crecimiento de los hogares. Todo esto pone de manifiesto que el ámbito financiero tiene una lógica de organización radicalmente distinta de la clásica corporación orientada al consumo de masas o del banco tradicional. Mientras estos últimos prosperan en la medida en que prosperan también los hogares, en que hijos e hijas vivan mejor que sus padres, en que los gobiernos apoyen a las familias mediante subsidios de salud, que les permitan acceder a hospitales privados y comprar medicinas caras, etc; el sector financiero, como la minería, sólo busca extraer valor que pueda usar (esto es, financiarizar) y producir beneficios adicionales. Y una vez ha cumplido con sus propósitos, deja tras de sí sólo destrucción, y pasa al siguiente objetivo —sí, una vez más, como la minería.
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