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Gracias a Nela Porobić por la revisión de este artículo.
Mientras Rusia continúa librando una guerra brutal e ilegal en Ucrania, parece que ciertos aires de cambio empiezan a soplar en el panorama político internacional. Hay quienes lo ven como el preludio sangriento a un nuevo orden mundial «multipolar», en el que varias «grandes potencias» reclaman el reparto de las esferas de influencia y los centros de poder entre unos pocos en lugar de que el poder se concentre sólo en una. Otras personas lo consideran «la muerte natural» del imperio estadounidense, que por fin languidece tras décadas de golpes de estado, invasiones y ocupaciones ilegales marcadas por el terror y la tortura. Pero debajo de todas estas estructuras geopolíticas e imperiales dominantes, erigidas sobre los binarios enquistados del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo fuerte y lo débil, subyace la furiosa frustración de aquellas personas que han sido deliberadamente silenciadas y marginalizadas, aquellas personas que dicen «basta».
La cuestión es, ¿qué pueden hacer los gobiernos de los estados marginalizados (así como la gente común que vive en este mundo tan volátil) para acabar con la violencia y cambiar drásticamente ese «orden mundial» que la genera? ¿Qué estructuras de violencia de estado necesitamos revertir, y cómo podríamos conseguirlo? ¿Ofrecen los estados una transición realista hacia la paz o necesitamos pensar más allá de las formaciones actuales del estado-nación para poder acabar con la violencia y construir las comunidades de cuidados necesarias para nuestra supervivencia colectiva?
De entre las llamas
En varios debates de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) acontecidos este año, los gobiernos de los países afectados por la subida del nivel del mar, las malas cosechas, los incendios y las sequías constantes, la pobreza y el hambre, los desplazamientos y la destrucción causados por siglos de incesante explotación y extracción colonial y capitalista, han recriminado a las «grandes potencias» su papel en la destrucción del mundo. «Mientras ustedes, caballeros, juegan a la guerra, la selva está ardiendo», proclamó el presidente de Colombia en el debate de alto nivel de la Asamblea General de la ONU en septiembre de este año. «El poder mundial ha perdido la razón».
De forma similar, el presidente de Honduras expresó que «un orden mundial arbitrario en el que existen países de tercera y cuarta categoría» es inaceptable, sobre todo «cuando aquellos que aparentan ser civilizados no cesan de invadir, declarar guerras, crear especulación financiera y crucificarnos con su inflación una y otra vez a lo largo de la historia». El primer ministro de San Vicente y las Granadinas puntualizó que cada uno de «los centros globales del imperialismo» habían manifestado la necesidad de construir un «Nuevo Orden Mundial», cada uno con su propia agenda particular. «Pero desde la periferia global, que abarca a la mayor parte de la humanidad, les hago estas importantes e inquietantes preguntas: ¿Qué tiene esto de Nuevo? ¿Quién impone ese Orden? ¿Qué entienden por Mundial? El futuro de la humanidad depende de las respuestas adecuadas a estas preguntas».
Sin embargo, estas preguntas siguen sin tener respuesta. Las alternativas no terminan de cristalizar, y mucho menos a nivel estatal. Esto, quizás, pone de relieve el punto más decisivo de cara a la supervivencia de la humanidad en este momento de la historia: que los estados no tienen respuestas para la supervivencia de la humanidad porque, de la forma en la que están organizados actualmente, sólo procuran la supervivencia de quienes están en el poder. Mientras las sociedades sufren, los estados (quienes los gobiernan, los políticos y los que se benefician, las maquinarias y los mecanismos de violencia y opresión de estado) controlan a sus poblaciones a base de guerras o alianzas con otros estados, independientemente de cómo eso afecta a la ciudadanía o las personas residentes, por no hablar del resto de poblaciones del mundo.
«El pensamiento geopolítico devalúa las vidas, las aspiraciones y las voces de la gente que no vive en ‹grandes potencias›», explica el abogado y activista Andrew Lichterman (2022, pp.11-12). «Sus tierras, ciudades y futuros no son más que monedas de cambio en el comercio y la guerra, valorados sólo en base a sus recursos o mano de obra barata o como ejércitos subalternos o como ‹franjas de contención› […]»
La crisis climática es un claro ejemplo, reconocido por muchos gobiernos. El primer ministro de Fiji argumentó que la humanidad se estaba declarando una guerra a sí misma, arrastrando consigo a los ecosistemas y al océano. «Esta guerra no se libra con balas y bombas, sino con apatía, negación y cobardía para hacer lo que todos sabemos que debemos hacer». En ese sentido, la economía global «es ahora una casa en llamas», añadió el presidente de Malawi. «Y aun así seguimos empleando métodos de evacuación que priorizan la seguridad de algunas naciones mientras que el resto se queda atrás tratando de sobrevivir entre las llamas».
