Alfonso Zegbe

La pandemia de la COVID-19 ha evolucionado rápidamente, cambiando el mundo y la forma en que interactuamos. A su paso, está desencadenando procesos traumáticos a nivel mundial y revelando profundas fallas estructurales en el liderazgo, las instituciones públicas y las formas de organización de la sociedad. También está viendo nacer una nueva normalidad que afecta, de manera muy asimétrica, a las comunidades urbanas y rurales sin importar el grado de desarrollo de sus países.
En un corto periodo, la fragilidad de los seres humanos se ha convertido en el centro de una suerte de estado de ánimo colectivo. La incertidumbre de esta nueva enfermedad ha desafiado de manera generalizada a la industria agroalimentaria, a los sistemas de salud —incapaces de ofrecer atención universal—, al transporte público y a las redes de suministro, hasta a la misma economía. Ha impactado de la peor manera entre las personas más vulnerables: los ancianos, las personas con deficiencias de salud, las minorías étnicas, los migrantes, los solicitantes de asilo, los barrios desfavorecidos, los menores no acompañados y los discapacitados. Nos hemos acostumbrado a la cuarentena como estrategia para gestionar el riesgo, pero el confinamiento también ha puesto de manifiesto otros problemas endémicos, como los delitos de odio, el abuso infantil y la violencia sexual y de género.
Los antiguos marcos conceptuales de las instituciones públicas y del sector privado pueden dar pie ahora a nuevos consensos y propuestas. Las instituciones deben recuperar el prestigio social a fin de incentivar la cooperación entre personas y de infundir un sentido de dignidad, protección y seguridad entre la opinión pública. Pese a su percibido desgaste en las últimas décadas, son de una importancia crucial a la hora de fomentar interacciones solidarias entre sectores sociales, fortaleciendo el sentido general de comunidad y de pertenencia, y dando lugar a nuevas redes de apoyo emocional. El liderazgo tradicional debe dar paso a un liderazgo de enfoque transversal, dispuesto a diseñar, implementar, evaluar y ajustar políticas públicas que lleven a cabo procesos participativos inclusivos, orientados al bienestar general de la población.
Foto_ Tony Vacas_ Albergue Warnes
Aunque el actual escenario de la cooperación multilateral nos deja más bien poco espacio para evocar el idealismo social de Thomas More, Henri de Saint-Simon o Robert Owen; y menos aún para la perspectiva utópica de Karl Marx y Friedrich Engels; ¿no podemos utilizar esta pandemia como una oportunidad para repensar la gobernanza, y para avanzar hacia una utopía de bienestar para todos los ciudadanos? Tenemos, de hecho, la oportunidad de crear nuevos marcos para las políticas públicas y de orientar a los interesados en función de tres criterios: a) los aspectos socioemocionales de los individuos; b) las dinámicas sociales de interdependencia e interacciones colectivas; y c) la promoción de la confianza, la empatía, la solidaridad, la igualdad y la inclusión.
La reestructuración de las estrategias geopolíticas y de diplomacia pública irá de la mano del modo en que los países gestionen esta nueva situación mundial. En sus esfuerzos, todos los actores deben permanecer atentos y dar prioridad al bienestar de sus comunidades.
Un enfoque institucional integral del bienestar
A medida que nos vamos adentrando en la «nueva normalidad» comprobamos que solo es posible lograr medidas más eficaces si los diferentes niveles y áreas de las administraciones trabajan conjuntamente por el interés público. Es por esto que proponemos que el fomento del bienestar social como aspecto central de las políticas públicas puede generar dinámicas de colaboración entre los distintos niveles gestores y legisladores. Los objetivos clave de esta estrategia incluyen entender como prioridad que las decisiones globales, regionales y nacionales tengan un impacto positivo en los ciudadanos y las comunidades; así como que estos dispongan de los canales adecuados para participar en la elaboración de políticas.
