Antes y después de la pandemia: ciudad solidaria, creativa y participada

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Manuela Carmena

Jun, 2020
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Mucho se ha hablado en estos meses de extraño confinamiento de las grandes ciudades que, con su concentración de población, pudieran haber sido más proclives al contagio. Parece que sí, pero tanto esta, como tantas otras cuestiones relativas a esta trágica pandemia, habrán de analizarse con calma una vez que esta haya remitido.

La ciudad siempre ha sido un espacio de libertad, conquistado frente a los dominios de reyes y señores. La ciudad es espacio público, para todos, de ahí que la solidaridad, la creatividad y la participación, sean los tres grandes conceptos en que las ciudades han de basarse, y a partir de los cuales, a mi juicio, debe enfocarse su gestión. Así al menos lo intenté cuando fui alcaldesa de Madrid: reforzar la solidaridad, impulsar la creatividad y alentar/desarrollar la participación.

En mi opinión estos tres conceptos tienen una importancia esencial tanto en la concepción misma de la ciudad como en su gestión. Son una definición de su esencia y a su vez se constituyen en los objetivos para lograr su desarrollo.

Si definimos la ética como aquella virtud que pretende que se actúe conforme exige la esencia de las cosas, puedo decir que estos tres principios son a su vez el diseño del «deber ser» de la ciudad. Así ha sido antes, durante y a mi juicio, también de cara a un futuro, incluso inmediato cuando sea aún limitado, más allá de la pandemia.

Foto_ Thierry ben Abed_ En el balcón_ CC BY 4.0

Solidaridad

La ciudad forzosamente tiene que ser en primer lugar solidaria. Esta solidaridad sin embargo desborda el más usual, pero acotado, concepto de solidaridad. No se trata solo del necesario ejercicio de la compasión y la empatía con los que más lo necesitan. La solidaridad a la que me refiero es además la solidaridad cívica.

La solidaridad cívica implica, por encima de todo, que todos sus ciudadanos, en contrapartida a los derechos que la ciudad les ofrece, deben aceptar una serie de obligaciones, podríamos decir, solidarias. Estas son las que han de permitir el disfrute a todos, y por igual, de la ciudad misma y de lo que ella significa.

Cabe pensar en la ciudad como si se tratara de un cuerpo humano. Una realidad alimentada por todo un sistema venoso que relaciona convenientemente todas y cada una de las partes de ese cuerpo. Si alguna pierde el riego sanguíneo sabemos que puede atrofiarse. El símil resulta especialmente válido en relación a la salud pública, colectiva. Lo hemos comprobado, ante la pandemia, de manera más nítida.

Por supuesto que, cuando antes de junio de 2019, diseñaba estos conceptos y objetivos para la ciudad de Madrid, no podía siquiera concebir la terrible pandemia que ahora estamos viviendo.

La libertad ha de ser también de todos. No obstante, su ejercicio no puede ser de unos a costa de otros. Como bien se ha constatado en este caso extremo, de pandemia, la salud colectiva, de todos, puede reclamar que se adopten medidas que restrinjan la libertad individual. No cabe consentir la «libertad de contagiar», que además conlleva la de ser contagiado.

Sin embargo, esta situación extrema que ha enfrentado la libertad individual al interés y libertad general no es nueva. Se viene dando en otros supuestos menos terribles, o cuya acción está menos concentrada en el tiempo, también en relación a la salud pública. La supuesta libertad de beber alcohol antes de conducir, la libertad de fumar en lugares cerrados o la también esgrimida, aunque no lo sea tan explícitamente, «libertad de contaminar». Es esta, en su conflicto con el interés general, la que constituye el inmediato precedente a la pandemia, al tratarse asimismo de una cuestión de salubridad general.

La ciudad como espacio público queda «anulada» cuando, en último extremo, este no puede usarse. Eso hemos constatado en nuestras ciudades vacías. Se renuncia a su uso como aceptada medida de protección colectiva, de los ciudadanos a los que la ciudad responde. Se trata de un acto de protección solidaria. Es un rasgo característico, o que debe caracterizar, la ciudad.