Estos lamentos que resuenan en las salas de las Naciones Unidas deberían haber marcado un punto de inflexión para todo el mundo. Aunque hayan sido manifestadas por gobiernos, reflejan el descontento de la mayoría de la población mundial y diseccionan con elocuencia la decadencia moral de los políticos de las grandes potencias. El modo en el que se enmarca el poder en el ámbito geopolítico deslegitima cualquier intento de construir un orden mundial verdaderamente global y justo. Esto se aplica a cualquier gobierno compitiendo bajo la tempestuosa cúpula de muerte y destrucción, pero en el marco del contexto de la guerra de Rusia en Ucrania y la resurrección (o zombificación) de la Federación Rusa como el Gran Mal en el imaginario occidental, nos centraremos en el conflicto nacional-estatal ruso-estadounidense.
Una historia de violencia
Tanto Rusia como los Estados Unidos son estados colonizadores que han edificado sus países mediante la expansión de sus «fronteras», a base de oprimir a la gente que vive en aquellas tierras que ellos ansiaban adquirir y controlar. En este contexto, estado y colonialismo son términos intercambiables, estrechamente relacionados. Una de las funciones del estado es la «precondición al genocidio indígena», lo que convierte al estado en «una fuente primordial de violencia», tal y como explicó la autora y activista Harsha Walia (Barnard Center, 2022, 17:18, 19:42). Esta predisposición a la violencia ha llevado a los sucesivos gobiernos de estos dos países a sumir a sus poblaciones en la desigualdad y la pobreza nacionales, reprimiendo la identidad «no-normativa» y toda resistencia por medio de leyes y castigos.
La violencia ejercida por estos estados no respeta las fronteras establecidas por ellos mismos a expensas de los pueblos indígenas. Tanto Rusia como Estados Unidos cometen actos imperialistas más allá de sus fronteras, interfiriendo de forma militar y económica en países a los que consideran «dentro de su esfera de influencia». Ambos emplean el militarismo, la agresión e imposiciones económicas forzosas para abrirse paso en las relaciones internacionales.
Los gobiernos de ambos países critican al otro por exactamente la misma conducta. Los líderes rusos critican el imperialismo estadounidense, aunque su propio gobierno ha intervenido militar y políticamente en Afganistán, Georgia, Moldavia, Abjasia, Tayikistán, el Alto Karabaj, Kazajistán, Chechenia, Armenia, Azerbaiyán y Siria. La guerra de Rusia contra Ucrania es sólo la más reciente de una larga lista, motivada por la creencia del actual gobierno ruso de que la independencia de Ucrania es inaceptable y por la razón explícita de que, tal y como apunta el activista Achin Vanaik (2022), Ucrania «debería dejar de existir, ya sea parcial o totalmente, para pasar a formar parte de la Gran Rusia y someterse a los dictados de Moscú».
Mientras tanto, la élite política estadounidense critica a Rusia por ser una autocracia, aunque ellos mismos facilitan la deposición de gobiernos elegidos democráticamente cuando estos comprometen sus intereses, levantan bases militares y participan en guerras y operaciones militares en cientos de países en todo el mundo, gastando billones de dólares al año en militarismo mientras que gran parte de la ciudadanía vive sin acceso a atención sanitaria, vivienda o seguridad alimentaria. Durante las dos últimas décadas, el gobierno de Estados Unidos ha librado más de una docena de «guerras secretas» en África, Oriente Medio y Asia (Ebright, 2022), además de ejercer una violencia masiva en sus conocidas guerras en Afganistán, Irak y muchos otros sitios.
La hipocresía del gobierno de Rusia y el de Estados Unidos confirma la siguiente observación que Edward Said (1978):
Todo imperio ha manifestado en su discurso oficial que no es como los demás, que sus circunstancias son especiales, que tiene la misión de orientar, civilizar, traer el orden y la democracia, y que sólo emplean la fuerza cuando no hay otra opción. Y lo que es aún más triste es que siempre hay un séquito de intelectuales dispuestos a dedicar unas gentiles palabras a imperios benignos o altruistas, como si no estuviésemos viendo con nuestros propios ojos la destrucción, la miseria y la muerte que causan estas misiones civilizadoras.
Tanto Rusia como Estados Unidos han construido sus ejércitos, alianzas militares y arsenales nucleares en función de su antagonismo mutuo. La expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este trata de contener a Rusia, de la misma forma que la invasión de Rusia hacia el oeste trata de contener a la OTAN. Ucrania, en este contexto «geopolítico» no es más que un peón, usado por ambas «facciones». Pero esta perspectiva sobre la política internacional victimiza y marginaliza a las personas ucranianas, tal y como ocurrió con la gente iraquí, afgana, siria y muchas otras que han sido sometidas a guerras de agresión y ocupaciones imperialistas y neocoloniales —así como la de aquellos países considerados como «villanos», como es el caso de Palestina y Vietnam.
«El pensamiento geopolítico devalúa las vidas, las aspiraciones y las voces de la gente que no vive en ‹grandes potencias›», explica el abogado y activista Andrew Lichterman (2022, pp.11-12). «Sus tierras, ciudades y futuros no son más que monedas de cambio en el comercio y la guerra, valorados sólo en base a sus recursos o mano de obra barata o como ejércitos subalternos o como ‹franjas de contención› para protegerse de los ataques de otra gran potencia».