Desde el siglo pasado, los agentes políticos han tenido a su disposición instrumentos para medir la opinión pública e influir en los niveles de miedo o de alegría, pero poco se ha hecho para incorporar las emociones como indicadores de la eficacia del gobierno. Aparte de cierta gestión a corto plazo, para el diseño de políticas públicas sigue faltando investigación sobre las emociones y su papel en el fomento de una ciudadanía responsable y participativa.
La ciudadanía no puede deslindarse de las posiciones sociales, las relaciones, el sentido de pertenencia y otros elementos que influyen en sus experiencias individuales. Este tipo de enfoque acarrea una negociación permanente en el marco de los contextos locales, y un diálogo con sensibilidad socioemocional, capaz de vincular a todos los actores de una misma comunidad. Es valioso tender puentes entre grupos diversos y, por tanto, identificar lo que se necesita en las políticas públicas.
Por ejemplo, cada política y programa social debe relacionarse con el bienestar de cada ciudadano teniendo en cuenta la relevancia de una amplia gama de factores económicos, personales y sociales que influyen en su bienestar potencial: ingresos, características subjetivas, rasgos sociales, cómo pasan el tiempo, aficiones, entretenimiento, actitudes y creencias hacia sí/los demás/la vida, relaciones; así como su amplio entorno económico, social y político. [2][2] Algunos autores utilizan el concepto Subjective Well Being (SWB) o bienestar subjetivo. Ver:Dolan, P., Peasgood, T., & White, M. (2007). «Do we really know what makes us happy? A review of the economic literature on the factors associated with subjective well-being. [¿Sabemos realmente lo que nos hace felices? Una revisión de la literatura económica en torno a los factores asociados con el bienestar subjetivo].» Journal of Economic Psychology, 29(1), 94-122.
El buen gobierno debe tratar de comprender qué es lo que hace que un determinado programa funcione, por qué tiene éxito o no, cómo comunicar los resultados y cómo puede mejorarse. De hecho, mejorar la evaluación de las políticas públicas requiere de la creación de sistemas que incorporen los principios normativos de uso fundamentales en los procesos de diseño de políticas que traten de promover una gestión basada en evidencias científicas.
También es imprescindible un liderazgo con sensibilidad para elaborar una política pública de bienestar. Un liderazgo así no solo reconocería los problemas y discutiría abiertamente las posibles soluciones, sino que también participaría de un necesario debate interno de los órganos gubernamentales, según el sistema jurídico de cada país.
Se trata de una tarea compleja, aunque si se acomete con diferentes tipos de análisis, ya sea de instituciones, de políticas sociales, de género o de economía política, se puede llegar a una comprensión más completa de estas realidades complejas que articulan nuestras sociedades. Se trata, en definitiva, de promover la democracia real en el aparato institucional existente. La confianza profunda en la democracia exige coordinación, transparencia, justicia, rendición de cuentas, participación y solidaridad.
El bienestar debe ser el epicentro de un nuevo enfoque de política pública: debe incorporarse a los principales marcos jurídicos, tener un carácter transversal en las asignaciones presupuestarias nacionales e incorporar las similitudes regionales y locales, así como los objetivos comunes, respetando al mismo tiempo las diferencias. Las personas son más felices cuando se establece una cohesión social estable, cuando poseen la preparación suficiente para tomar decisiones clave, cuando tienen la posibilidad de dedicar su tiempo a los demás o pasarlo con aquellos en quienes confían, y cuando experimentan un sentido de pertenencia hacia sus comunidades y países, o comparten valores cosmopolitas que celebran la alteridad.
Revisión del enfoque de los derechos sociales
Así, entendemos que la sociedad y su bienestar deben ser el centro de políticas públicas transversales e integrales. Esto nos invita a reflexionar sobre el actual enfoque de las políticas públicas y los desafíos de la pandemia de la COVID-19, cara a esbozar algunas propuestas de rediseño de los derechos sociales.
Afortunadamente, también estamos viendo llamamientos para un nuevo contrato social, en el que los derechos sociales deben salir de la órbita de los intereses financieros y deben recibir el estatus que merecen como prioridad de interés general, mejorando la cooperación y la coordinación entre los distintos niveles de gobierno.