No obstante, no podemos olvidar que con anterioridad a la COVID-19 la ciudad padecía un grave y creciente atentado contra la salud, consecuencia de la contaminación. Con manifestaciones distintas, puede considerarse otra «pandemia». Los efectos de la contaminación pueden felizmente no manifestarse con la virulencia y rapidez de la COVID-19. Ambas pandemias evidencian, sin embargo, que para afrontarlas y mitigar o cortar sus nocivos efectos, se requiere actuar de forma colectiva, inevitablemente pública. Esto es así, tanto para tratar de reducir los contagios como para perseguir la limpieza del aire y la ausencia de partículas de gases contaminantes. Si alguien no respeta las normas no es solidario en y con la ciudad. Sea respecto a las normas que hoy tienden a reducir el contagio (que pueda generar o padecer), sea las que se derivan de cuidar la calidad del aire. En ambos casos, la ciudad le reclama al individuo, porque lo necesita, una conducta responsable. Todos tenemos que cumplir la parte que nos toca. Tenga todo el dinero que tenga, nadie puede comprar aire sin virus; tampoco sin contaminación. El aire, afortunadamente, no se puede privatizar. Y la salud tampoco, aunque privatizando la sanidad pueda ensoñarse que lo fuera.

Si la ciudad y sus ciudadanos no asumen el principio de solidaridad cívica, no seremos capaces de mantener una ciudad saludable. Si cabía alguna duda respecto a ello, ahí está la actual pandemia para corroborarlo.

La pandemia es un shock que todo lo remueve. Ahora bien, las reflexiones a las que nos incita van más allá. Abarcan también la vida ordinaria de la ciudad. La pandemia predispone y concita, con su emergencia y dramatismo, a la solidaridad cívica. No obstante, la necesitamos en el funcionamiento ordinario de la ciudad. Hay que mantenerla.

La ciudad siempre ha sido un espacio de libertad, conquistado frente a los dominios de reyes y señores. La ciudad es espacio público, para todos, de ahí que la solidaridad, la creatividad y la participación, sean los tres grandes conceptos en que las ciudades han de basarse.

La solidaridad cívica engloba, y se manifiesta de hecho, en lo que, cada vez en mayor medida, se contempla como parte esencial de las relaciones urbanas: los cuidados. Primero fue la caridad, o la beneficencia (en la que aún se mantienen ciertos sectores sociales), después la asistencia social o los servicios sociales, incluso considerados como derechos. Cuando se llega a esa consideración aparece la nueva categoría: los cuidados, como manifestación de los apoyos y servicios que nos prestamos los unos a los otros. Los cuidados pasan a constituir parte esencial y consustancial de nuestras sociedades avanzadas, básicamente urbanas.

Y tanto es así que, como en tantos otros aspectos, con la pandemia y el confinamiento hemos constatado, por su valoración o por su ausencia, lo que significan los cuidados, entendidos en sentido amplio. Los sanitarios han sido los protagonistas de nuestro «cuidado». Pero también otros muchos trabajos, que veníamos considerando incluso marginales (por cómo están valorados en el mercado de trabajo) han emergido con su papel de «esenciales», para mantener la vida en el confinamiento.

De esta paralización de los cuidados cabe recordar un antecedente: la huelga feminista del pasado año 2019. Tuvo una fuerza inusitada. Aunque no llegó a paralizar todos los cuidados que prestan sobre todo las mujeres, tuvo la incidencia suficiente para alertar sobre lo que puede llegar a suceder un día.

La solidaridad cívica implica, como no podía ser de otra forma, que todos los miembros de la ciudad alcancen un nivel de satisfacción suficiente. Por eso no puede haber solidaridad cívica, si algunos ciudadanos no tienen lo que se les debe reconocer en justicia. La falta de justicia social pone en cuestión el equilibrio de la ciudad. Y si el equilibrio no está garantizado, la armonía de la ciudad pende de un hilo.