Violencia radioactiva y el «poder» de La Bomba
Es precisamente dentro del contexto de la geopolítica y la competición entre grandes potencias donde surgió la creación y la justificación de las armas nucleares. La narrativa del poder y el prestigio nucleares ha empujado a varios países a adquirirlas, a propugnar su carácter insustituible como herramientas de «disuasión» y autoconservación, a fin de prevenir «amenazas existenciales» de invasión y derrocamiento. Las armas nucleares son de por sí una «amenaza existencial», no sólo para los estados, sino para toda la humanidad. Las armas nucleares no son «herramientas» abstractas que mantienen la paz y la seguridad global. Son armas de destrucción masiva. Crean inestabilidad, desatan una violencia horrible y ponen en riesgo a toda la vida en el planeta.
Los médicos y servicios de emergencia no podrían asistir a nadie en las zonas arrasadas y contaminadas por la radiación. Una sola detonación nuclear en una ciudad moderna colapsaría todos los recursos de auxilio ante catástrofes; una guerra nuclear rebasaría cualquier sistema de socorro que pudiera construirse en prevención.
Solamente el uso de menos del 1% de las armas nucleares en el mundo podría alterar el clima global y sumir a dos mil millones de personas en peligro de inanición a largo plazo a causa de una hambruna nuclear. La crisis climática aumentaría exponencialmente. Las miles de armas nucleares que poseen Estados Unidos y Rusia podrían desencadenar un invierno nuclear, destruyendo ecosistemas fundamentales de los que depende toda la vida en la tierra.
Las armas nucleares producen radiación ionizante que aniquila o afecta gravemente a todas aquellas personas expuestas, contamina el medio ambiente y tiene consecuencias para la salud a largo plazo, entre ellas cáncer y alteraciones genéticas. Su uso extendido en pruebas atmosféricas ha causado graves consecuencias a largo plazo. Los médicos estiman que unos 2,4 millones de personas en todo el mundo acabarán muriendo de cánceres causados por pruebas nucleares que se realizaron entre 1945 y 1980.
A pesar de todo esto, la idea de que las armas nucleares son fundamentales para «mantener la paz» o prevenir el ataque de otros estados persiste como creencia predominante en el ámbito de las relaciones internacionales y estudios de seguridad. La teoría afirma que las armas nucleares son tan terribles que su mera existencia es «suficiente para asegurar la futilidad de un conflicto armado» (Renic, 2022, p.4). Los dogmatistas de la disuasión nuclear sostienen que las armas nucleares son el motivo por el que aún no ha estallado la Tercera Guerra Mundial, y esto a pesar del hecho de que la amenaza del uso de armas nucleares, así como otros innumerables malentendidos y cuasi-accidentes, ha llevado a líderes mundiales al borde de la catástrofe nuclear muchísimas veces.
La teoría de la disuasión nuclear es apoyada por líderes políticos de estados que poseen armas nucleares, fabricantes de armas nucleares, y figuras académicas que se benefician del mantenimiento y modernización continuada de las armas nucleares. La posesión de armas nucleares, junto a la proliferación de la teoría de la disuasión, requiere preparación y disposición para el uso de armas nucleares. Es decir, políticas y prácticas que contemplen y mantengan la capacidad de usar armas nucleares. Esto supone la amenaza constante e implícita del uso de armas nucleares. Esta amenaza de su uso, recientemente explicitada por el presidente de Rusia Vladimir Putin y otros oficiales de la escena política rusa, pone a toda la humanidad en un peligro aún mayor.
Al principio de la invasión de Ucrania en febrero de 2022, Putin declaró que si otros países osaban intervenir «tendrían que enfrentarse a consecuencias terribles nunca antes vistas en la historia». Unos pocos días después, ordenó a las fuerzas nucleares rusas que se mantuvieran en estado de alerta máxima. El anterior presidente de Rusia Dmitry Medvedev conjeturó posibles escenarios para el uso de armas nucleares y el ministro de Defensa ruso Sergei Shoigu declaró que mantener «las fuerzas nucleares estratégicas siempre a punto» seguía siendo una prioridad. A continuación, un portavoz del gobierno ruso expresó que Rusia sólo consideraría el uso de armas nucleares en caso de una «amenaza existencial».
Más recientemente, el 21 de septiembre de 2022, cuando anunciaban la movilización parcial de las fuerzas militares rusas, Putin recalcó su amenaza de usar armas nucleares «para defender Rusia y a su gente en caso de que la integridad territorial de su país se viera comprometida». Teniendo en cuenta cómo Rusia anexionó ilegalmente a las regiones de Donetsk, Luhansk, Kherson y Zaporizhzhia, sus palabras podrían estar sugiriendo que cualquier intento por parte de Ucrania de recuperar estas regiones sería considerado como un ataque a «la integridad territorial» de Rusia.
Hasta ahora, los otros estados que poseen armamento nuclear no se han manifestado explícitamente acerca de cómo responderían si Rusia usase sus armas nucleares. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos ha declarado que «respondería con firmeza» en el caso de que Rusia usara armas nucleares contra Ucrania y que ha comunicado de forma privada al gobierno ruso «las catastróficas consecuencias» a las que se enfrentaría. Además, el secretario general de la OTAN ha expresado que cualquier uso de armamento nuclear por parte de Rusia acarrearía «graves consecuencias».