Las interacciones sociales se producen dentro de constantes regulaciones de tiempo, espacio y energía en todas las formas disponibles, y el funcionamiento de estos elementos define las condiciones de vida: salud, seguridad alimentaria, empleo, educación y pobreza, entre otros. Estas condiciones se ven mutuamente afectadas por las políticas gubernamentales y la estabilidad política, que deben garantizar el principio de simetría en la gestión de estos procesos y, en última instancia, proporcionar el acceso universal a los derechos sociales.
1. Salud y bienestar
La COVID-19 ha expuesto las deficiencias sistémicas de la prestación de servicios de salud a diversas comunidades de todo el mundo, así como las profundas diferencias regionales en lo que se entiende como una obligación pública. Si bien la mayoría de los países incluyen la salud en sus marcos jurídicos como un pilar fundamental del funcionamiento de la sociedad, los países que han restado importancia a la amenaza demuestran que hay pocas garantías de que puedan proteger a sus poblaciones de acontecimientos mundiales como este. Además, la demanda generalizada de equipamiento médico ha causado tensión en las relaciones internacionales, viendo cómo la diplomacia pública se ha dejado de lado y la situación se ha manipulado en pro de intereses políticos domésticos y electorales.
Afortunadamente, también estamos viendo llamamientos para un nuevo contrato social, en el que los derechos sociales deben salir de la órbita de los intereses financieros y deben recibir el estatus que merecen como prioridad de interés general, mejorando la cooperación y la coordinación entre los distintos niveles de gobierno. Las poblaciones que disfrutan de acceso a la salud pueden experimentar una mejora de la calidad de vida, la inclusión social, la reducción de la pobreza y —en combinación con otras condiciones de vida— la estabilidad política. La mala salud es uno de los principales obstáculos para el éxito de las políticas públicas. [3][3] Un ejemplo relativo a la cooperación multi-nivel: Krech, R., & Buckett, K. (2010). «The Adelaide Statement on Health in All Policies: moving towards a shared governance for health and well-being [La Declaración de Adelaida sobre la Salud en Todas las Políticas: avanzar hacia una gobernanza compartida en la salud y el bienestar].» Health Promotion International, 25(2), 258–260. https://doi.org/10.1093/heapro/daq034
Los retrocesos en materia de salud, como el movimiento antivacunas, también han demostrado que la aplicación de programas de salud da mejores resultados si se trata de una comunidad bien informada. Conceptos como el de «inmunidad de grupo» podrían resultar extraños para la mayoría de los ciudadanos, pero la necesidad esencial de vacunas para la prevención de epidemias puede comunicarse perfectamente mediante campañas, que podrían lograr tanto resultados de salud pública como facilitar un debate pedagógico sobre la libertad individual y la responsabilidad colectiva. Los individuos se convierten en ciudadanos solo cuando son conscientes de los beneficios que han heredado de los logros colectivos conseguidos hasta la fecha, y aceptan sus deberes y responsabilidades en el marco de su sociedad.
Lamentablemente, aunque no sea algo exclusivamente limitado a la acción de los gobiernos, estos sí han sido a menudo responsables de restar importancia a la gravedad del problema y de retrasar el despliegue de políticas urgentes para la mejora del bienestar. Ahora deben hacer frente a los desafíos actuales, comprometiendo presupuestos, asignando recursos y revisando los marcos jurídicos que obligan a las instituciones a trabajar en coordinación. La COVID-19 es una muestra de la magnitud del impacto, y del alcance geográfico, de futuras perturbaciones.
2. Educación y aprendizaje permanente
Asimismo, si pensamos en enfoques integrales de compromiso y participación, otra área esencial de la política pública es la educación. Su finalidad última es fomentar el desarrollo, promover la colaboración y, más recientemente, preparar a los individuos para una sociedad en constantes movimiento y cambio. La educación tiene lugar en una amplia gama de contextos, tanto dentro como fuera de las aulas. Las situaciones formales e informales —actividades participativas en el seno de las comunidades, las familias y las escuelas— permiten acumular capital cultural y habilidades para la vida social; así como reconocer el papel que desempeñan los sentimientos y las emociones en su construcción. «Hace falta una tribu entera para educar a un niño», como dice el proverbio africano. Se refiere a la forma en que la comunidad da forma a las experiencias y al crecimiento de un individuo. Ya sea en una aldea local o en la aldea global de McLuhan, los niños necesitan entornos sanos y seguros, en los que cada individuo, interesado, comunidad o institución debe desempeñar un papel en la educación.