Pensemos en estos días lo que significa que, en más de 70 ciudades estadounidenses, se haya llegado a declarar el toque de queda. Impresiona que, ni aun así, se hayan conseguido impedir la destrucción y los incendios. Resulta difícil comprender el nivel de rabia y de rencor acumulado que reflejan las violentas respuestas nocturnas; que desbordan las diarias, y multitudinarias, manifestaciones pacíficas.

Me impresiona oír a la alcaldesa de Minneapolis, cuando ruega a sus vecinos que no sigan destruyendo la ciudad, porque la ciudad es de todos. «Sabemos la situación injusta que estáis viviendo», les decía, «pero la solución no es destruir la ciudad. Registraos y votad, para que cambien las cosas».

Pese a su constatada presencia y repetición, cabe preguntarse, ¿la ira y la rabia, con la destrucción y el fuego, no son precisamente una expresión de esa falta de solidaridad cívica? ¿Esta violencia no nos está indicando que no puede haber equilibrio y armonía si no hay justicia «urbana»?

Estas expresiones de confrontación violenta expresan la constitución de diferentes estatus de derechos en el marco urbano. Y lo más preocupante no son esos estallidos ocasionales, a pesar del daño que infligen a la ciudad, sino las desigualdades permanentes. Estas son las que acaban por generar diferentes ciudades dentro de la misma ciudad, y las ciudades superpuestas son los nichos de la gravísima inseguridad que sufren determinadas ciudades.

La inseguridad ciudadana, el miedo a transitar por todo el conjunto de la ciudad, acaba con la esencia de la ciudad. Una ciudad, por muy importante y poderosa que sea, no puede renunciar a lograr los niveles de igualdad y justicia que garanticen un equilibrado disfrute de la ciudad.

Creatividad 

El segundo principio que caracteriza la ciudad, y sobre todo la gran ciudad, es la creatividad. En la gestión urbana, un objetivo tan importante como el de la solidaridad cívica, es el del impulso de la creatividad. Es esa cualidad humana que permite idear todo tipo de manifestaciones tanto culturales, económicas o sociales que signifiquen cambios más o menos esenciales en la manera de vivir, de sentir y de disfrutar la ciudad. La creatividad es, por definición, ética y a la vez estética. Es más, yo diría que es fundamentalmente ética porque es estética.

La creatividad es esa cualidad intrínseca humana que permite al ser humano modificar, modificarse, y evolucionar. Le permite inventar y reinventarse; y eso, cada vez está más demostrado, ocurre sobre todo en las ciudades, y especialmente en las grandes ciudades. Algunos han dicho que, precisamente, son las que concentran la «clase creativa». Aunque solo fuera en términos estadísticos, por la concentración de población, habría que estar de acuerdo.

Por eso digo que la creatividad es ética en cuanto que busca aquellos comportamientos que exigen cambio y, en definitiva, la mejora de las condiciones de vida en la ciudad.

La creatividad es también, y de forma muy singular, pura estética. Busca generar belleza y los individuos, las personas como tales, necesitan belleza. Las ciudades también la reclaman.

La belleza es esa cualidad o atributo que nos suscita emoción y placer a la vez que nos ensancha nuestra capacidad de percepción.

Las ciudades han sido siempre, y lo siguen siendo, un acicate tanto para la búsqueda como para la plasmación de la belleza. Todos conocemos lugares, edificios o espacios en nuestras ciudades que arquitectos, urbanistas o constructores, tanto de lo monumental como de lo cotidiano, supieron hacer muy bellos. Son referentes, contribuyen a impulsar la creatividad. También los parques históricos o nuevos, los rincones más aparentemente banales, algunos embellecidos con obras de artistas urbanos.

