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Estamos habituados a oír hablar de «tolerancia», de actitudes «tolerantes» o «intolerantes», de situaciones «intolerables», en los debates sociales, políticos y religiosos, en los medios de comunicación, en las redes sociales… Pero ¿qué queremos decir cuando hablamos de «tolerancia»? ¿Qué significa ser «tolerante»? ¿Cuál es el origen de este concepto y por qué ha cobrado tanta relevancia en nuestro momento histórico?
Si hacemos un sondeo a nuestro alrededor, obtendremos una respuesta mayoritaria —incluso unánime— a favor de la tolerancia, de los comportamientos tolerantes, como no podría o debería ser de otra manera en nuestras sociedades occidentales democráticas, plurales y con ciudadanías cultivadas. La intolerancia la relegamos a esas otras sociedades totalitarias, inmersas en dictaduras políticas, dominadas por la violencia y con una mayoría de población desestructurada e inculta. Pero ¿es realmente esto así? ¿No agitamos a veces el término «tolerancia» como un fetiche vacío, como una banderola o señuelo sin contenido?
Más aún, si es «bueno» ser tolerantes, ¿significa esto que hemos de aceptar por igual todas las convicciones, todas las opiniones, sin espíritu crítico? ¿Es lo mismo ser tolerante que ser relativista? ¿Con quiénes/qué hemos de ser tolerantes con las personas/seres vivos o con las ideas? ¿Por qué pensamos que es necesaria o útil la tolerancia en los estados verdaderamente democráticos y progresistas?
En lo que sigue vamos a aproximarnos al concepto de «tolerancia», a su origen y significado. Si al final de estas líneas contamos con unas coordenadas del mismo, que nos permitan responder a las preguntas iniciales con más conocimiento de causa, habremos conseguido nuestro objetivo.
El concepto de tolerancia es relativamente nuevo en nuestro arsenal ético-político. Data de los orígenes de la modernidad, frente a otros conceptos más añejos (como los de «libertad», «justicia» o «virtud», que ya se tematizaron en el pensamiento griego Sócrates, Platón, Aristóteles o Aspasia de Mileto). La tolerancia aparece en la historia de las ideas vinculada a las guerras entre las religiones cristianas en los siglos XVI y XVII. Si tuviéramos que concederle un certificado de nacimiento podría llevar la fecha del 13 de abril de 1598, en que el Rey Enrique IV promulgó en Francia el Edicto de Nantes que instauraba la tolerancia como el principio básico por excelencia de la convivencia política y religiosa, tras la masacre de los hugonotes la noche de San Bartolomé de 1572. Son muchos los ejemplos de luchas religiosas sangrientas en Europa después de esta fecha, algunas puntuales (como las tropelías de los irlandeses en 1641 el Ulster contra los «herejes» ingleses, según relata Hume en su Historia de Inglaterra) y otras largas y encarnizadas, como la Guerra de los Treinta años a la que puso fin la Paz de Westfalia en 1648. Ahora bien, si profundizamos un poco más, descubrimos que la convivencia pacífica que pretende instaurar la tolerancia no puede reducirse a las disensiones entre distintas confesiones religiosas; de hecho, tenemos el claro ejemplo de España, donde —como bien señalara Ramon Llull— se había dado durante siglos una coexistencia pacífica entre las «tres culturas» que vivían en Al-Andalus (cristiana, judía y musulmana).