Al vivir en una sociedad del conocimiento, las políticas educativas deberían aplicarse no solo a los educadores, los estudiantes y las familias, sino a todos, de manera que tengan la oportunidad de dedicar su tiempo a los demás o pasarlo con aquellos en quienes confían. Esto significa también que el trabajo puede complementarse con actividades como el voluntariado, la mediación y las actividades sociales, consideradas como la forma más gratificante y placentera de pasar el tiempo. No obstante, como ha demostrado la actual necesidad de cuarentena, la educación está restringida por los espacios físicos y digitales, y el acceso a ella sigue siendo sumamente desigual. Debemos trabajar para rectificar esto y educar en el bienestar como una concepción global, junto con el reconocimiento, preservación y revalorización del patrimonio cultural, las tradiciones ancestrales, los valores y costumbres, así como la diversidad multiétnica.
Como ha señalado Paulo Freire en su pedagogía del oprimido, la emancipación humana depende de la educación; depende de la instrucción y la habilidad para superar las condiciones insatisfactorias y subvertir la dominación. Incluye la integración de la comprensión socioemocional, los idiomas, las ciencias, las artes, la filosofía o la salud, así como las prácticas de enseñanza como el aprendizaje cooperativo y el aprendizaje basado en proyectos [4][4] Se pueden encontrar diversas iniciativas entre las organizaciones de la sociedad civil. Un ejemplo es el programa Collaborative for Academic, Social, and Emotional Learning (CASEL), (2017) «Core Socio-Emotional Learning competencies [Competencias Básicas de Aprendizaje Socioemocional].» http://www.casel.org/core-competencies/, en diversos entornos.
La educación es un proceso permanente que cambia a las personas, haciendo del mundo un lugar potencialmente más justo y digno. Infunde la esperanza de superar la configuración social existente, y alimenta la búsqueda de un mayor bienestar. Por otra parte, las intervenciones políticas que aborden esta cuestión deben ser dinámicas, capaces de incorporar las herramientas institucionales, intelectuales y emocionales necesarias para respaldar a la ciudadanía mundial.
3. Seguridad alimentaria, flujos y espacios urbanos y rurales
La seguridad alimentaria está tan estrechamente vinculada al bienestar que su deterioro ha sido un factor determinante en los levantamientos sociales de la historia. La desnutrición afecta al rendimiento educativo, la función psicosocial y la salud psicológica. La mayoría de los países de nuestro mundo no son capaces de satisfacer su propia demanda alimentaria, y el acceso adecuado a los alimentos es vulnerable a las interrupciones de la cadena de suministros ante escenarios de crisis mundial como el que vivimos. El interés económico, los procesos naturales, los impactos antrópicos, así como las decisiones económicas y geopolíticas son los principales factores que determinan los costes de producción, distribución y entrega de los productos a los consumidores finales.
En respuesta al paro total de actividades productivas, al confinamiento obligatorio y demás medidas restrictivas impuestas en todo el mundo, se han realizado esfuerzos generalizados en la producción local de alimentos. Se ha emprendido el cultivo urbano de hortalizas y otros productos comestibles no sólo para reducir la exposición a la COVID-19, sino también porque se percibe como un mecanismo de autosostenibilidad en caso de que se produzca un colapso de la cadena de producción y distribución. Más allá de la producción agrícola, que representa la mayor oferta y que por tanto debe ser optimizada, los sistemas alimentarios urbanos han producido una gran variedad de resultados en diferentes ciudades, y es probable que muchas de esas iniciativas [5][5] Cretella, A. (2019). «Alternative food and the urban institutional agenda: Challenges and insights from Pisa [Alimentación alternativa y la agenda urbana institucional: desafíos y perspectivas desde Pisa].» Journal of Rural Studies, 69(March), 117–129. https://doi.org/10.1016/j.jrurstud.2019.04.005 tengan efectos positivos en la democracia y en la participación. Este tipo de políticas, cuando se integran en todos los sectores gubernamentales, sociales y económicos, enraízan en planes de participación de abajo hacia arriba capaces de reducir la vulnerabilidad de la seguridad alimentaria.