En continua ebullición artística, cabe la incorporación hoy del arte efímero. Puede ser una aportación al contenido estético de la ciudad, que está en una constante evolución. En el 2018 Madrid, casi de la noche a la mañana, llenó sus pasos de peatones de poemas de los propios ciudadanos. Más de 20.000 madrileños mandaron sus poemas como auténtica expresión de arte efímero. Ahí están, resistiendo a las constantes pisadas, y lecturas, de los transeúntes.

Aun en el confinamiento, al que nos ha obligado la pandemia, la creatividad y su capacidad de generar belleza han estado ahí, en primera línea.

Madrid es una ciudad llena de balcones, la tradicional arquitectura de los siglos XIX y XX entendió que los edificios debían tener balcones, también terrazas. Luego, y ya al final del pasado siglo XX, hubo una vuelta atrás. Se hicieron menos y se empezaron a cerrar terrazas. Con ello se abandonó mucho la bonita costumbre de llenarlos de plantas.

Pues bien, el confinamiento ha redescubierto los balcones y su papel en Madrid. Desde ellos se ha aplaudido a los sanitarios, se ha cantado, se ha bailado con fuerzas que superaban el desánimo o se ha caceroleado contra el gobierno. Han tenido tanto protagonismo que hasta han generado mobiliario específico para ellos, como por ejemplo, unas mínimas pero divertidas mesitas diseñadas para ser ancladas en las barandillas.

Pero la creatividad como cualidad imprescindible permite a las personas imaginar un mundo mejor, y solo imaginándolo empieza a ser posible. Ella precisa sin embargo de ingredientes especiales que son su oxígeno y la hacen posible: la libertad y la tolerancia. Sin ellas la creatividad se agosta. Se encoge y muere, como esas plantas que se olvida regar.

La ciudad, en su continua evolución, debe reinventarse a sí misma, desbordando creatividad. Solo apoyándonos en ella podremos imaginar la nueva realidad, que nacerá después temporalmente, como superación parcial de esta terrible pandemia y todavía respondiendo a ella. Habrá que sacarle partido a esa situación todavía con preocupación y limitaciones. Después, si conseguimos superarla, vendrá la verdadera reinvención, para mejor. Superando a su vez las debilidades, sociales y urbanas, que esta pandemia nos ha mostrado.

Ante las potenciales novedades e innovaciones, esta ha de ser la actitud con la que la ciudadanía ha de encarar y fomentar el torrente de imaginación que ha de venir. Imaginación creativa para pensar cómo volver a diseñar ciudades libres, sin miedo a la enfermedad, sin miedo a la inseguridad ni a la ira de quienes no pueden disfrutar la ciudad, y por los que pelearemos denodadamente, para que también puedan hacerlo.

Participación

Y por último, el tercer concepto, la participación. No es solamente un principio, va más allá. Es el principio gestor de los otros principios y conceptos. La ciudad tiene que ser gestionada por todos. No puede haber ciudad sin participación.

La necesidad de participación se viene repitiendo en todos los discursos sociales, al menos durante los últimos 25 años. Y es lógico que, una vez que se diagnosticó su necesidad, siga siendo un reto constante el cómo estructurarla. La esencia de la ciudad se compagina mal con las disciplinas verticales, que limitan la capacidad potencial de gestión de todos y cada uno de los ciudadanos.

Si la ciudad y sus ciudadanos no asumen el principio de solidaridad cívica, no seremos capaces de mantener una ciudad saludable. Si cabía alguna duda respecto a ello, ahí está la actual pandemia para corroborarlo.

Cuando hablamos de participación, sin embargo, ¿a qué nos referimos? ¿Qué quiere decir la participación ciudadana en la ciudad? Sin duda, se parte de la necesidad de escuchar a los vecinos y de tenerles en cuenta en todo lo que afecta a sus barrios pero, ¿también en todo lo que afecta a los proyectos de la ciudad en general? ¿Hay que someter a su criterio las decisiones de la administración municipal? Y si es así, ¿cuáles? ¿Y la gestión y la pura acción municipal? ¿Debe considerarse la participación como algo que complete el espacio de la cooperación público-privada, con la participación público-social en la construcción de la ciudad?