Tolerancia y paz emergieron en los orígenes la modernidad, en este sentido, como dos caras de una misma moneda, cuando las verdaderas causas de las guerras a la que eran conducidos los pueblos no eran las diferencias entre los dogmas o ritos religiosos (que la mayoría de los creyentes incluso desconocían e incluso hoy siguen desconociendo), sino el poder político, territorial y económico que antes había aparecido vinculado a los poderes religiosos en las teocracias medievales. Más aún, las diferencias religiosas aparecen vinculadas en Europa al surgimiento y avance de la Reforma Protestante (iniciada por el fraile agustino Lutero en 1517 en Wittenberg), que precipitó la caída del Sacro Imperio Romano Germánico dividiendo tanto Alemania como el resto de países europeos en un mosaico de reinos y principados, gobernados por la ley «cuius regio, eius religió» —que significaba que la confesión religiosa del príncipe se aplicaba a todos los ciudadanos del territorio. La Paz de Westfalia con lo que quiere acabar en realidad es con la confesionalidad territorial introduciendo una serie de cláusulas para regular la convivencia pacífica en un mismo reino o principado, esto es, como garantía para la práctica entre los súbditos de religiones distintas a la de su gobernante, «siempre que no atentasen contra la autoridad de éste». La tolerancia religiosa apareció así desde sus orígenes vinculada a una convivencia pacífica de la ciudadanía, cuando los verdaderos fines políticos de los gobernantes eran el poder económico-político y la expansión territorial; esto es algo que vemos escenificado con claridad en los esfuerzos fallidos del filósofo, jurista y diplomático G.W. Leibniz para conseguir la reunificación de las iglesias cristianas en Alemania [1][1] Sobre estas conversaciones irénicas, cf. los intercambios epistolares de Leibniz con el Langrave Ernst von Hessen-Rheinfels, Madame de Brinon o Pellison: Gottfried Wilhelm, L. (1984). Escritos de filosofía política y jurídica (J. de Salas, Ed.). Editora Nacional. Sobre la reunificación de las iglesias y sus implicaciones políticas, cf. mi libro, Roldán, C. (2020). Leibniz: En el mejor de los mundos posibles. EMSE EDAPP, pp. 103-110., con la finalidad implícita de crear una nación fuerte que pudiera competir con el poder francés de Luis XIV, y que cristalizó en la nación federal que actualmente conocemos. El camino de los nacionalismos estaba trazado en Europa, pero no así los fundamentos laicos de los Estados, únicos capaces de proteger las diferentes creencias en su seno desvinculando a las distintas iglesias del poder político y, por ende, la educación pública de la ciudadanía.
La tolerancia irrumpe en el pensamiento moderno
En el contexto de la primera modernidad, las reflexiones de filósofos como Pierre Bayle —Comentario filosófico (1687)— y John Locke —Carta sobre la tolerancia (1689)—, que tuvieron gran difusión entre sus coetáneos, adquirieron una validez indiscutible, siendo consideradas como las aportaciones más ricas e influyentes del momento en torno al concepto de tolerancia. También otros filósofos como Baruch Spinoza —con su estudio crítico de las Escrituras—, John Milton o el barón de Montesquieu —recordemos su Cartas Persas (1717)— dedicaron al concepto de tolerancia sus reflexiones y escritos, o algo más tarde Voltaire —Tratado sobre la tolerancia, 1763 (Ed. de R.R.Aramayo, 1997). Sin ánimo de exhaustividad, en lo que estos autores coincidían era en la defensa de la autonomía y libertad de la ciudadanía: defendían es que cada uno ha de ser «libre de» creer lo que considere verdadero o apropiado y que ninguna autoridad puede «obligar» a practicar ninguna confesión por el hecho de haber nacido o vivir en un determinado lugar. La tolerancia nacía, pues, de la mano de la libertad, con unos determinados apellidos, como sinónimo de «libertad de conciencia», «libertad de credo», «libertad de opinión», «libertad de expresión» o «libertad de prensa» —instaurada acaso por Milton en su Areopagitica en 1643; esto es, cada individuo debía tolerar que otro pensase, creyese, opinase y expresase pensamientos, creencias y opiniones diferentes de los suyos; y, por ende, un buen monarca era aquel que garantizaba la paz social conjugando esos ingredientes de heterogeneidad. En otras palabras, la defensa de una coexistencia de credos diferentes necesitaba un Estado que no fuera confesional si quería que su poder político se extendiera por igual a todos los súbditos, independientemente de sus creencias religiosas, y que a su vez fuera garante de esta idea de tolerancia religiosa, cuya única reivindicación consistía en que ninguna autoridad política debía interferir en un asunto privado como es el de la opción religiosa. Por ello era considerada esta idea de tolerancia como «negativa» y fue criticada por algunos autores como G.W. Leibniz por el reduccionismo político que aparece en sus argumentaciones, esto es, por la mera defensa de una coexistencia pacífica de los credos, al propugnar una libertad de conciencia que no desarrolla aspectos más complejos del conocimiento y reconocimiento de los otros —de las otras religiones, de las otras culturas.