Este juego táctico entraña un serio riesgo de destrucción masiva. Rusia y los Estados Unidos poseen, de manera combinada, más de 11.850 armas nucleares. Francia y Reino Unido, países miembros de la OTAN, tienen unas pocas cada uno. El ejército estadounidense también cuenta con unas 100 armas nucleares en bases establecidas en países miembros de la OTAN como Bélgica, Alemania, Italia, Países Bajos y Turquía. Estas armas no son antiguos restos de la Guerra Fría, sino que se encuentran activas, desplegadas y listas para ser usadas. Aunque las cifras de estas reservas son alarmantes, no consiguen encapsular ni un ápice del verdadero horror que encierra cada una de estas armas nucleares. Tal y como se ha descrito anteriormente, cada una de esas bombas está diseñada para derretir la carne, abrasar ciudades, destruir la flora y la fauna, y desencadenar una toxicidad radioactiva que perdura durante generaciones. Incluso el uso de una sola de estas armas sería cataclísmico. Un conflicto nuclear sería realmente catastrófico.
Existen otros intereses corporativos tras las crecientes tensiones entre países con armamento nuclear y la guerra en Ucrania, como los intereses relativos a la venta y producción de armamento, a los oleoductos y la «seguridad energética» y al acceso a los «recursos naturales», cuyos beneficios se obtienen a expensas de las vidas humanas y de la protección del planeta. En medio de una emergencia climática en la que la extracción y la explotación capitalistas ha diezmado la biodiversidad, los ecosistemas, la tierra, el agua y el aire, los gobiernos de los países miembros de la OTAN y Rusia continúan utilizando combustibles fósiles y se niegan a adoptar una economía de decrecimiento que reduzca el uso energético, (especialmente en el Norte global), que priorice la creación de sistemas que promuevan la igualdad y que cuide de la gente y del planeta.
Entre todas estas supuestas grandes potencias han construido deliberadamente un orden mundial militarizado y capitalista que sirve exclusivamente a los intereses de la élite política y económica y de quienes se benefician de la guerra. Es un orden mundial que considera que la guerra es un medio que justifica el fin. Celebra las masculinidades militarizadas, dignificando la cultura militar y la violencia como actividades valientes y nobles, mientras invisibiliza los estragos de género y de marginalización que estas causan. Es un orden mundial que emplea un lenguaje tecnoestratégico para sanear la imagen de la guerra, e incluso del uso potencial de las armas nucleares.
Los medios de comunicación dominantes y los expertos en política hablan de armas nucleares «tácticas» o de la «capacidad de contraatacar» como si fueran conceptos abstractos que no tienen nada que ver con la desintegración de las personas o el derretimiento de la carne. Hablan de «pequeñas» armas nucleares, «armas nucleares menores» que son «menos destructivas por definición», «mucho menos destructivas», y cuya potencia explosiva es «variable», pues se puede «aumentar o reducir en función de la situación militar». Aun reconociendo que la detonación de una de estas armas en el centro de Manhattan mataría o heriría a medio millón de personas, el New York Times sostiene que el uso de estas armas es «quizás menos aterrador y más razonable». Afirma que los miles de millones de dólares que la administración de Obama gastó en armas nucleares se destinaron a «mejorarlas» y convertirlas en «bombas inteligentes» que «permiten a los planificadores de guerra reducir la fuerza explosiva de las armas a voluntad» lo cual les otorga «un alto grado de precisión», y disminuiría «el riesgo de daño colateral y bajas civiles» (Broad, 2022).
La posesión y la amenaza de usar armas nucleares también son cuestiones profundamente marcadas por el género. La retórica de los estados que poseen armas nucleares revela una fijación constante por el tamaño de sus arsenales, el vigor de sus bombas, el miedo a la impotencia en caso de desarme, así como su desprecio por los «sentimientos» de aquellas personas preocupadas por los impactos humanitarios de las armas nucleares. El patriarcado emplea un lenguaje tecno-estratégico para referirse a las bombas nucleares, tal y como se describe más arriba, y un lenguaje aséptico para referirse a la guerra («ataque quirúrgico», «daño colateral», «bombas inteligentes»).
En caso de un primer ataque nuclear, la obligación moral del estado afectado es aceptar el golpe y renunciar a rebajarse al barbarismo de devolverlo. Como mínimo, la represalia no puede consistir en condenar a decenas o cientos de millones de personas inocentes a la muerte. Hay acciones que jamás pueden ser consentidas, sin importar cuán ruin sea el adversario o cómo de grave haya sido la provocación.
Aun así, las armas nucleares siguen dominando el panorama estratégico de las grandes potencias. Los intentos actuales de normalizar su uso potencial no son más que otro grano de arena más en la larga narrativa histórica de normalizar la guerra.