La pandemia vivida en su obligada confinación ha demostrado una importante calidad en la ciudadanía madrileña. Creo que ha mostrado una sociedad civil responsable y creativa. Creatividad y solidaridad espontánea a todos los niveles. Actividades lúdicas y creativas, desde y en los balcones, así como ayudas y cuidados en muchas formas.

Fue emocionante el aplauso a las ocho de la tarde, que muchos mantenemos aún hoy, 90 días después. Es un modo de cuidar, además de homenajear, a los que nos cuidan.

Pues bien, sí, la ciudadanía ha respondido. Sin embargo, se ha evidenciado a su vez una falta de conexión con representantes y autoridades. Algo no funciona en las estructuras representativas de las instituciones. Algo parece estar roto.

La tarea de los alcaldes es fundamentalmente la de dirigir una pluralidad de intereses y de iniciativas. Tienen que dirigir, tienen que gobernar sus ciudades, para todos. Y lo han de hacer como si de dirigir una orquesta se tratase, me gusta a mí decir. Pero aun con ese símil, ¿cómo organizar la orquesta? ¿Cómo conseguir que todos los instrumentos estén presentes y, en última instancia, qué música vamos a interpretar?

Pocos meses antes de concluir mi mandato en el Ayuntamiento habíamos establecido una institución que entiendo tiene que ser una de las nuevas formas de participación ciudadana. Una más que se sume a las ya existentes. Es la «representación por sorteo».

A mediados de 2019 creamos un organismo nuevo de participación en la gestión ciudadana. Lo componían casi 50 ciudadanos elegidos por sorteo. Con las ponderaciones estadísticas necesarias, por grupos sociales, de edad y residencia, pretendían reproducir lo más fielmente posible un universo muy completo de los distintos ciudadanos y ciudadanas de Madrid. Se trataba de que la muestra no estuviera «contaminada» por prejuicios políticos ni religiosos.

Solo se pudieron celebrar unas primeras reuniones, pero la verdad es que resultaron interesantísimas. Se constataron las respuestas espontáneas de los ciudadanos. Sensibilidades y opiniones a tener en cuenta.

Foto_ Irene López Alonso_ Paso de cebra en la Plaza de Puerta Cerrada, Madrid, enero de 2019

No podemos obviar que en este momento y por una serie de circunstancias complejas la democracia institucional no pasa por sus mejores momentos. Quizás la explicación de todo esto tenga que ver con que la participación representativa sigue muy anclada a las estructuras de los partidos políticos, que no responden a alternativas de acción que pudieran exigirse hoy en las ciudades y, con mayor generalidad, en la cambiante sociedad. Los partidos políticos no han evolucionado. Convertidos en plataformas electorales es dudoso que respondan a las exigencias de una sociedad plural y cambiante.

Los partidos políticos, en lugar de convertirse en el crisol de ideas para lo colectivo desde sus propias y distintas miradas, se han anquilosado en el seco asentamiento de las pretendidas ideologías. El simplismo, cuando no el odio, se ha convertido en su expresión habitual.

La representación política parece haberse olvidado de que la esencia de la política no puede ser otra que la de mejorar la vida de todos. Soy jurista y sé que el Derecho, desde tiempo inmemorial, cuando quería dar criterios claros para la buena gestión, aludía a aquello de «como el buen padre de familia…».

Pues bien, ahora, en el mundo nuevo que sin duda vendrá después de esta calamidad, tenemos que insistir en cómo construir y reforzar nuestra ciudad. Solidaridad, creatividad y participación seguirán siendo principios y criterios útiles para el cuidado de lo nuestro, de lo colectivo. Pero no podemos olvidar que a lo largo de la evolución del mundo quienes fuimos expertas en cuidar hemos sido las mujeres. Por eso, ante la evidencia del protagonismo de la llamada cultura feminista, conviene que digamos que debemos cuidar nuestras ciudades como lo saben hacer «las madres de familia».

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