El concepto negativo de tolerancia hace patente un juicio implícito de rechazo respecto a la «cosa tolerada», una connotación peyorativa que subyace a su propia etimología. De hecho, en el Diccionario de la RAE «tolerar» (del latín tolerare) significa «sufrir, llevar con paciencia, permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente, resistir o soportar»; lo mismo ocurre en francés (tolérer), inglés (to tolerate), o alemán (dulden). Esto es, alguien tolera algo que es amenazante o dañino para el propio ser, algo «diferente» o «extraño» a la propia identidad, a lo que nos es conocido o nos sienta bien (v.g. una comida). Para avanzar hacia una tolerancia «positiva», frente a la «tolerancia del soportar» hemos de situar la «tolerancia del comprender». Una vez que se da el paso de querer superar las diferencias, el rechazo visceral del otro, de «lo otro», nos encontramos ya en el terreno racional de la tolerancia «positiva», que conjuga la coexistencia pacífica con la complejidad real de las distintas libertades en el conocimiento y reconocimiento de los demás, en el respeto de las otras creencias —de las otras religiones, de las otras culturas— que me obligan a modificar las mías y me impulsan a convencer al otro para que también modifique las suyas, caminando juntos los dos hacia el horizonte regulativo (en sentido kantiano) de una «comunidad» más razonable. Esto no es otra cosa que lo que Leibniz calificaba como principio de La place d’autrui [2][2] V. Opúsculo en la edición de la Akademia, IV, 3, 903., que reformula la «regla de oro» tradicional. «Ponerse en el lugar del otro», «tomar reflexivamente el lugar del otro», constituye en este sentido la piedra angular del «reconocimiento» de nuestros semejantes como iguales y tiene como efecto que cada individuo se comprenda a sí mismo como «uno más entre otros», sin privilegiar por ello su punto de vista, pero considerando que cada uno lleva algo valioso en sí. Utilizo «el otro» en masculino, porque en los orígenes de la modernidad no se consideraba a «la otra» realmente como igual ni, por lo tanto, se podía «ocupar su lugar», que era el del «objeto sexual», el de la «procreación de la especie» o el de los «cuidados domésticos»; la filosofía escrita por mujeres en la época (Marie de Gournay, Olympe de Gouges, Mme. de Châtelet o Mary Wollstonecraft) centran sus discursos en el concepto de igualdad y en la vindicación de derechos jurídicos y políticos para la mujeres, que ni siquiera podían ejercer una ciudadanía activa (votar, trabajar fuera de casa o desempeñar «ministerios» políticos; en realidad, se tolera a las mujeres mientras no se salgan de su «lugar natural».
Hacia una tolerancia positiva de las otras culturas: justicia, perspectiva y pluralismo
Además de su utilidad práctica, para lograr una mejor convivencia o incluso conseguir mejor nuestros fines, la importancia teórica de un principio como el de «el lugar del otro» reside en que nos permite inferir la idea general de justicia. Así, ante la imposibilidad de poder situarnos en «el punto de vista objetivo o imparcial», este principio nos enseña que «el lugar del otro es el punto de vista verdadero para juzgar equitativamente cuando se pone uno en él», al mostrarnos como «sospechoso de injusticia todo lo que encontraríamos injusto si estuviéramos en el lugar del otro, a la vez que nos hace examinar con detenimiento aquello que desearíamos si estuviésemos en ese lugar». En la clave de tolerancia positiva que estamos analizando, «ponerse reflexivamente en el lugar del otro» constituye la piedra de toque de nuestro reconocimiento de los demás como semejantes a la vez que no privilegia a priori ningún punto de vista, reconociendo una pluralidad de visiones del mundo como válidas.
La tolerancia positiva desemboca así en otros dos conceptos —«perspectiva» y «pluralidad»— de gran importancia para la filosofía y sus implicaciones, esto es, la aplicación ético-política de unos principios metafísicos y epistemológicos que defienden, por una parte, la diversidad, complejidad y heterogeneidad humanas y, por otra, que en cada individuo, época, religión o cultura podemos descubrir una parte o aspecto de verdad, siendo la tarea del filósofo contribuir a perfeccionar estas perspectivas diferentes, con el fin de contribuir a la instauración de la justicia universal. Cada individuo, cada comunidad, aportan diferentes perspectivas en el conocimiento tanto de las cosas (naturaleza) como de los otros individuos, sus creencias y sus organizaciones socio-políticas (culturas). De forma que la reflexión sobre la tolerancia de estos orígenes de la modernidad va evolucionando —abandonando una idea del mundo a partir de mitos y creencias—, y complejizándose en torno a lo que Kant denominará «sociedades cosmopolitas» y en el siglo XX comenzó a denominarse «multiculturalismo». La discusión se fue desplazando, al menos aparentemente, desde las diferencias religiosas a la diversidad cultural, pero en el siglo XXI vemos que vuelve de manera globalizada con fuerza el boomerang de unas creencias religiosas, que de nuevo encubren otros intereses menos espirituales y desde las que se quiere construir unas identidades impermeables, y por ello impenetrables, incompatibles y germen de violencia.