4. Vivienda y hábitat humano
Un enfoque integral del bienestar en las intervenciones en materia de salud, educación y nutrición también debe tener en cuenta la accesibilidad y la disponibilidad de entornos seguros. El entorno vital es un aspecto fundamental del bienestar. Todas las criaturas vivientes requieren condiciones adecuadas, seguras y cómodas para desenvolverse.
A la mayoría de nosotros, desde el comienzo de la pandemia de la COVID-19, se nos ha instado a quedarnos en casa como medida para aplanar la curva de infecciones. Esto ha puesto instantáneamente la vivienda y el hábitat humano en el punto de mira. Se han adoptado el distanciamiento físico y una variedad de encierros, con la suposición de que todos los ciudadanos tienen condiciones adecuadas de habitabilidad. Pero lo que la pandemia está poniendo claramente de relieve son las injusticias estructurales, el deterioro y la marginación, provocados por un modelo urbano que transforma las ciudades en un producto. Aunque esto no es una novedad, cuando nos enfrentamos a las actuales etapas de acumulación de capital y a la creciente precariedad, queda claro que el acceso a una vivienda digna requiere fuertes intervenciones del estado. La función de los gobiernos no debe limitarse a conceder permisos para la construcción o la renovación de viviendas, ni tampoco a emitir créditos para las poblaciones de bajos ingresos.
En este sentido, toda vivienda debe tener acceso a elementos básicos como el agua, la energía, los sistemas de saneamiento, zonas de recreo y transporte público. El hábitat es el lugar donde los seres humanos crecen y aprenden de la naturaleza y la sociedad y, como tal, la vivienda debe establecerse como un derecho fundamental, mencionado y protegido explícitamente en el marco jurídico de un país y en sus documentos más fundamentales, ya sea en una constitución o en su equivalente. Los presupuestos también deben reflejar que esto es una prioridad.
Lo que la pandemia está poniendo claramente de relieve son las injusticias estructurales, el deterioro y la marginación, provocados por un modelo urbano que transforma las ciudades en un producto.
Crecer en un entorno saludable, frente a uno afectado por la violencia y la deficiencia, tiene consecuencias en el desarrollo humano. Las políticas públicas deben tener en cuenta no solo los antecedentes culturales, históricos y socioeconómicos del individuo, sino también sus concepciones de la felicidad, sus aspiraciones y la dinámica de integración de la sociedad. La pandemia de la COVID-19 ofrece una oportunidad para evaluar, proponer e innovar en el diseño e implementación de políticas de vivienda transversales e inclusivas que incorporen la participación de los habitantes.
Conclusiones
Sostenemos que es esencial repensar nuestro enfoque sobre el proceso de elaboración de políticas públicas, basado en una visión de colaboración que reúna a las personas, las comunidades y las diversas partes interesadas. Dentro de esta perspectiva, es fundamental diseñar un marco conceptual que sitúe el bienestar en su centro, basándose en la investigación y el análisis de las interacciones sociales y la interdependencia colectiva, fundamentado en la promoción de la confianza, la seguridad, la protección y los valores de empatía y solidaridad.
Es evidente la necesidad de desarrollar más investigaciones sobre políticas públicas que tengan en cuenta el bienestar emocional a largo plazo. Ese análisis, que relaciona los aspectos psicosociales de una población con la posible intervención de los gobiernos, es fundamental para el diseño y la aplicación de programas de bienestar que entrañen la participación de diversos agentes e interesados.