Violencia explosiva y pruebas armamentísticas
En su libro The Doomsday Machine («La Máquina del fin del mundo») el exanalista militar Daniel Ellsberg revela cómo las políticas de armamento nuclear surgieron para justificar el bombardeo de ciudades y civiles durante la Segunda Guerra Mundial. La disposición, e incluso el deseo, de incinerar a civiles y destruir sus infraestructuras durante la guerra fue lo que les llevó a recurrir a la violencia explosiva con bombas incendiarias y bombas de caída libre en grandes áreas. Esto marcó la tónica general durante la última etapa de la guerra, en la que las fuerzas aliadas bombardearon importantes centros civiles deliberadamente, incluso mucho antes de que Estados Unidos detonase las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki.
Este libro nos ofrece un relato perturbador de cómo prácticas tan aberrantes se normalizaron durante el conflicto. Lo que una vez se consideró como execrable y contrario a una «actitud civilizada», se convierte en una máxima de la doctrina y la estrategia. El bombardeo de pueblos y ciudades, antes estigmatizado y ostensiblemente prohibido en el derecho internacional humanitario tras la Segunda Guerra Mundial, se ha vuelto a convertir en una práctica normalizada, con la consiguiente destrucción incesante de hospitales, viviendas, escuelas y otra infraestructura civil fundamental en Vietnam, Siria, Yemen, Irak, y ahora Ucrania, entre muchos otros países.
La guerra que el gobierno ruso está librando contra Ucrania vuelve a demostrar que los efectos de las armas explosivas en áreas pobladas son indiscriminados, causando una proporción abrumadora de muerte y destrucción en la población civil. El impacto y la fragmentación explosiva matan y hieren a las personas que se encuentran en el área en la que ocurre la detonación, destruyendo objetos, edificios e infraestructura. Las víctimas y supervivientes de armas explosivas pueden quedar incapacitadas de por vida, psicológicamente traumatizadas y en situación de exclusión social y económica. La destrucción de infraestructura civil esencial como suministros de agua e instalaciones sanitarias, vivienda, escuelas y hospitales, priva a la población de acceso a necesidades básicas y desemboca en aún más sufrimiento a largo plazo.
A pesar de las muertes y la destrucción diarias causadas por la guerra, los gabinetes estratégicos y políticos, los medios de comunicación y los estrategas actúan como si los países fueran piezas de ajedrez y las personas cifras en un papel. En lugar de ver a estas personas como individuos cuyas vidas tienen valor y sentido, parte de familias y comunidades, estos agentes calculadores los consideran «pérdidas asumibles» y «daños colaterales», y miran hacia otro lado mientras los cadáveres se amontonan. La interrupción de la vida cotidiana tampoco se tiene en cuenta: la interrupción de la educación, la producción alimentaria, las cadenas de suministro; la destrucción de hospitales, viviendas, mercados, depósitos de agua e instalaciones sanitarias, así como toda la infraestructura esencial de la que dependen las personas para sobrevivir. Estos números no recogen el terror psicológico que implica vivir un conflicto bélico, escuchar las bombas cayendo o los drones sobrevolar el cielo o las sirenas alertando de impactos inminentes, el miedo a salir de tu casa, de ver a tus seres queridos morir. Estas cifras tampoco recogen los impactos medioambientales de la guerra, los restos tóxicos o explosivos de las armas, el impacto sobre la tierra y las aguas y los animales.
Estos impactos humanitarios y medioambientales deberían ser lo primero a tener en cuenta a la hora de tomar cualquier decisión política. Sin embargo, quienes habitan las altas esferas en las capitales mundiales, lejos de donde ocurren los daños, deciden ignorarlos completamente, pensando en su lugar cuál será su próximo movimiento en pos de la «estrategia sociopolítica» o el «equilibrio de poder». Por el contrario, y como hasta el mismísimo New York Times declaró, ahora mismo Ucrania sirve de campo de pruebas para armamento de alta tecnología. Los oficiales políticos y los comandantes militares de occidente pronostican que estas pruebas «podrían determinar las tácticas de guerra de una generación futura» (Jakes, 2022).
Estas «pruebas» revelan cuáles son las fuerzas impulsoras tras la guerra en Ucrania, así como la incapacidad de las partes implicadas de buscar, y mucho menos alcanzar, un acuerdo que ponga fin al conflicto. La actitud displicente de los fabricantes de armas, estrategas militares y líderes políticos occidentales hacia las vidas ucranianas no está implícita, sino que es más que evidente. «Estamos aprendiendo cómo luchar en Ucrania, y estamos aprendiendo cómo usar nuestro equipamiento de la OTAN», dijo la presidenta de Lituania en una entrevista. Según se informa, esta afirmación estuvo seguida de una pausa, tras la cual añadió: «Es una gran vergüenza para mí porque realizamos estos ejercicios a expensas de las vidas ucranianas» (Jakes, 2022).
La perversidad del patriarcado
Esta mentalidad, que defiende la idea de que los civiles y los soldados son sacrificables, que las guerras ofrecen el mejor campo de pruebas para armamento nuevo, que las cuentas se pueden saldar bombardeando viviendas y hospitales, o que el poder se reafirma mediante amenazas de arrasar el planeta entero, es profundamente patriarcal. Se basa en la creencia de que la dominación y la violencia son las maneras más eficaces de controlar y coaccionar a los demás a tu voluntad.