En este contexto, el interés mostrado por la cultura china en los comienzos de la modernidad es algo digno de mención. Leibniz percibe que la civilización europea estaba fracasando en la aplicación de sus principios morales, muy al contrario de lo que ocurría con la civilización china. Por eso, más allá del deslumbramiento por la cultura China que está teniendo lugar en la Europa del momento (se importa seda, porcelana, lacas, etc.), Leibniz se propone una profundización en los fundamentos de la civilización, para conseguir que Europa completara con sus aportaciones su proceso de civilización. Durante años discutió con el jesuita Bouvet sobre el plan de éste de fundar una Academia en China para la investigación de su escritura, cultura y religión, a fin de intercambiar informaciones con la Academia de ciencias en París; en este sentido, llega a proponer en una carta a Bourguet de 1710 que se crearan escuelas en Europa donde los chinos pudieran enseñar a los europeos, pues éstos —convencidos de su superioridad— no se preocuparían de otra manera por informarse sobre los progresos chinos. Con todo, hay un límite epistemológico en el conocimiento de «lo otro» y es que esto siempre se hace desde nuestras propias perspectivas y convicciones; por eso Leibniz siempre se refiere a China como «la otra Europa» o la «Europa del este», y busca las similitudes de sus conceptos con los europeos: como el Li de la teología china, que Leibniz identifica con la «razón universal» sobre la que se fundamentan el orden y el derecho natural, o el I Ching que guarda similitudes con su cálculo binario, para terminar subrayando sus virtualidades civilizatorias. Encontramos en los otros y sus culturas o creencias similitudes con las nuestras siempre y cuando seamos capaces de salir de nosotros mismos, en virtud de un «descentramiento epistemológico», como señalara Carlos Thiebaut [3][3] Thiebaut, C. (1999). De la tolerancia (La balsa de la medusa). Visor..
Tolerancia, relativismo y conciliación
La introducción del concepto de tolerancia en la modernidad [4][4] Para completar la complejidad de las aportaciones sobre la tolerancia en sus orígenes, cf., Villaverde, M. y Laursen, J.C. (Eds.). (2011). Forjadores de la tolerancia. Tecnos. generó sin duda un talante secular en las sociedades occidentales, aunque constatemos que los equilibrios de esos espacios normativos se han mostrado como inestables y dependientes de las religiones dominantes o, más bien, de los signos religiosos apropiados por las ideologías políticas que las han enarbolado; pensemos, por ejemplo, en el largo conflicto norirlandés (the Troubles entre unionistas y republicanos que acabó en 1998 con el reparto de poder entre católicos y protestantes) o en las recientes guerras en la antigua Yugoslavia, donde las luchas nacionalistas pasaron por encima de la convivencia pacífica de siglos entre musulmanes y cristianos. Los estados-naciones modernos habían asumido la tolerancia como un principio normativo y como un «deber moral» que exigía el «respeto» de los otros y el corolario de «dignidad» humana como un «fin en sí mismo» que debe ser recíproco, general y horizontal (entre iguales), tal y como escribió I. Kant. Ahora bien, ¿cómo evolucionó esta tolerancia ilustrada durante siglos de políticas coloniales desarrolladas por las grandes potencias en otros continentes —India, África, Filipinas y, no lo olvidemos, América? La aproximación igualitaria y el reconocimiento que Leibniz había propuesto desde su concepto de «armonía universal» entre diferentes culturas, entre oriente y occidente, desaparece ante el propio concepto de colonización, en el que los propios colonizadores introducen un elemento de superioridad y de opresión en los territorios ocupados. Hubo prácticas de tolerancia/intolerancia que llevaron consigo los talantes ilustrados a las «nuevas» tierras y las paradojas a que esto condujo en muchas ocasiones [5][5] Cf. Laursen, J.C. y Villaverde, M. (Eds.). (2012). Paradoxes of Religious Toleration in Early Modern Political Thought. Lexington Books.; Montesquieu, por ejemplo, pensaba que si una religión era intolerante, pero estaba ya implantada en un país, no había más remedio que tolerarla, pero que si se trataba de nuevas sectas que podían erradicarse fácilmente, no estaba justificado tolerarlas.