Para que sea eficaz, esta reconfiguración de las políticas públicas debe llevarse a cabo de manera estratégica en los sectores de la salud, la educación, la nutrición y la vivienda, por mencionar solo algunos; involucrando a actores locales, regionales y globales. Una buena salud es una causa directa de la mejora de la calidad de vida y del logro de los objetivos individuales y colectivos. Asimismo, la educación se desarrolla en una amplia gama de contextos y contribuye de manera significativa a la toma de conciencia de los sentimientos y las emociones. En tercer lugar, si bien las necesidades alimentarias y los determinantes culturales pueden variar de una región a otra y de una comunidad a otra, la alimentación digna es fundamental para las mejoras individuales y colectivas. En el análisis del sector de la vivienda, es fundamental replantear la vivienda en lo que respecta a la accesibilidad, la asequibilidad y el diseño.
Al adoptar un programa de bienestar transversal e inclusivo, cada nación debería fomentar un acuerdo de confianza bidireccional, solicitando la aportación real de los ciudadanos para determinar el resultado de las iniciativas de gobernanza eficaces. Los gobiernos, las comunidades y las organizaciones deben disponer de datos fiables sobre las emociones, así como de información y conclusiones fiables sobre el bienestar, para promover políticas que mejoren la calidad de vida. Es a través de políticas, programas y acciones que podemos avanzar hacia la construcción de sistemas sensibles a las necesidades humanas, conscientes de que el desarrollo social va de la mano de la satisfacción ciudadana.
La nueva normalidad que ha surgido de la combinación de un virus «impredecible» y nuestra más reciente etapa de globalización desigual es un verdadero desafío para la democracia y sus actores constitutivos, desde el nivel local hasta el transnacional. Es por eso que es también tarea de la diplomacia pública difundir nuevos significados entre esas esferas y racionalizar la democracia para conectar los acuerdos multilaterales de alto nivel con la participación de la comunidad. Los países, en última instancia, podrán clasificarse en función de las medidas adoptadas, de la siguiente manera:
El primer grupo sería el de los países que trabajan en la aplicación de una perspectiva innovadora y humanista, con una visión más amplia del bienestar y el desarrollo, posicionándose como referencia de liderazgo mundial. Ese liderazgo vería esta coyuntura como una oportunidad para redefinir el actual contrato social, y colocaría a las personas y sus emociones en el centro de los procesos de elaboración de políticas. Lo más probable es que se posicionen como naciones líderes en el mapa geopolítico recién redefinido. Podrían asimismo valerse de estas herramientas y acciones estratégicas dentro de su cooperación internacional y diplomacia pública.
El segundo lo formarían aquellos que fracasen en este proceso, ya sea por una mala gestión o porque carezcan de un nivel mínimo de confianza en la interacción con la sociedad. Podrían ver esto como una oportunidad para la autocrítica, la rendición de cuentas y el rediseño de la comunicación y la participación social en la toma de decisiones. La situación actual demuestra cómo los individuos y las comunidades han experimentado desconfianza y rabia, en parte debido al flujo de información contradictoria y a la acción o inacción de sus dirigentes y organizaciones internacionales.
El tercer grupo, y el escenario menos deseable, incluiría aquellas naciones que fracasaron en la gestión de toda la pandemia y siguen negando sus efectos y consecuencias, o que esperan que la comunidad internacional les ayude a resolver sus situaciones domésticas.
Como los daños de la pandemia ya están afectando a los países que histórica u ocasionalmente tomaron peores decisiones en términos de bienestar, podemos decir que tenemos una oportunidad única de desarrollar programas de bienestar y de dedicar nuestros máximos esfuerzos a ganar confianza. La COVID-19 ha sido identificada como una de las peores crisis mundiales de la historia, e incluso es considerada por algunos como el fin de la globalización. Paradójicamente, manifiesta la interdependencia entre las naciones, desde la forma en que el virus se propaga rápidamente, hasta la producción médica y farmacéutica y las cadenas de suministro, pasando por la urgente necesidad de cooperación dentro de la comunidad internacional para encontrar una vacuna.
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