La mentalidad patriarcal queda patente en cada aspecto de la guerra en Ucrania, desde el reclutamiento de hombres y la celebración del guerrero hasta la terrible violencia sexual y de género sobre las mujeres, las personas del colectivo LGTBQ+, y la infancia; e incluso en la fijación de objetivos civiles. El bombardeo de centros civiles es «una estrategia profundamente sesgada por el género cuya única “ventaja militar” es demostrar la incapacidad del estado ucraniano de proteger, afeminando así su liderazgo», argumentan las expertas legales internacionales feministas Louise Arimatsu y Christine Chinkin (2022).
La posesión y la amenaza de usar armas nucleares también son cuestiones profundamente marcadas por el género. La retórica de los estados que poseen armas nucleares revela una fijación constante por el tamaño de sus arsenales, el vigor de sus bombas, el miedo a la impotencia en caso de desarme, así como su desprecio por los «sentimientos» de aquellas personas preocupadas por los impactos humanitarios de las armas nucleares. El patriarcado emplea un lenguaje tecno-estratégico para referirse a las bombas nucleares, tal y como se describe más arriba, y un lenguaje aséptico para referirse a la guerra («ataque quirúrgico», «daño colateral», «bombas inteligentes»).
Este enfoque patriarcal, que infravalora y se niega a entrar en debates sobre las consecuencias físicas, legales, morales y emocionales de las armas y la guerra, ha evitado eficazmente durante décadas el desarrollo de narrativas alternativas «creíbles» que promuevan la paz y la no-violencia.
Estos actores que no poseen armas nucleares, junto con organizaciones no-estatales y grupos humanitarios internacionales, han tomado un papel en la historia, el de ayudar a «deshacer el nudo» mediante el cambio legal, político, económico y social del panorama en el que existen las armas nucleares.
Deshacer los nudos de la guerra
En una carta al Presidente estadounidense Kennedy durante la crisis de los misiles de Cuba en 1962, el primer ministro soviético Khrushchev describió con gran elocuencia el «nudo de guerra» que se había creado entre ambos países, y advirtió del riesgo de que el nudo se apretase tanto «que ni siquiera quien lo hubiese atado en un principio tuviera la fuerza suficiente para deshacerlo». Sesenta años después, ese nudo está más apretado que nunca.
La gran mayoría de países se han indignado al observar cómo los líderes de los estados que poseen armamento nuclear han fracasado en «deshacer el nudo». No pueden o no quieren tomar las medidas necesarias para eliminar o ni siquiera reducir los riesgos generados por sus arsenales nucleares. Aliándose con frentes activistas en la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés), han reavivado una narrativa sobre las armas nucleares en la que exponen crudamente las consecuencias de su uso. Los gobiernos (principalmente del Sur global), en colaboración con ICAN, han desarrollado un nuevo acuerdo internacional que prohíbe las armas nucleares.
El 7 de julio de 2017, 122 gobiernos votaron a favor de adoptar el Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares (TPNW, por sus siglas en inglés). Entró en vigor el 22 de enero de 2021, tras recibir las cincuenta ratificaciones nacionales necesarias. Este logro supone un obstáculo considerable para la maquinaria de guerra nuclear de los llamados «países más poderosos del mundo».
El TPNW es la prueba fehaciente de que el mundo puede responder ante grandes injusticias y riesgos. Los países y los grupos activistas que encabezan esta iniciativa comprendieron la urgencia de desmantelar el sistema de violencia nuclear masiva que sus vecinos y sus aliados habían construido. Estos actores que no poseen armas nucleares, junto con organizaciones no-estatales y grupos humanitarios internacionales, han tomado un papel en la historia, el de ayudar a «deshacer el nudo» mediante el cambio legal, político, económico y social del panorama en el que existen las armas nucleares.
Aún no se sabe cómo responderán las naciones responsables de haber apretado el nudo. Hasta ahora los líderes de los países con armamento nuclear han rechazado categóricamente el TPNW. Pero puede que las iniciativas organizadas con el fin de estigmatizar y retirar la financiación a las armas nucleares les hagan cambiar de opinión con el tiempo. La prohibición de armas nucleares crea una oportunidad para que los líderes de los estados con armas nucleares y aquellos que los apoyan se alejen del precipicio, aflojen el nudo y se comprometan en el proceso de desarme y desmilitarización.
Pero el nudo no es sólo de carácter nuclear. Las armas nucleares son sólo la punta de un iceberg de inmensos sistemas de violencia militar construidos durante más de un siglo de conflictos. Todo eso también debe deshacerse.
Eso incluye poner fin a la práctica de usar las ciudades como campos de batalla. Es una violación del derecho internacional humanitario, aunque muchos infractores continúan bombardeando a civiles. Recientemente, el gobierno irlandés ha conducido un proceso diplomático para una declaración política que compromete a todos los estados firmantes a restringir o refrenar el uso de armas explosivas en áreas pobladas. Poner fin al bombardeo de pueblos y ciudades evitaría mucho sufrimiento humano derivado de conflictos armados, tanto de forma inmediata como a largo plazo.