En realidad, la tolerancia fue desde sus orígenes una actitud dialógica, que también tenía sus límites y sus reglas de razonamiento: nada estaría más alejado de la tolerancia que la indiferencia o el relativismo absoluto del «todo vale» [6][6] Aquí se enmarcaría la «paradoja de la tolerancia» (1945) de Karl Popper que sostiene que si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes., lo mismo que la adopción del punto de vista del otro no puede consistir en el abandono de nuestras creencias ni de nuestra capacidad crítica para juzgar las ajenas. Con otras palabras, hay que respetar la libertad de pensamiento, pero no abandonarla a sí misma, sino criticar, incluso con dureza, las ideas perniciosas y su propagación, pues si alguna función metodológica tiene la idea de tolerancia es la de introducir gradualmente luz y orden en los oscuros laberintos de la humana complejidad. Ahora hablamos también de bulos o de fake news que impiden el desarrollo de una «sana racionalidad», donde el intercambio de saberes genera un dinamismo que conduce al perfeccionamiento y al progreso científicos [7][7] Esto es algo que estamos viendo muy claramente durante la pandemia del COVID-19. Wagner, A. Coronabulos, conspiranoia e infodemia: claves para sobrevivir a la posverdad. [Coronabulos, conspiranoia and infodemia: keys to survive the post-truth]. The Converstaion.https://theconversation.com/coronabulos-conspiranoia-e-infodemia-claves-para-sobrevivir-a-la-posverdad-139504.
La genuina tolerancia no puede defender ni el relativismo ni la construcción de una verdad o pensamiento único que sea la suma de las otras verdades, esto es, ni una religión ni una cultura sincréticas, compuestas de muchas diferentes; cada religión y cada cultura busca permanecer una e idéntica consigo misma, pues, si nos inspiramos de nuevo en Leibniz, el abandono de la propia creencia acaba con la posibilidad de una verdadera conciliación de posturas divergentes, como expresión de unas verdades acordadas que van más allá de un mero principio político liberal. La aceptación y reconocimiento acrítico de todas las culturas, rituales y prácticas (por ej. la ablación del clítoris), que propugna el relativismo cultural, colisiona con la universalidad de los derechos humanos y su defensa de la integridad y autonomía de las personas.
A modo de conclusión: hacia una nueva racionalidad situada
Una idea de tolerancia positiva o activa consistiría entonces en mostrarse abierto y receptivo ante lo otro, respetando la pluralidad y diversidad de enfoques allí donde es imposible determinar lo que es verdadero o lo que es bueno, pero sin rebasar los límites de la superstición o el fanatismo —que no pueden ganarse el respeto para posicionarse en el espacio público en pie de igualdad con otras opiniones razonables. Con otras palabras, la tolerancia ¿debe tener sus límites? Parafraseando lo que Christian Laursen ha calificado de «puntos ciegos» en las teorías clásicas sobre la tolerancia [8][8] Cf. Forjadores de la tolerancia, loc.cit., pp. 25-41., que hoy nos parecen erróneas, me gustaría recordar cuántos errores arrastramos, creyéndonos tolerantes cuando no siempre lo somos o adoptando acríticamente cuestiones o prácticas intolerables, precisamente porque, por definición, no sabemos dónde están esos puntos ciegos; de acuerdo con Laursen, muchas y muchos de nosotros nos movemos en círculos académicos, que se describen/nos describimos mayoritariamente como «progresistas», rechazando conductas fundamentalistas, colonialistas, sexistas, racistas, homófobas, etc. ¿Somos intolerantes o está nuestra intolerancia justificada? Pues si no puede haber valores positivos en las conductas mencionadas, la cuestión es desentrañar los fundamentos de las ideologías que calificamos de perniciosas, pero sin perder por ello una actitud tolerante con las personas que las defienden…
Me gustaría situar el concepto de tolerancia en la actitud originaria y no en las conclusiones obtenidas, que siempre pueden estar sujetas a revisión. Dicho de otra manera, la tolerancia no es una manera de concluir disputas sino únicamente la condición para dar lugar a un debate racional, esto es, un método en el que los negociadores van reformulando sus posiciones hasta alcanzar el máximo de principios comunes, permitiéndose localizar los puntos de divergencia y los acuerdos posibles. La tolerancia es una actidud que necesita liberarse de la idea de una única verdad absoluta para poder desarrollarse. La tolerancia necesita de una nueva racionalidad: flexible, gradual, hermenéuticamente imperfecta.
Conocer «lo otro» de otras épocas contribuye, sin duda, a hacernos más conscientes de que hoy en día no todos los seres humanos han podido alcanzar en sus países —o en sus exilios migratorios y apátridas— los mínimos de tolerancia que propugnamos en nuestras sociedades occidentales multiculturales y globalizadas. Acaso nos invite a preguntarnos cómo podemos abandonar nuestra zona de confort y hacernos cargo de esas situaciones a veces azarosas, siempre injustas.
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