Este esfuerzo para poner fin a la violencia explosiva forma parte de un proyecto humanitario más amplio para el desarme, que incluye la prohibición de minas terrestres, bombas de racimo y armas nucleares, y refleja una labor constante para prevenir el desarrollo y la activación de armas autónomas y para controlar el tráfico de armas internacional, entre otras cosas. Colectivamente, estos esfuerzos contribuyen a allanar el camino que lleva a reducir la producción y el mercantilismo armamentístico. La reducción de presupuestos militares, el reencauzamiento de los fondos destinados a causas sociales y por el bienestar del planeta, así como un viraje en las relaciones internacionales de la guerra a la diplomacia, solidaridad y cuidados, son absolutamente necesarios para nuestra supervivencia.
Tal y como muchísimos gobiernos que no figuran entre las «grandes potencias» declararon en sesión especial de emergencia de la Asamblea General de la ONU a lo largo de 2022 sobre la situación en Ucrania, la protección y preservación del derecho internacional (incluyendo la Carta de la ONU) son cruciales para alcanzar este objetivo. «El mayor temor de la comunidad internacional debe ser el poder con impunidad», dijo el embajador de la ONU de Costa Rica en la reunión de octubre de la sesión de emergencia:
Pero no sólo debemos temerlo, debemos plantarle cara con valentía. La impunidad no acata el derecho internacional. La impunidad de apoyarse en el poder militar. La impunidad de enviar miles de personas civiles a una guerra que no les atañe, que no tiene nada que ver con ellas, que convierte a su propia gente en peones en una farsa cruel y contraproducente. Costa Rica declara su solidaridad hacia Ucrania y hacia la población rusa que no se beneficia de esta transgresión neo imperialista, pero que es enviada igualmente a morir en las trincheras (Chan, 2022).
Este llamamiento a acabar con la impunidad es muy importante para la disrupción y el desmantelamiento de las políticas de las grandes potencias. Los gobiernos, independientemente del tamaño de sus economías o sus ejércitos, deben dejar de medir su derecho en base a su potencia. El desarme, la desnuclearización y la desmilitarización son esenciales para deshacer las inmensas desigualdades entre estados.
Todos los gobiernos deberían unirse al Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares y trabajar urgentemente hacia la eliminación de toda arma nuclear. El proceso para abolir las armas nucleares podría abrir la veda a cambios aún más grandes en el orden mundial. Todos los gobiernos deberían adherirse también a muchos otros tratados de desarme y declaraciones que restrinjan expresamente a los estados el ejercicio de la violencia y la extracción de beneficios de la guerra. Esto ayudaría a establecer un nuevo paradigma cooperativo en las relaciones internacionales y liberaría ayudas para afrontar la crisis climática y satisfacer las necesidades de las personas y el planeta.
Pero quienes están al servicio de «un nuevo orden mundial» también deberían mirar más allá de los estados, y dejar de promover otros métodos alternativos de relaciones internacionales que perpetúan estos daños a la gente y al planeta.
Algunos gobiernos (incluido el ruso) proponen la idea de un orden mundial «multipolar» como una alternativa a la política de las grandes potencias. Pero este concepto, según Lichterman (2022, pp. 14-15), «proyecta un mundo dividido entre unos pocos imperios de facto cuyas esferas de influencia reconocidas abarcan países más allá de sus propias fronteras, imperios herméticamente soberanos y con libertad de controlar y dominar sin someterse a ninguna otra norma reconocida internacionalmente más que su propia visión expansionista de “soberanía”, sin restricciones por parte de las normas y valores “occidentales».
Los gobiernos, independientemente del tamaño de sus economías o sus ejércitos, deben dejar de medir su derecho en base a su potencia. El desarme, la desnuclearización y la desmilitarización son esenciales para deshacer las inmensas desigualdades entre estados.
Abolir la violencia de estado
El marco geopolítico tiene como objetivo lidiar con las tensiones y las luchas de poder entre los que dominan, mientras que la gran mayoría de las personas (así como las plantas, los animales, la tierra y el agua) son controlados, confinados, o asesinados para servir a estos intereses. Por lo tanto, en lugar de esforzarnos para que el mundo pase de un «superimperialismo» a «imperialismo multipolar», sostiene Vanaik (2022), deberíamos esforzarnos para acabar con todos los estados imperialistas y capitalistas. «Nuestros aliados estratégicos en esta lucha nacional y global a largo plazo no son los gobiernos, sino las fuerzas y las organizaciones progresistas y anticapitalistas de todo el mundo».
Las viejas costumbres han resultado ser, una y otra vez, inútiles. Necesitamos una nueva visión de paz global, basada en las experiencias interseccionales de la gente y las necesidades de todo el planeta. Para crear y llevar a cabo esa visión necesitamos cambiar a quien está en el poder y a quien programa la agenda para la acción, y luego determinar qué sería posible. Acabar con las élites dominantes, que persiguen intereses y ganancias personales, y apoyar a quienes salen perdiendo de los conflictos. La protección de las tierras y las aguas, el feminismo, el activismo antinuclear y antibelicista, el abolicionismo de las prisiones y la policía, la organización contra las fronteras y por la desmilitarización, la igualdad y los cuidados: estas son las voces que deben encabezar el esfuerzo por conseguir la paz, y no los que se benefician de los conflictos.
Desaprender la necesidad de violencia es esencial para explorar lo que podríamos construir sobre sus ruinas. Esto supone darle la vuelta a todo lo que nos han enseñado que es necesario para la seguridad en este mundo. Supone aprender a rechazar la idea de la violencia como una solución a todos los problemas, cuestionar y desafiar los sistemas de poder que justifican la existencia de la violencia como medio de protección mientras recurren a la persecución y a la opresión.
Un marco abolicionista nos serviría para cultivar esta transformación. En lugar de invertir en armas y en preparativos para la guerra, deberíamos estar invirtiendo en cuidados para la gente y el planeta. La abolición es una herramienta para construir un mundo para todos, no sólo para unos pocos. La abolición de la guerra a nivel global requiere el desarme y control de armas, de los sistemas de desmilitarización y la reducción del gasto militar. Pero también requiere la construcción de estructuras en las que la paz, la solidaridad, la cooperación, y la no-violencia puedan aflorar. Supone sustituir las armas por energía renovable, la guerra por la diplomacia, el capitalismo por una economía política feminista redistributiva cimentada sobre la igualdad, la justicia social, el decrecimiento y la sostenibilidad ecológica.
Nuestra oposición a la guerra y a la política de las grandes potencias no debe ceñirse a las circunstancias de Ucrania. La solidaridad ante la violencia y la destrucción ocasionadas por la guerra supone también reconocer que esta violencia y esta destrucción no son específicas de un lugar o situación, sino que son problemas sistémicos y estructurales. La guerra es la manifestación de una economía política global muy violenta que considera que algunas vidas humanas tienen valor mientras que la mayoría no lo tienen, que considera que los beneficios son más importantes que las personas o el planeta.
La guerra, el capitalismo, el racismo, el colonialismo, el imperialismo de fronteras, el sistema carcelario, la crisis climática; todas estas cosas están íntimamente conectadas y han sido construidas por los gobiernos a lo largo de muchos años. Y a la vez que nos oponemos a la guerra en Ucrania, hemos de comprender que la verdadera solidaridad consiste en oponerse a la guerra en todas partes y enfrentarnos a aquellas cosas de este mundo que provocan, facilitan y perpetúan la guerra y la destrucción.
Hay esperanza en aquellos gobiernos que rechazan el militarismo, que entienden que las armas no son la respuesta, sino los enfoques colectivos y cooperativos a los problemas derivados del orden mundial capitalista, extractivista, militarizado. Pero también hemos de mirar más allá de la estructura de nación-estado para buscar modelos alternativos de cuidados y bienestar. En muchísimos casos, los estados son la fuente primordial de la violencia que sufren la mayoría de las vidas humanas. ¿Qué otras estructuras necesitamos construir para proporcionar a la gente y al planeta lo que realmente necesitan? ¿Qué alternativas podemos construir en nuestras comunidades, en un contexto global de solidaridad y colaboración internacional? ¿En torno a qué causas se está organizando la gente, tanto a nivel local como global?
Entender y responder al «panorama general» o adoptar una perspectiva holística hacia la violencia de estado no significa que cada persona tenga que resolver cada pieza del engranaje. Significa que necesitamos reconocer y apoyar los esfuerzos de los demás y reflejar en nuestros propios actos el análisis y la organización de los movimientos y los proyectos que buscan la paz. La suma de todas las personas es mayor que nuestras partes, e ir en contra de la maquinaria de la violencia capitalista puede parecer una tarea inmensa, a menos que la deconstruyamos en trocitos con los que luego poder construir algo diferente de forma colectiva.
Fuentes
Barnard Center for Research on Women. (15 de noviembre, 2022). No borders! No prisons! No cops! No war! No state? [Video]. YouTube.
Broad, W. J. (21 de marzo, 2022). The Smaller Bombs That Could Turn Ukraine Into a Nuclear War Zone. The New York Times.
Chan, M. (10 de octubre, 2022). Statement to the Eleventh Emergency Special Session of the UN General Assembly.
Chinkin, C. y Arimatsu, L. (5 de abril, 2022). War, law and patriarchy. London School of Economics Women, Peace and Security Blog.
Ebright, K. Y. (2022). Secret War: How the U.S. Uses Partnerships and Proxy Forces to Wage War Under the Radar. Centro Brennan para la Justicia en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York.
Jakes, L. (15 de noviembre, 2022). For Western Weapons, the Ukraine War Is a Beta Test. The New York Times.
Lichterman, A. (2022). A Divided Opposition: The Ukraine War and the Critique of Geopolitical Reason. Western States Legal Foundation.
Renic, N. C. (2022). Superweapons and the myth of technological peace. European Journal of International Relations 28(4), 1–24. https://doi.org/10.1177/13540661221136764.
Said, E. (2002). Orientalismo. Editorial Debate. (Obra original publicada en 1978).
Vanaik, A. (30 de octubre de 2022). Ukraine: Divisions Among The Left. Radical Socialist.
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